Este ensayo nace de mi
propia experiencia dentro del movimiento antiglobalización, una corriente que
abrió el debate sobre la teoría y la praxis de la democracia poniendo sobre la
mesa ciertos cuestionamientos compartidos tanto por los anarquistas de Europa y
América del Norte como por las organizaciones indígenas del Sur Global.
Cuestiones, sin duda, polémicas, como: ¿es la «democracia» un concepto
inherentemente occidental? ¿Hace referencia a una forma de gobernanza (una
manera de autoorganización comunal) o a un tipo de gobierno (una organización
particular del aparato del Estado)? ¿Lleva implícita la imposición de la
voluntad de la mayoría? ¿Es democracia la democracia representativa? ¿Ha
quedado la palabra pervertida tras su infancia ateniense, una sociedad
militarista y esclavista basada además en la represión sistemática de las
mujeres? ¿Guarda lo que ahora llamamos «democracia» algún tipo de relación
histórica con la antigua democracia ateniense? Aquellos que buscan formas
descentralizadas de democracia directa, por consenso y no por mayorías, ¿pueden reapropiarse del término? Y, en caso de que lo lograran, ¿cómo
convencerían al resto del mundo de que la «democracia» no tiene nada que ver
con la elección de representantes? Por otro lado, si esa recuperación
terminológica es imposible, si aceptamos la defininición generalizada y
empezamos por tanto a considerar que la democracia directa es algo distinto,
¿cómo seremos capaces de afirmar que estamos en contra de una palabra tan
cargada de connotaciones positivas?
Estas cuestiones ponen en
tela de juicio tanto el propio concepto como la práctica real de la democracia.
Y lo cierto es que es en su praxis donde se observa un sorprendente grado de
convergencia, sobre todo entre los elementos más radicales del movimiento.
Cuando hablamos con miembros de las comunidades zapatistas de Chiapas, con los
piqueteros desocupados de Argentina, con los okupas holandeses o con los
activistas antidesalojo de los asentamientos marginales (townships)
sudafricanos, casi todos coinciden en una serie de puntos en los que hacen
hincapié.
Todos ellos recalcan la importancia de organizarse de forma horizontal, y no vertical. También en que las iniciativas partan de grupos relativamente pequeños, autogestionados y autónomos, en vez de venir impuestas desde arriba y transmitidas por diversas cadenas de mando. Insisten asimismo en rechazar estructuras de liderazgo permanente para tratar de implementar algún tipo de mecanismo —la «facilitación» norteamericana, el sistema de votación de las mujeres y los jóvenes con el que los zapatistas contrarrestan el poder tradicional de los hombres, o cualquier otro, de entre una in1nita variedad de posibilidades— que garantice que se escuchen las voces de aquellos que por lo general quedaban excluidos de los mecanismos de participación o marginados dentro de los mismos. Sin embargo, algunas de las disputas más encarnizadas se resolvieron hace tiempo, como la disyuntiva entre quienes defendían las decisiones tomadas por mayoría y quienes defendían la búsqueda de consensos. O, aún mejor, se volvieron irrelevantes, y hoy los movimientos sociales tienden a regirse por sistemas de consenso absoluto cuando se trata de grupos más pequeños y por diversas formas de «consenso modificado» en coaliciones más numerosas. Algo está emergiendo en estos contextos. El problema es cómo llamarlo. Independientemente de su tamaño, todas estas agrupaciones comparten unos principios esenciales (autogestión, asociación voluntaria, ayuda mutua, rechazo al poder estatal…) que proceden en gran parte de la tradición anarquista; aunque muchos de los que se identi1can con tales ideas son reacios a considerarse «anarquistas» o rehúsan este término por completo. Lo mismo ocurre con la democracia. Mi postura, por el contrario, ha consistido en emplear ambos términos con absoluta libertad. De hecho, defiendo que el anarquismo y la democracia son —o deberían ser— casi idénticos. Insisto: la realidad es que no hay consenso al respecto, ni siquiera un posicionamiento mayoritario.
En mi opinión, estas son
cuestiones políticas, tácticas, más que de ninguna otra índole. La palabra
«democracia» ha tenido múltiples significados a lo largo de la historia. En un
principio, surgió para referirse a un sistema en el que una asamblea colectiva,
donde todos los votos tenían igual valor, tomaba las decisiones que afectarían
a los ciudadanos. A lo largo del tiempo, se empleó como sinónimo del
desgobierno, los disturbios públicos, los linchamientos y la violencia
faccionaria (muchas de las connotaciones que tiene el uso actual de la palabra
«anarquía»). En realidad, la noción de «democracia» tardaría bastante en
identi1carse con la noción actual de un sistema en el que los ciudadanos de un
Estado eligen a sus representantes para que ejerzan el poder en su nombre. Pero
mi propósito aquí no es encontrar su supuesta esencia. Lo único que todos esos
referentes pueden tener en común es el principio de que las cuestiones
políticas de las que por lo general se ocupaba una élite muy concreta ahora
están abiertas a todo el mundo, lo que representa, según el momento y a quien
le preguntes, algo muy positivo o muy negativo. El término ha estado siempre
tan cargado de connotaciones morales que tratar de escribir una historia
ecuánime de la democracia es casi un contrasentido. La mayor parte de los
estudiosos que quiere mantener una apariencia de neutralidad opta, pues, por evitar
el término. Y aquellos que se atreven a formular generalizaciones acerca de la
democracia tienen siempre unos intereses detrás. Yo, desde luego, los tengo. Y
me parece correcto dejarlos claros antes de continuar. Creo que hay un motivo
por el que la palabra «democracia» no ha perdido un ápice de su atractivo, a
pesar de su largo historial de abusos a manos de tiranos y demagogos. La mayor
parte de la población relaciona aún la democracia con la idea, más o menos
vaga, de darle a la gente normal la capacidad de manejar sus propios asuntos.
Esa identificación, que se hacía ya en el
siglo xix, es la razón por la cual los políticos de la época, que hasta
entonces habían rechazado el término, comenzaron a incorporarlo a sus
discursos, muy a su pesar. Dieron entonces en llamarse «demócratas» y, poco a
poco, construyeron una historia que les presentaba como herederos de una
tradición que se remontaba a la antigua Atenas.
Pero, he de hacer una pausa para puntualizar
que, en mi opinión —por ningún motivo en particular, o al menos por ninguno
académico, dado que las cuestiones que aquí planteo no son académicas, sino morales y políticas—,
la historia de la «democracia» debería ser algo más que la historia de esa
palabra. Si entendemos por democracia un modelo abierto y relativamente
igualitario de toma de decisiones con el que se gestiona una comunidad,
entonces no hay motivo para que no consideremos igual de democráticas las
comunidades rurales de África o Brasil que los sistemas constitucionales
imperantes en la mayoría de los Estados nación actuales, si no más. Tomando
esta premisa como punto de partida, pretendo desarrollar los argumentos que
expondré a continuación: Casi todos los que han escrito sobre «democracia»
asumen que se trata de un concepto «occidental» cuya historia comienza en la
antigua Atenas. Aceptan, además, que es idéntico, en su esencia, a eso que los
políticos de los siglos xviii y xix trataban de reproducir en Europa Occidental
y América del Norte. De ese modo, se entiende que el hábitat natural de la
democracia se encuentra en Europa Occidental y en América del Norte, junto a
las colonias anglófonas o francófonas .
Todos estos supuestos no tienen ninguna razón de ser(1). La «civilización
occidental» es un concepto incoherente. Si a algo puede referirse es a una
tradición intelectual, que ha sido, en líneas generales, igual de hostil que la
india, la china o la mesoamericana a cualquier cosa que pudiéramos entender por
democracia. Las prácticas democráticas —los procesos de toma de decisiones
igualitarias—, que de hecho ocurren en todo el mundo, no son inherentes a ninguna
«civilización», cultura o tradición particular. Es más, solo suelen
desarrollarse allí donde la vida humana se escapa de las estructuras
sistemáticas de coerción. El «ideal democrático» tiende a emerger bajo ciertas
circunstancias históricas, cuando los intelectuales y los políticos, buscando
su sitio entre los Estados y los movimientos y prácticas populares, se
cuestionan sus propias tradiciones —siempre en diálogo con otras— para rescatar
casos concretos, pasados o presentes, que les permitan a1rmar que en esa
tradición se encontraban ya las semillas fundamentales de la democracia. Son
momentos, diríamos, de «refundación democrática». Y también de recuperación
para las tradiciones intelectuales, donde los ideales y las instituciones, que
a menudo son el producto de formas asombrosamente complejas de interacción
entre pueblos de costumbres e historias muy diversas, quedan representados como
una rami1cación nacida de 20 21 la lógica de la propia tradición intelectual.
Esos momentos fueron frecuentes a lo largo del siglo xix y el siglo xx, y no
solo en Europa, también en el resto del mundo. El hecho de que este ideal
siempre se base (al menos de forma parcial) en tradiciones inventadas no
signi1ca que sea ilegítimo o falso, o que sea más falso o ilegítimo que
cualquier otro. Su contradicción radica en el sueño imposible de reconciliar
procedimientos o prácticas con los mecanismos coercitivos del Estado. Así, su
implantación jamás ha dado lugar a «democracias» en un sentido mínimamente
significativo del término, sino más bien a Repúblicas equipadas con ciertos
elementos democráticos, por lo general bastante limitados. No es una crisis de
la democracia lo que estamos experimentando hoy, sino, más bien, una crisis del
Estado. En los últimos años, dentro de los movimientos sociales, ha vuelto a
despertarse un enorme interés por las prácticas y procedimientos democráticos,
pero siempre fuera de los esquemas y estructuras estatalistas. Aquí es, pues,
donde puede residir el futuro de la democracia. Mi intención es desarrollar
ahora argumentos, más o menos en el orden en que los he presentado aquí.
Empezaré, por lo tanto, por la concepción —curiosa, cuando menos— de que la
democracia es un «concepto occidental».
(1) Pero no en las
hispanohablantes o lusófonas. Huntington no parece haberse manifestado al respecto
de los bóeres. (Todas las notas son del autor salvo que se indique lo
contrario).
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