Por Edgar Staehle
La defensa de una mayor
participación de la sociedad en la política requería para Hannah Arendt
replantear y transformar también nuestra relación con un trabajo históricamente
atravesado por la coacción y la violencia.
Hannah Arendt ha pasado a la historia por ser una pensadora preocupada por querer recuperar una vida política entre la población que, en los últimos siglos, habría quedado eclipsada a causa del creciente dominio de lo social y del consumo o de lo que llamó una “sociedad de masas”. En este contexto, reivindicó una “felicidad pública” (public happiness) que definió en pocas palabras como “el derecho que tiene el ciudadano a acceder a la esfera pública, a participar del poder público”. Su misma comprensión de la libertad, lejos de reducirse a su concepción negativa, conectaba con este deseo de participación política. No obstante, esta pensadora también ha sido muchas veces criticada por defender la autonomía de lo político, como si en su pensamiento lo social, lo económico o lo material no jugaran ningún rol.
La realidad es más compleja.
Para empezar, porque Arendt comprendió que las fronteras entre lo social y lo
político no son nítidas ni impermeables; para seguir, porque estas mismas
fronteras también dependen de cada momento histórico, ya que en cada época se
puede alterar o redefinir qué es político y qué no. Finalmente, hay que
comprender cómo lo político, lo laboral y lo económico pueden estar
interrelacionados según el, de todos modos problemático o discutible, esquema
arendtiano.
Además, no hay que olvidar
que, tal y como podemos observar en La condición humana (1958),
el que quizá sea su principal libro, Arendt subrayó que el mayor problema del
trabajo, algo agravado en tiempos de precariedad como los actuales, era su
reiterado vínculo histórico con la necesidad, la constricción, la fatiga, el
dolor, la explotación y, en fin, la violencia. Por ello, es también importante
destacar que lo que entendía Arendt por trabajo es ese tipo de actividad que se
debe realizar forzosamente con el fin de poder cubrir y satisfacer las
necesidades y asegurar la supervivencia propia y del entorno cercano.
Curiosamente, como recordó, el mismo origen de la palabra «trabajo», tanto en
francés como en español, proviene de un instrumento de tortura como el tripalium.
Arendt subrayó que el mayor problema del trabajo era su vínculo histórico con la necesidad, la constricción, la fatiga, el dolor, la explotación y, en fin, la violencia
El trabajo, pues, no ha
estado históricamente relacionado para Arendt con la libertad ni con la
autorrealización, sino más bien con la necesidad y la coacción. De ahí que en
otro escrito como ¿Qué es la política? llegara a señalar que
había dos maneras diferentes de entender el significado de no ser-libre: por un
lado, estar sujeto a la violencia de otro; pero también, e incluso de forma más
originaria, “estar sometido a la cruda necesidad de la vida”.
En este contexto, Arendt
siguió las reflexiones del libro La condición obrera de Simone
Weil, cuyo sentido resume la pensadora alemana con la conclusión de que “quien
trabaja (arbeitet) no puede ser libre”. Con ello también se adelantó a
reflexiones posteriores, como las del antropólogo marxista Marshall Sahlins,
quien, en su libro Economía de la edad de piedra (1972),
analizó cómo las sociedades “primitivas” habían vivido justamente en contra de
la actividad laboral y cómo estas, una vez asegurada la subsistencia, habían
preferido dedicar su tiempo libre en ocupaciones que en la actualidad se
adscribirían a la ociosidad. O las del historiador Robert Fossier. Este
medievalista, acerca de un dicho contemporáneo como “el hombre está hecho para
trabajar”, ha comentado en su libro Gente de la Edad Media (2007)
que “este aforismo no sólo es inexacto, sino que incluso se contradice con lo
que la historia nos enseña“, pues ”todas las civilizaciones precristianas, la
de la Antigüedad «clásica», probablemente también las de los pueblos
denominados «bárbaros», se basaban en el ocio, otium”.
En resumidas cuentas, Arendt
hizo hincapié en que el trabajo a menudo implica un secuestro de tiempo y un
gasto de fuerza vital que conduce a que los trabajadores tengan que
concentrarse preferentemente en sus actividades y vidas individuales y deban
exiliarse en el hogar, con lo que pierden de vista el mundo que les une a los
demás. “El Animal Laborans, escribió, no huye del mundo, sino que
es expulsado de él en cuanto que está encerrado en lo privado de su propio
cuerpo, atrapado en el cumplimiento de necesidades que nadie puede compartir y
que nadie puede comunicar plenamente”.
El problema para Arendt era
que, con el transcurso del tiempo, la reducción de la violencia física
inherente a muchas formas de trabajo había sido sustituida por una presión no
por ello exenta de penalidades, de coacción o de violencia. Más aún, supuso que
el trabajo se extendiera cada vez más por nuevas esferas en las que no estaba
anteriormente y, con ello, colonizó espacios antes asociados al ocio y, por
tanto, libres de la presión laboral. De ahí que Arendt anotara esquemáticamente
en su Diario filosófico una observación como esta:
La contradicción fundamental de Marx: el trabajo crea al hombre; el trabajo esclaviza al hombre. Y ambas cosas se hicieron verdad: las máquinas dejan libre tanto tiempo, que todos los hombres podrían estar liberados del trabajo, si no se hubiera convertido todo en trabajo.
A decir verdad, esa
contradicción no apuntaba tanto a una contradicción interna al pensamiento de
Marx como más bien al hecho de que toda perspectiva emancipatoria del trabajo
colisionaba, en opinión de Arendt, con una realidad que la condenaba al
fracaso. En especial, esta pensadora criticó esas defensas idealizadoras del
trabajo que olvidaban o escamoteaban su pertinaz componente coactivo, violento
y deshumanizador. A su juicio, por tanto, la liberación no se podía dar tanto
desde el trabajo como frente al trabajo y, además, esa liberación también
resultaba un ingrediente indispensable para ese proyecto que reivindica la
política ya mencionado. Al fin y al cabo, y en la medida en que el trabajo nos
constriñe y empuja al aislamiento, condiciona nuestra relación con el mundo y,
con ello, se muestra como una tarea que obstaculiza el compromiso de la gente
por la política.
Así pues, Arendt no fue en
absoluto ajena al hecho de que la participación política estaba influida y
distorsionada por muchos factores de índole económica, razón por la que no se
podía desdeñar esta última. De hecho, su célebre (y, por cierto, sobredimensionada)
reivindicación parcial de la democracia ateniense no solo debe explicarse por
el papel del ágora como símbolo por antonomasia de la vida ciudadana activa,
sino también porque esa participación política era posible gracias a una
cuestión tan material como la remuneración pública que recibían los ciudadanos.
Es decir, Arendt concluyó que la primera dependía de que, en la medida de lo
posible, la cuestión laboral se pudiera haber resuelto o al menos aliviado
ostensiblemente. A fin de cuentas, esta pensadora llegó a subrayar de forma
taxativa que “el trabajo fue siempre un principio antipolítico”. De ahí también
que el desafío político contemporáneo pudiera conectarse con ese pasado griego,
siempre que no cayera en las exclusiones políticas (desde las mujeres a los
esclavos) que en su momento comportó.
Para Arendt, la libertad
política tan solo podía ser una auténtica realidad si también comportaba una
liberación de las cadenas de un trabajo definido históricamente por la
constricción y la violencia
Para Arendt, la libertad
política tan solo podía ser una auténtica realidad si también comportaba una
liberación de las cadenas de un trabajo definido históricamente por la
constricción y la violencia. Eso explica que, en consonancia con una frase ya
citada, añadiera con aprobación para el contexto de la antigua polis que “ser
libre significaba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando
de alguien y no mandar sobre nadie”. Ambos elementos, tanto el político como el
material, eran cruciales y ayudan a comprender la doble faz de una igualdad
política que en su opinión no se debía abordar únicamente desde una perspectiva
formal. De esta manera, la igualdad política es entendida como no estar
sometido a la dominación política de nadie, pero también como no estar sometido
a la dominación de las necesidades materiales y, con ello, de no ser explotado
por nadie.
Poco antes de morir Arendt
todavía insistió en esta cuestión, y proclamó en el breve texto Los
derechos públicos y los intereses privados (1975) que
la educación es muy hermosa,
pero lo auténtico es el dinero. Solamente cuando puedan disfrutar de la
voluntad pública tendrán deseos y serán capaces de sacrificarse por el bien
público. Pedir sacrificios a individuos que todavía no son ciudadanos es
exigirles un idealismo que no tienen y que no pueden tener en vista de la
urgencia del proceso de vida. Antes de pedir idealismo a los pobres, primero
debemos hacerlos ciudadanos: y esto implica cambiar las circunstancias de sus
vidas privadas hasta el punto en que puedan disfrutar de la vida pública.
El pasaje es duro y discutible, pero lo que importa resaltar en este contexto es que, justamente porque no es debatible la cuestión material, justamente porque no es política sino en el fondo prepolítica, consideraba Arendt que era tan importante. En el fondo, considerarlo como algo político sería devaluar y relativizar su importancia, reconocer que ahí hay algo que discutir y que es posible una política digna de esa palabra que sea compatible con la pobreza y la miseria. En cambio, en su opinión ambas desembocan en una realidad vergonzante, indignante y asimismo antipolítica, una que nos tortura y animaliza (de ahí que emplee la expresión de Animal Laborans) y que, por ello mismo, debe ser imperiosamente resuelta. Si no se resolvía la cuestión social, concluía, difícilmente se podía encarar bien la política. Y justamente porque no se resolvía, o no se quería resolver, de forma adecuada la social, era fácil que la política quedase sobre todo en manos de élites y se desfigurara un ideal democrático como el actual.
Por ello mismo, también la
cuestión de la propiedad en el sentido clásico de la palabra era central para
Arendt, algo que conectaba con la tradición republicana y que hoy en día
podríamos enlazar con la creciente demanda de una Renta Básica Universal. Desde
su punto de vista, y obviamente en contraste con diversos gobiernos del pasado,
la propiedad no era importante como una herramienta desde la que limitar los
derechos políticos a quienes careciesen de ella y establecer un sufragio
censitario, sino, al revés, porque en opinión de Arendt se debía extender la
propiedad a la población para que esta pudiera escapar de la necesidad, pudiese
tener un espacio propio y pudiera ser realmente ciudadana. Es decir, una
política (realmente libre) sería posible a partir del momento en que no estemos
obligados a tener que estar persistentemente preocupados por nuestra
supervivencia y la de los nuestros. Como repitió en La libertad de ser
libres, “la libertad de ser libres significaba ante todo ser libre no solo
del temor, sino también de la necesidad”. De lo contrario, el estatus de
ciudadano sería poco más que papel mojado. Una ciudadanía libre sin
independencia económica no sería más que una contradicción.
Nota del autor. Aunque
somos conscientes de que la traducción del término «trabajo» es
siempre problemática en el caso de Arendt, en este escrito hemos abogado por
traducir las palabras Arbeit y labor,
empleadas por ella en alemán e inglés respectivamente, como «trabajo» y no como
«labor». Para ello, hemos tenido en cuenta el enfoque del escrito (que, por
ejemplo, por cuestiones de espacio no entra en la tripartición de la vita
activa expuesta en La condición humana) y, también, que
ella misma se decantó por usar el verbo travailler en francés
como traducción de arbeiten.
Fuente: El salto . https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/hannah-arendt-trabajo-tortura-y-ciudadania
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