Introducción
Hablar hoy sobre democracia resulta polémico, equívoco e incluso engañoso. La democracia aparece hoy como un proyecto inacabado, defectuoso e incluso inexistente. Masivas protestas sociales ponen en duda hoy su veta representativa y expresan un reclamo por la promesa del gobierno del pueblo que no aparece y que se ve entrampada entre la política manejada por las élites, guiadas por la técnica y el saber experto, y con representantes alejados de las dinámicas de la voluntad ciudadana. En esa línea, Manuel Castells (2010) argumenta que tan sólo el 40% de quienes viven hoy en regímenes democráticos representativos se sienten representados por sus gobernantes. Por lo mismo, considero importante volver a repensar qué es lo que se entiende por democracia indagando en sus orígenes y sus principios. Sopesando así de qué manera los principios democráticos son llevados a cabo en los actuales sistemas representativos. Por lo tanto, en este artículo deseo indagar en los aspectos específicos que distinguen a la democracia antigua u original de las hoy denominadas «democracias representativas» o democracias liberales modernas. Mi idea es argumentar que los principios que sostuvieron la fundación de la igualdad política ateniense, es decir del gobierno democrático original, divergen en aspectos centrales de los principios que sustentan las «democracias representativas». Echo mano al modelo ateniense porque considero que, a pesar de la antigüedad de sus principios, nos sirve para observar de qué manera nuestras denominadas “democracias” practican o cumplen la cuestión central de la igualdad política. Al igual que lo hizo Maquiavelo con el estudio del modelo romano para darle luz a los problemas que aquejaban las repúblicas de su tiempo. O como lo hicieron los Padres Fundadores de EE.UU. analizando las repúblicas y las democracias de la Antigüedad para así, mediante el examen histórico, evitar incurrir en dichos modelos que les resultaban licenciosos.
Considero pertinente,
conceptual y modélicamente, poner en parangón ambos modelos y sopesar los
mecanismos y los fundamentos que los sostienen o sostenían. Este trabajo se
trata de una comparación a mi juicio pertinente.
Como sabemos, el uso de la
palabra democracia, como apelativo de una forma de gobierno, estuvo suspendida
durante casi todo el milenio pasado. Y disponemos, básicamente, de dos
momentos: el antiguo y el moderno. Ambos modelos utilizan la palabra y
considero, por lo mismo, que son susceptibles de ser comparados. Volver la
mirada al modelo ateniense nos puede dar luz para realizar juicios sobre
nuestras “democracias”. Más aún hoy, cuando nos enfrentamos a una crisis de la
democracia representativa (Castells 2010; 2012) en una “era de la desconfianza”
hacia la institucionalidad (Rosanvallon 2007) en la que vemos aparecer nuevas
prácticas extra-institucionales o «contrademocráticas» que apelan a la
participación popular directa y al asambleísmo. La reminiscencia del
significado de la democracia como «poder popular», ejercido directamente por
los soberanos, nos invita a dirigir nuestra mirada nuevamente al gobierno que
le dio cabida y entrada al pueblo para hacerse cargo de su mundo. Y observar
así de qué modo la traición a los principios de la igualdad política puede ser
un argumento para sostener algunas de las causas de la tan reiterada “crisis de
representación” que nos aqueja. Por lo tanto, y de manera resumida, el análisis
de este capítulo intentará sopesar los principios fundantes de la democracia
ateniense, es decir, isonomía, isegoría e isotimia con sus correlativas ideas
de Estado de derecho, el principio representativo y el método de elección de
gobernantes en las democracias modernas. Así ver en qué medida se cumplen o no
los tres principios señalados en las «democracias representativas».
II. Isonomía
La isonomía era el principio
central de la democracia ateniense. Es más, se tiene documentación suficiente
como para creer que era el nombre original con el que se denominaba al gobierno
democrático1 . Isonomía está compuesta de dos partículas: isos (igualdad) y
nomos (ley2 ), por lo que su significado literal sería “igualdad ante la ley”.
No obstante, el concepto isonomía, denominador absoluto de la presencia de una
democracia, posee un significado mucho más amplio. Por isonomía se entiende una
igualdad de derechos políticos de todos los ciudadanos consagrada en la ley. Es
la existencia misma de la democracia que designa la ruptura, el escándalo que
permite que todos, sin mediar títulos, nacimiento, jerarquía ni posesiones,
puedan ingresar al campo de la decisión política y tomar la palabra para
expresar sus opiniones (doxai). Isonomía designa el gobierno democrático mismo.
Es el gobierno de la voluntad de la mayoría, en una comunidad completa en la
que se le permitió el ingreso a todos, sin mediar clase social. Isonomía define
la configuración radical que designa “el carácter igualitariode los derechos
políticos que la constitución y las leyes democráticas concedían a los
ciudadanos… [Una] igualdad… garantizada por la ley y a la cual solamente
acceden los hombres libres3 ” (Godoy 2012, 30).
Es precisamente lo que
elogia Pericles en el célebre “Discurso fúnebre” relatado por Tucídides: En
cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la
mayoría, a este régimen se lo ha llamado democracia (isonomía4); respecto a las
leyes, todos gozan de iguales derechos en la ausencia en la defensa de sus
intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se
distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige
más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por
su parte, su oscura posición le impide prestarsus servicios a la patria, si es
que tiene la posibilidad de hacerlo. (Historia, II, 37)
La isonomía es la expresión de un tipo de gobierno en que la soberanía reside en la mayoría, en un gobierno donde todos gozan de libertad (eleutheria), debido a que la ley consagró la igualdad política. Tal como arguye Aristóteles, el fundamento de la democracia es la libertad fundada en la igualdad. “Orgullosos de ser libres, los atenienses lo están, más aún, de ser ciudadanos iguales. La igualdad es para ellos la condición de la libertad” (Glotz 1957, 109). Y esto se expresa prácticamente en que todos tienen libertad e igual derecho de usar la palabra en la asamblea (isegoría) y que cualquiera que quisiera podía optar a los cargos públicos, los cuales eran designados por el azar sin miramientos de las distinciones sociales (isotimia). Esta cuestión sólo es posible con las reformas radicales de Solón, quien prohibió la esclavitud por deudas, y permitió el ingreso a la ciudadanía a la mayoría de la población que no tenía nada, dejó ingresar a la plaza pública (ágora), reunirse en la asamblea (ekklesia), a los pobres (áporoi) y les permitió usar la palabra. Sumada a las reformas de Clístenes que, entre las más importantes, le permitió a la gente del demos la posibilidad de formar parte de las magistraturas. Las cuales, al ser escogidas por sorteo, permitían la entrada de cualquiera sin importar su nacimiento o procedencia. Si bien es cierto que la ciudadanía estaba acotada solamente a los hombres libres, mayores de edad y nacidos en la polis, dejando fuera de esta condición a las mujeres, los esclavos y a los extranjeros, eso no le quita radicalidad al acontecimiento ateniense bajo el principio de la isonomía. La permisión de ostentar derechos políticos, de formar parte del gran cuerpo soberano, colectivo y deliberante, a todos los hombres sin importar su condición social o educacional es bastante revolucionario. Más para la época, una sociedad mucho menos avanzada que las modernas. Incluso si pensamos que algo similar se vino a dar bien avanzada la Modernidad, y sólo a mediados del siglo XX las mujeres gozaban de derechos políticos en la mayoría de los países del orbe. En otras palabras, hace 2500 años atrás se le perdió en Atenas el temor a los pobres, a los sin parte, para que tomaran las decisiones que le incumbían a su mundo, a su polis, a sus vidas. Cuestión, la última, sin precedentes en la historia del mundo y lejos de ser replicada en nuestros días.
Es por lo mismo que yo sostengo, utilizando las categorías de Arendt (1997), que la democracia no ha existido siempre, y se ha dado en muy pocas ocasiones y cantidades (Rancière 2006a) y que los pocos momentos en que ha ocurrido deben ser vistos como
cruciales y modélicos. Entender la democracia antigua como un modelo nos sirve para contrastar la radicalidad del hecho, observando que hoy, difícilmente se practica la igualdad ciudadana de manera vinculante por parte de todos los ciudadanos. Hoy, la lógica del autogobierno no se cumple5 . Por su parte, la democracia moderna, representativa, se funda en un principio que pareciese ser semejante a la isonomía, no obstante implica notables diferencias. Este principio es el de Estado de Derecho. Las sociedades liberales modernas han asumido el principio de la igualdad ante la ley, pero de una manera muy distinta que lo que implicaba la antigua igualdad ante la ley (isonomía). Las democracias modernas están centradas en la consagración del individuo, y en derechos que protejan dicha individualidad y una idea de libertad negativa muy diferente a la eleutheria que consagraba al ciudadano antiguo. De esta manera se termina dejando fuera del juego todo atisbo de pueblo como poder colectivo. El pueblo hoy es la agregación de los individuos, es la suma de la totalidad de la población (Lefort 1994; 2004; Rosanvallon 1995; Tocqueville 1978). Hoy el pueblo son todos y hasta el hombre más acaudalado de la ciudad puede argumentar que pertenece al pueblo. Ya no importa la clase, sino que el pueblo viene a ser entendido como la suma de cada-uno-de los integrantes de la Nación. En este sentido, el Estado de Derecho viene a ser una serie de procedimientos mínimos que permiten a los individuos y al sistema político constituirse como una «democracia». Por lo general se enuncian como libertades que deben estar consagradas en la ley. Macpherson las enuncia: El Estado liberal consistía en el juego de partidos políticos competitivos y en la existencia de ciertas libertades o derechos garantizados –libertad de expresión y de prensa, de asociación y de religión, además de las libertades de la propia persona… Se entendía que estas libertades o privilegios, eran buenos intrínsecamente, además de necesarios para la marcha de un sistema competitivo de partidos. (1968, 63)6Lo que se expresa aquí no son más que lo que Rawls (1979) llama las libertades básicas expresadas en su primer principio de justicia. Para Rawls son libertades necesarias para una sociedad ordenada que permita el juego democrático, pero esto no puede ser aceptado de buenas a primeras. Como bien observa Macpherson, estas libertades son antes características de una sociedad liberal que democrática. El juego de partidos competitivos existía incluso antes de la ampliación del sufragio. De hecho, una sociedad así ya existía en la Inglaterra de finales del siglo XIX, cuando la participación ciudadana alcanzaba apenas el 17% de la población adulta (Dahl 2005). La fundación del Estado de Derecho y del entramado institucional y representativo inspirado en Montesquieu fue antes un reconocimiento de la nueva sociedad individualista y de “la idea de proporcionar las condiciones necesarias para la implantación de una sociedad mercantil” (Macpherson 1968, 63) que unos requerimientos para fundar la igualdad política y la soberanía popular. Basándome en Macpherson y en los estudios de las fundaciones de las Repúblicas modernas, sostengo que la institución del Estado de Derecho es antes un diseño y una decisión política que una cuestión asociada a la naturaleza humana. La democracia como poder popular es desechada por la hegemonía Occidental, basada en su sociedadlibremercadista y el modelo político perfecto para replicarla: la democracia liberal7 . Por lo tanto, “[l]a democracia reducida a Estado de derecho” se entiende “como el sensato discurrir de las instituciones y la ordenada separación de los poderes” (Castillo 2011, 54). No obstante, reducir la política a lo puramente institucional, impide la capacidad popular de llevar a cabo las discusiones referidas al “hacia dónde vamos” o el “qué queremos ser” como sociedad. Usando las categorías de Easton (1992), si las demandas ciudadanas se ven obligadas a pasar por el filtro de la caja negra, difícilmente los inputs populares llegarán a traducirse en los outputs esperados. Por otra parte, tal como arguye Dahl (1989), la democracia moderna se reduce a dos condiciones definitorias: la participación y la oposición. La participación entendida como individuos que ejercen sufragio. La oposición entendida como la posibilidad de votar por más de una opción.
En la medida en que
esas condiciones se cumplan, Robert Dahl sostendría que estamos en presencia de
una democracia. Sin embargo, el principio de isonomía no se traduce. Es verdad
que la participación y la oposición eran conceptos claves para poder comprender
la democracia ateniense. Sin embargo, por participación se entendía la
posibilidad de ejercer directamente la libertad pública y decidir sobre los
asuntos del mundo entre personas iguales. La libertad (eleutheria) era
necesariamente actuar, comenzar, participar en conjunto con otros en la
composición de un mundo común (Arendt 1997). Como observa Arendt enSobre la
revolución (2004), la libertad era participar en el gobierno o no era nada más.
O en palabras de Pericles, los atenienses son los únicos que tienen más por
inútil (idiotes) que por tranquila a la persona que no participa en las tareas
de la comunidad. En cambio, la participación reducida al mero acto de sufragar
y la libertad entendida como la cualidad privada8 de la ausencia de
interferencias externas, nubla la condición de la igualdad de derechos
políticos consagrados en la ley. [V]uelve superflua la participación ciudadana
y la reduce a su papel como electorado: los ciudadanos son concebidos
esencialmente para la selección y autorización del equipo experto que ha de
gobernarle, y posteriormente, para aclamar o bien para impugnar sus decisiones
dado un marco institucional adecuado. (Castillo 2011, 54) Del mismo modo, al
concebir la competencia únicamente como la posibilidad de elegir entre una
élite A, B o C, tampoco traduce la cualidad del agón que sostenía la isonomía
en Atenas. La democracia traduce en sí misma la institución política de un
litigio. Democracia señala necesariamente un desacuerdo originario (Rancière
1996; 2006a; 2006b). Un disenso que es la expresión de la escena conflictiva
del reclamo de la igualdad. Es el ingreso del demos suplementario reclamando un
daño ante los poderosos de siempre. La democracia siempre expresa ese
conflicto, una oposición originaria entre quienes tenían derecho a gobernar y
quienes no tenían más derecho que a ser gobernados. El ingreso revolucionario
de la isonomía institucionaliza ese conflicto, le da cabida de manera real, de
manera política. Además, tal como mencioné arriba, [l]a vida política en la
polis toma forma de agón, es decir, una disputa… un combate codificado y sujeto
a reglas cuyo teatro es el ágora, un nuevo espacio social que se configura
junto con las transformaciones políticas ysociales… en el cual se confrontan
dos argumentos distintos, subrayando la inestabilidad de la condición humana;
esa oscilación permanente del hombre entre dos posturas opuestas. (Ferrás 2010,
28-29) El espíritu agonal instituía una oposición que los atenienses veneraban.
Esa oposición signaba la posibilidad de ser resuelta mediante la deliberación
pública y la puesta en escena del discurso conflictivo. No obstante, la
oposición reducida únicamente a la posibilidad de escoger entre élites
distintas limita al ciudadano como un mero consumidor de políticas públicas a
cambio de un voto por un partido (Downs 1992). La democracia se limitaría sólo
a escoger entre el oferente A o el oferente B. Entre dos paquetes de políticas
distintas (Macpherson 2009). Cuestión, esta última, que no es del todo cierta,
pues las élites políticas compiten por el juego centrípeto del votante mediano
(Downs 1992).
Las distinciones entre
las élites se vuelven nulas. La política se produce en el juego de la mímesis y
la búsqueda de los grandes consensos, excluyendo la conflictividad
inerradicable que la política contiene y reproduce (Mouffe 2003; 2007). Más
aún, excluye del juego político a la ciudadanía. Todos quienes no entran dentro
del juego del poder quedan fuera de toda discusión y de toda decisión
vinculante. En síntesis, la «democracia representativa» no cumple a cabalidad con
el principio de la isonomía. La democracia moderna deja fuera al demos. Lo
reduce al papel de electorado, sin posibilidad de tomar decisiones que sean
vinculantes (Held 2001; Macpherson 2009). Más aún, reduce la igualdad ante la
ley en un plano puramente individual para sustentar la privatización de la vida
y el exilio del ciudadano de la libertad pública. Ese mismo ensimismamiento
impide el diálogo y la deliberación pública, dejando todo en manos de la
organización institucional y de los representantes expertos. Reduciendo, en
último término, la igualdad política al mero acto agregativo de sufragar.
III. Isegoría
Aristóteles en el Libro I de
la Política sostenía que la cualidad que define al humano como un zoon
politikón es la disposición de palabra racional o logos.
El logos brinda la
posibilidad de dialogar mediante la palabra, la cual permite identificar lo
bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo útil y lo perjudicial. Además, el
humano comparte con el resto de los animales la voz, el ruido (phôné). Dicha
cualidad sólo sirve para expresar placer o dolor. La phôné establece una
comunicación no-política, pues no tiene la capacidad de señalar fines éticos.
Los hombres libres son aquéllos que disponen de logos y que mediante el diálogo
pueden constituir un mundo común. En definitiva, podemos evidenciar que la
posesión del logos no es una cualidad de la naturaleza humana, sino que más
bien de su condición. La condición del reconocimiento del logos es la libertad,
y solamente puede ser practicado con otros que son iguales, por lo tanto, es
una condición política (Arendt 2005). La democracia es revolucionaria puesto
que universaliza dicho reconocimiento. Impone esa condición. La democracia
instituye el principio de la isegoría que no es otra cosa que la posibilidad de
que cualquiera, sin importar su condición social, pueda tomar la palabra en la
asamblea (ho boulomenos). Pero no sólo eso, sino que es un «igual derecho a su
uso». La palabra del último vale tanto como la del primero en la lista. Y los
argumentos de los que antes eran nadie deben ser sopesados y tomados en cuenta
en la discusión pública.
Quizás deben tomarse
más en cuenta que los otros, ya que los que no tenían parte, léase el demos,
siempre son los más. Es decir, la condición de la igualdad y la posibilidad de
que sean muchos los que gocen esa condición es lo que le da el carácter
democrático al uso de la palabra. Waldron (2004) reedita ese escándalo.
Sostiene que la deliberación no es en sí misma democrática. La deliberación
solamente es democrática si quienes la practican gozan de igual poder
decisorio. Esto es, que la deliberación se dé en condición de igualdad. Más
aún, sostiene que no habiendo acuerdo tras la discusión, lo que se debe imponer
es la regla de la mayoría mediante una votación. Más escandaloso aún, puesto
que en una democracia el demos siempre es la mayoría. Y es exactamente esto lo
que ocurría en la ekklesía ateniense, como nos expone Held en la siguiente
cita: A pesar de que siempre se buscaba la unanimidad (homonoia) en la creencia
de que los problemas podían resolverse de manera adecuada para el interés
común, se reconocía la posibilidad de la existencia de grandes diferencias de
opinión y de enfrentamientos de intereses individuales.
La asamblea permitía
que los asuntos espinosos se aprobasen por la regla de la mayoría, tras una
votación formal. (2001, 36) Lo último nos da el pie para salir a la defensa de
una crítica recurrente a la democracia ateniense. Urbinati (2000) argumenta que
es falsa la condición de igualdad de palabra en la democracia ateniense. Las
diferencias educativas, la capacidad retórica de los más educados siempre
terminaba imponiéndose. Quienes conocen el arte del hablar pueden movilizar las
conciencias de las masas. Además, muchos asistentes eran pasivos y no hacían
uso de la isegoría. Arguye, por tanto, que la política era manejada por los
oradores que además eran asistentes activos. Urbinati echa mano a ese argumento
para sostener que las «democracias representativas» son superiores a las democracias
directas, puesto que quienes deliberan en el parlamento lo hacen en una
condición de igualdad que no se manifiesta en la democracia directa. Y además,
nos invita a considerar a los parlamentarios en analogía con los asistentes
activos de la democracia antigua. No obstante, yo sostengo que la posibilidad
de estar ahí, de presentarse, de ocupar ese espacio, de tener la igual
posibilidad de usar la palabra, y la obligación de ser convencido, moldea el
cauce de la discusión de una manera mucho más profunda que si no se estuviera
ahí. El orador, el retórico, se ve obligado a oír el argumento del pueblo y, al
mismo tiempo, obligado a convencerlos. Lo que implica, en alguna medida, que
tiene que satisfacer sus deseos9 . La democracia representativa, en cambio,
simplemente los excluye, los deja fuera, no los escucha. A mi juicio, el
resultadofinal de la discusión cambia radicalmente si los oyentes/hablantes son
los pocos o son los muchos10. Por ende, en la democracia el igual derecho al
uso de la palabra se transforma en el elemento esencial del poder político.
Para Vernant, el
sistema de la polis implicaba, ante todo, “una extraordinaria preeminencia de
la palabra sobre otros instrumentos de poder. [La palabra] llega a ser la
herramienta política por excelencia, la llave de toda autoridad en el Estado,
el medio de mando y de dominación sobre los demás” (2004, 61). En contraste al
argumento de Urbinati, la igualdad democrática sustentada en el poder del logos
representa el carácter radical de reconocer a todos como animales políticos. Es
el hablar y el persuadir a los otros y también el dominio sobre los otros… La
palabra aparece como ‘fuerza de persuasión’ (Peitho) o como ‘arma política’ (y
que) obedecía a los quehaceres de la democracia en la cual ‘cualquiera que
quiera’ disponía de ello no solo para seducir a otros ciudadanos, sino para
crear leyes... encarnada en el hombre corriente. (Ferrás 2010, 25-26) Sin
embargo, la «democracia representativa» impide el igual uso de la palabra por
parte de todos. Genera una división, un reparto, que define quiénes pueden
hablar y quiénes no. Es el doble espacio entre quienes están autorizados a
poseer logos y quienes sólo les queda disponible la phôné. Losrepresentantes,
en los palacios donde la libertad política se lleva a cabo en la Modernidad,
pueden y tienen derecho a hablar en condición de igualdad y constituir un mundo
común. El resto de los ciudadanos no tiene parte en ese reparto. Sus clamas no
son más que ruido, cuestión inaudible, inarticulable, fuera del mundo. Las
masas protestando en la calle no pueden expresar más que ruido. No puede haber
diálogo ahí, en donde unos hablan y los otros vociferan. La política
representativa, como bien lo observó Rousseau, extirpa la libertad a los
votantes. Al momento de desligarse del juego de la libertad mediante la
representación, la mayoría queda sujeta al juicio de quienes sí pueden ser
libres por medio del uso del logos. La herramienta política más fuerte sigue
siendo la isegoría, no obstante se ha reducido a un pequeño grupo selecto11,
que habla por todos, sin la necesidad (o más bien, sin la posibilidad) de
escuchar a los más12.
En definitiva, la
«democracia representativa» destruye uno de los principios basales en los
cuales la democracia fue constituida en Atenas. Aleja del centro de la polis al
pueblo, extirpándole su posibilidad de hablar, de argumentar sobre el mundo de
manera vinculante. Al igual que Aristóteles con su proyecto de
democracia-rural, despolitiza, extirpa la palabra de aquellos que en democracia
son vitales, es decir, el demos. Los reduce al espacio privado, despolitizando
hasta el punto de generar la más antigua artimaña política: la de limitar al
pueblo a un estado de mínimopensar (microphronein).
IV. Isotimia
Quizás el principio
más radical de la democracia ateniense y el menos replicado por las
«democracias representativas» sea el de la isotimia. Por isotimia entendemos la
facultad igualitaria de que cualquiera pudiese optar a los cargos públicos
mediante el sorteo. El sorteo entraña una facultad particularmente igualitaria,
el azar no genera distinción. Cualquiera que quisiera optar a una magistratura
podía ser electo si la suerte así lo estimase. El sorteo no puede diferenciar
entre quienes son más aptos, entre quienes están más preparados, entre clases
sociales. Escoge sin miramientos. En Atenas, si bien el poder legislativo era
asumido directamente por todos los ciudadanos al interior de la ekklesía, las
funciones ejecutivas y algunas legislativas eran desempeñadas la mayoría del
tiempo por una serie de magistrados, en los cuales se encontraban instituciones
ejecutivas como la Boulé (el Consejo), el arcontado (los magistrados), y la
magistratura judicial llamada Diakisterion (el Tribunal del Pueblo), entre
otras de menor importancia. Estas funciones no podían ser desempeñadas por todos,
por lo que había que seleccionar gente para que ocupase esos cargos13. Todos
estos cargos eran electos por sorteo, pero sólo pudieron ser ocupados por
cualquiera tras las reformas radicales de Clístenes. Me refiero particularmente
a dos. La primera es permitirles a todos los ciudadanos postular a las
magistraturas. La segunda, y más importante aún, es el pago del misthoi, es
decir, la institución de la misthophoria, que posibilita a los pobres renunciar
a sus asuntos laborales, desprenderse del mero vivir, del ejercicio de la
satisfacción de las necesidades para ingresar de lleno al ejercicio de la vida
pública, a la preocupación por el mundo. En efecto, la misthophoria funcionaba
inclusive para que los ciudadanos más vulnerables pudieran asistir a la ekklesía
en ocasiones de suma importancia.
Es necesario recalcar que
las magistraturas anteriormente señaladas no tenían responsabilidades
propiamente políticas, sino que más bien administrativas (Manin 1998). Sin
embargo, la posibilidad de que cualquiera pudiese disponer de esos cargos
expresaba una ruptura con todo lo anterior, en donde quienes tenían derecho a
ocupar las magistraturas solamente eran aquéllos que tenían título o tradición
para hacerlo. Además, el pago de un sueldo por ejercer dichos cargos servía
como una herramienta económica importante para la gente del demos (Canfora
1995). Dicho esto, podemos argumentar que las funciones de las magistraturas no
eran en lo absoluto representativas. A diferencia de lo que sostiene Manin, yo
afirmo que las instituciones administrativas no tienen como función volver a
presentar la voluntad ciudadana ni hablar en nombre de nadie. El pueblo cumple
por sí mismo su función política. Se presenta directamente en la asamblea y
define cuáles son sus sueños, sus deseos, el “hacia dónde vamos” de la
comunidad. A las magistraturas sólo les corresponde ejecutar la voluntad de la
ekklesia. En Atenas, “[t]odos tienen los mismos derechos. Pueden entrar en la
asamblea para votar y hablar, si así lo desean, pues el sistema representativo
no existe porque hubiera parecido una restricción oligárquica a la isegoría”
(Glotz 1957, 109). Más aún, el concepto de representación no era un concepto
político en el mundo clásico y vino a serlo recién a comienzos de la Modernidad
(Skinner 2005).
Otro aspecto de suma
importancia para comprender el carácter profundamente igualitario de la
isotimia es que la mayoría de los cargos duraban máximo un año sin posibilidad
de reelección y con la posibilidad de ser electo solamente dos veces en la vida
(Held 2001; Godoy 2012). Esto implica dos cuestiones fundamentales. En primer lugar,
la altísima rotación daba la posibilidad de que la mayoría de los ciudadanos
ejerciera un cargo público alguna vez en su vida. Y en segundo lugar, y más
importante aún, impedía la posibilidad de que los cargos políticos se
profesionalizaran (Manin 1998). Las funciones públicas debían ser ejercidas por
todos los ciudadanos. No se necesita de ningún conocimiento experto ni de una
labor profesionalizada dedicada completamente a la función del magisterio. Las
funciones públicas deben ser realizadas por amateurs (Hansen 1993 parafraseado
en Godoy 2012). “La democracia consistía en dejar los poderes decisivos en
manos de los aficionados, el pueblo que los atenienses consideraban los hoi
idiotai” (Manin 1998, 47-48), es decir las personas corrientes. “Este cualquiera
era el personaje clave en la democracia ateniense” (Ferrás 2010, 22). Pero esos
“cualquieras” no están liberados a su arbitrio. Los magistrados escogidos por
sorteo deben mantener la confianza pública y de traicionarla pueden ser
removidos y llevados a juicio público. Quienes ostentan cargos públicos deben
rendir cuentas ante la ekklesía durante sus funciones y al acabar las mismas.
La labor, por tanto, requería de una extrema fidelidad con los designios de las
mayorías.
En síntesis, la democracia consiste
fundar la igualdad política en el arbitrio de la suerte. Sólo la suerte no
selecciona mediante la diferencia. Así y con los mecanismos de prohibir la
reelección y los mandatos brevísimos se evita la profesionalización de la
política. La combinación de rotación y sorteo se correspondía con “una profunda
desconfianza hacia el profesionalismo”, fundada en la presunción de que si
intervenían profesionales en el gobierno, inevitablemente lo llegarían a
dominar (Manin 1998). Si se hubiese optado por la tecnificación de los cargos
públicos, los atenienses hubiesen optado por el mecanismo de la elección. De
hecho, en la democracia ateniense, el cargo de general militar (stratego) era
escogido de esa manera. Además era susceptible de ser reelecto indefinidamente.
Precisamente porque el cargo de dirigir a la milicia requiere de una techné que
no puede ser adquirida ni practicada por cualquiera. Es una labor nopolítica.
Si bien ante esta posición
se levantan una serie de argumentos contrarios (Canfora 2014; Urbinati 2000),
como la preeminencia política que tuvieron generales de guerra en las
decisiones asamblearias (por ejemplo Cleón, o sobre todo Pericles, reelecto un
gran número de ocasiones). Me arriesgo a sostener que la preeminencia pública
de ciertos líderes no implicaría una oligarquización de la política democrática
ateniense. En primer lugar, porque los líderes retóricos o demagogos se veían
obligados a satisfacer a los deseos de las mayorías y no podían avanzar en
posiciones argumentales que se dirigiesen en contra de los intereses del demos
(Platón, República VI, 493a-d; Ober, 1993). Y en segundo lugar, porque las
decisiones soberanas siguen siendo de exclusividad de la decisión de la
ekklesia en su conjunto. Por lo tanto, y volviendo a lo expuesto más arriba,
las élites eran confinadas a labores técnicas, nopolíticas, como las que
requerían de conocimientos y destrezas militares. En relación a lo anterior,
Platón, enemigo de la democracia y favorable a los gobiernos fundados en la
techné o la areté, sostiene de manera clara en las Leyes la diferencia entre el
mecanismo electivo y el del sorteo. Argumenta que la elección permite la
selección de los mejores, de los más capacitados, para hacerse cargo de las
instituciones. Es decir, empuja la selección de los magistrados hacia lo justo,
“dando a cada uno lo adecuado a su naturaleza; y también en cuanto a
distinciones, concediéndoselas siempre mayores a los más excelentes en punto a
virtud y al contario a los que son de manera distinta por lo que toca a virtud
y educación, distribuyendo proporcionalmente lo conveniente para cada cual”, en
otras palabras, es “la igualdad asignada en cada momento a desiguales según su
naturaleza” (Leyes, 757c-d). Es lo que se define como la igualdad geométrica u
oligárquica. Es la idea de la justicia que distribuye las posiciones y las
jerarquías de acuerdo a las virtudes de cada cual. En cambio, el sorteo –agrega
Platón– pretende otro tipo de igualdad, la aritmética o democrática. Es una
igualdad perjudicial pues trata de equiparar lo inigualable. Trata de darles lo
mismo a personas que no son iguales, dado que difieren en cuanto a sus
capacidades. Platón opta por la primera, y por ende, por el mecanismo electivo.
Rompiendo así con el escandaloso principio de la isotimia.
Esto nos da el pie, por contraste, para analizar el mecanismo por excelencia para escoger los cargos públicos en las «democracias representativas»: la elección. Hoy el voto se entiende como la característica sine qua non de la democracia. Dahl (1989) afirma que es una de las cualidades necesarias para considerar si estamos o no en presencia de una democracia. No obstante, como ya hemos revisado, esto no es del todo correcto y no debe tomarse a la ligera. Aun así, a pesar que Aristóteles, Montesquieu y Rousseau hayan identificado las elecciones con los gobiernos oligárquicos o aristocráticos. O que Madison diferenciara la república de la democracia, precisamente, porque la primera escogía a sus gobernantes mediante el sufragio, mientras que la segunda lo hacía por sorteo.
Las democracias modernas han
abrazado el principio electivo sin tomar en consideración alguna el mecanismo
del sorteo (Ihl 2004). “La representación sólo se ha asociado con el sistema de
elección, a veces combinado con la herencia (como en las democracias
constitucionales), pero nunca con el sorteo” (Manin 1998, 8). Pero el uso de la
elección y el olvido del azar no pueden atribuirse al crecimiento de los
estados modernos y a la imposibilidad de reunir a todo el pueblo en la
asamblea. Puesto que, sería perfectamente factible seleccionar el pequeño 30
número de parlamentarios y otros cargos ejecutivos mediante el sorteo. Benjamin
Constant ([1819] 1995) fue uno de los primeros en sostener que dadas las
dimensiones de las nuevas sociedades es imposible el ejercicio directo de la
democracia, y que por tanto no queda otra opción que escoger a representantes
mediante el ejercicio de la votación. Sin embargo, es erróneo reducir sorteo a
democracia directa y voto a representación.
El mecanismo del sorteo puede acomodarse perfectamente a ambas modalidades. Pettit (2010) da cuenta de esta posibilidad. El filósofo inglés nos presenta un modelo interesante que combina representación y sorteo en una sociedad moderna. Lo que Pettit sugiere es que si pensáramos una representación indicativa, podríamos escoger nuestros representantes mediante el arbitrio del azar. Esto significa que dividiendo por cohortes (ya sean étnicos, políticos, socioeconómicos, religiosos, etarios, etcétera) podríamos seleccionar mediante lotería quiénes serían los indicados para representar esas subjetividades, partiendo del principio antifederalista14 de la proximidad. En otras palabras, el argumento sostiene que sujetos parecidos, próximos a las realidades de un grupo, con vivencias regularmente compartidas, pueden representar de mejor modo que aquéllos que sólo se aproximan a los electores de manera programática. Y que, dada esa condición de proximidad, no es necesario seleccionar a alguien en particular, sino que esa representación puede ejercerla cualquiera. Expresado lo anterior, podemos sostener que lo que hay tras la instauración de la elección no es una respuesta inocente al crecimiento demográfico.
Lo que está detras del voto son otras intenciones. De esas intenciones ya he hablado en otro lugar, sin embargo es necesario volver sobre ellas y profundizar el estudio sobre dichas intenciones y sobre sus efectos. Como ya se expuso en este trabajo, tanto Madison en Estados Unidos como Sieyès en Francia sostenían que el principio de la elección permitía la posibilidad de filtrar la entrada de cualquier ciudadano al gobierno, favoreciendo el ingreso de las personas virtuosas. Es el mismo diagnóstico de Platón, sin embargo ninguno de los dos se extiende mucho más sobre el porqué de dicha afirmación. Para ahondar en esta tendencia aristocrática uoligárquica de la elección me apoyaré en dos trabajos. Los trabajos de Manin (1998) y Fearon (1999). Yo sostengo que las elecciones, a diferencia de lo que se afirma en la Ciencia Política y lo que se cree en el común de la ciudadanía, no son democráticas. A pesar de la ampliación casi total del sufragio, eso no implica que el funcionamiento de las elecciones generen resultados similares al principio de isotimia que fundaba la igualdad de optar a cargos públicos en la democracia ateniense. Al contrario, van en una lógica muy distinta. Manin (1998) nos expresa una teoría pura sobre los efectos aristocráticos de las elecciones. Señala que las elecciones generan cuatro efectos que dañan la igualdad política: 1) el tratamiento desigual de los candidatos; 2) la distinción de candidatos requerida por una situación selectiva; 3) ventajas que confiere la preeminencia a la hora de llamar la atención; y 4) el coste de diseminar la información. Brevemente, lo que Manin argumenta con estos cuatro puntos es que la elección obliga a los electores a distinguir entre las opciones, diferenciando alguna cualidad que lo haga superior a sus rivales rompiendo con el principio de la igualdad política. Los candidatos deben explotar alguna característica que sea bien valorada por los electores. Debe demostrarse competente, simpático, osado o bien moderado. Sea como sea, debe expresar una cualidad que lo distinga, que le otorgue una superioridad sobre el resto. Por ende, el candidato que sobresalga tendrá mayores posibilidades de ser electo. Por sí mismas, las elecciones favorecen a individuos que destacan sobre los demás. Es decir, “benefician a individuos considerados superiores al resto” (ibíd., 177). Pero quizás la característica más desigual de todas es el alto costo que tiene realizar campañas políticas. Si bien la mayoría de las Constituciones “democráticas” establecen que cualquiera puede optar a un cargo público, para poder ganar una elección es necesario diseminar información, hacerse conocido. No obstante, el precio de hacer esto es altísimo. Las campañas electorales son multimillonarias y no aseguran el triunfo. Sin duda, en sociedades desiguales económicamente, quienes desean optar a cargos públicos requieren de un alto poder adquisitivo, o bien deben obtener el dinero asociándose con poderes económicos o con amplias maquinarias políticas. Esto último deja supeditada la voluntad del candidato al arbitrio de quienes financiaron su eventual llegada al cargo público (ibíd.; Downs 1992; Piñeiro 1998; Peña 2002; Córdova et al. 2006; Brown 2010).
En consecuencia, la elección
interfiere con el principio de la isotimia de diferentes maneras. Imposibilita
la oportunidad de que cualquiera opte a un cargo público, ya sea porque se
rompe con el principio de la igualdad, ya que los candidatos deben mostrarse
superiores al resto, ya sea porque para poder hacer campaña política se
necesitan altísimas sumas de dinero. No obstante, muchos politólogos (Dahl
1989; Manin et al. 1999; Sartori 2008) argumentan que existe un carácter
democrático en las elecciones, puesto que los electores pueden sancionar a sus
gobernantes al finalizar cada mandato. Es lo que en politología se conoce como
accountability vertical. No obstante, Fearon (1999) falsea dicho axioma. Él sostiene
en un estudio empírico que en realidad los votantes al momento de realizar el
acto del sufragio lo hacen más prospectivamente que retrospectivamente. El
votante, antes que castigar, pone en la balanza quién, dadas las opciones en
disputa, puede hacerlo mejor en un eventual gobierno futuro. Primariamente, el
control o castigo no opera. La ciudadanía, por lo general, no ejerce su función
de control ni una rendición de cuentas al momento de votar. Lo que hace más
bien –según Fearon– es seleccionar “buenos tipos”15. Es decir, escoger a quién
sería el mejor para asumir el gobierno futuro. Superioridad pues, y no
igualdad. Aristocracia pues, y no democracia.
V. Conclusión
En definitiva, en este
artículo he expuesto cómo los principios fundacionales de la democracia
ateniense son lesionados por los principios que fundan las «democracias
representativas» modernas.
Expuse cómo laisonomía no se condice con el principio de la igualdad ante la ley del gobierno representativo y con su institucionalización extrema garantizada en la idea de Estado de Derecho. La igualdad de derechos políticos no se cumple, separando entre quienes pueden cumplir la función de la libertad política y los que no. La «democracia representativa» no se toma en serio la cuestión de la igualdad política y la reduce al acto individualista del sufragio universal y de la institución de ciertos derechos políticos que en la práctica difícilmente pueden ser llevados a cabo por todos. Del mismo modo, se traicionan los dos principios que subyacen del concepto de isonomía: isegoría e isotimia. En primer lugar, se puede identificar fácilmente cómo se lesiona la isegoría. La policía con su distribución le otorga la posibilidad de hablar, de ocupar el logos de manera vinculante, sólo a quienes detentan el poder y están autorizados para hacerlo por la vía electoral, dejando afuera por períodos fijos a la mayoría, a la que se la considera inaudible, puesto que sólo puede expresar ruido. Su condición de desigualdad no le permite establecer un diálogo horizontal que les permita entablar un diálogo común en la esfera del poder. Por lo tanto, el pueblo (demos) delega su poder (krateïn) la mayoría del tiempo. Finalmente, observé cómo el mecanismo del voto rompe con la posibilidad de que cualquiera pueda optar a los cargos públicos.
La isotimia, a mi
juicio, es el principio más dañado de todos. La elección impide la igualdad
política de diversas maneras, ya que obliga a distinguir entre candidatos,
obliga a disponer de recursos cuantiosos para poder mostrarse y así ser electo,
pero más aún, porque es esencialmente aristocrática, ya que predispone a los
votantes a escoger a candidatos que sean superiores al resto, dañando la
igualdad de que cualquiera pueda hacerse cargo de los asuntos públicos y
comunes. Por lo tanto, los fundamentos de las denominadas «democracias
representativas» dañan a la democracia originaria. En esa medida, creo que la
democracia moderna no se toma tan en serio la cuestión de la igualdad política
y más bien sostiene su base institucional en la autorización de las élites
mediante el sufragio popular. El pueblo reducido al electorado lo deja fuera de
la posibilidad de actuar y de tomar parte en la estructuración de su mundo. Se
manifiesta así como una forma de gobierno en la cual las personas corrientes no
tienen papel en la igualdad política, la cual ha sido limitada al ejercicio de
las élites profesionalizadas. Por ende, avanza en una dirección muy distinta a
la soberanía popular de todos, que fundó la democracia en Atenas, puesto que,
la democracia ateniense como forma de asociación recelosa de la
profesionalización política, que confía el derecho a gobernar a la suerte
(Manin 1998; Held 2001) y que sostiene el régimen intermitente que da cabida a
lo propio y a lo común (Rancière 1994) se dirige en lógicas contrarias a lo que
las democracias modernas sugieren como fin o fundamento. Para cerrar, sostengo
que observar nuevamente los principios democráticos de la Antigüedad nos puede
dar luces de cómo afrontar el tema de la igualdad política. Entender la
democracia ateniense como modelo, puede ser útil para repensar el concepto de
autogobierno y al mismo tiempo contrastar en dónde se manifiestan las causas de
la actual crisis de representación.
(*)De " Repensar la igualdad democrática. Isonomia, isegoria, isotimia" Diego I. Córdova Molina* Universidad Diego Portales . Politólogo de la Universidad Diego Portales y estudiante de Máster en Comunicación Política en la Universidad de Chile.
1.-Tal como aparece
expresado por primera vez en Historia de Heródoto en donde en palabras de
Otanes se señala que “el gobierno de los más, de la mayoría lleva el nombre más
bello: isonomía” (III, 80, 6). Acá se puede evidenciar que por isonomía se
entendía una forma de gobierno. Un tipo de politeia. Quienes abrazaban el
gobierno democrático le hacían llamar a la demokratía con el nombre de
isonomía. Esta es considerada la primera referencia histórica al gobierno
popular o democrático. Usaba el nombre de isonomía (Godoy 2012). 2 Más
específicamente se refiere a la ley humana. Ya que las fuentes de la ley para
los griegos tenían dos orígenes. Por una parte está la ley divina, anterior a
la humanidad, designada por los dioses y denominada themis. Esta ley no humana
representa el código legal más antiguo conocido en la sociedad helénica y tenía
su fundamento en la naturaleza (physis) por lo que era incuestionable. Mientras
que por otra parte está la convención o contrato legal pactado entre hombres
(nomos). El nomos sí puede ser sujeto a revisión y reforma, pues emana de la
falibilidad humana (Glotz 1957; Canfora 1995; Ferrás 2010; Godoy 2012). En dos
libros de Platón pueden encontrarse discusiones interesantes sobre esta doble
vertiente. Más específicamente sobre el origen de la justicia (diké) ya sea si
proviene de una vertiente natural (physis), como defendía Sócrates en la
República (I y II) y en el Gorgias, o bien si es pura convención humana (nomos)
como defendían Trasímaco, Adimanto y Glaucón en la República (I y II) o
Calicles en el Gorgias.
2 El Estado liberal
consistía en el juego de partidos políticos competitivos y en la existencia de ciertas
libertades o derechos garantizados –libertad de expresión y de prensa, de
asociación y de religión, además de las libertades de la propia persona… Se
entendía que estas libertades o privilegios, eran buenos intrínsecamente,
además de necesarios para la marcha de un sistema competitivo de partidos.
(1968, 63)6 Lo que se expresa aquí no son más que lo que Rawls (1979) llama las
libertades básicas expresadas en su primer principio de justicia. Para Rawls
son libertades necesarias para una sociedad ordenada que permita el juego
democrático, pero esto no puede ser aceptado de buenas a primeras. Como bien
observa Macpherson, estas libertades son antes características de una sociedad
liberal que democrática. El juego de partidos competitivos existía incluso
antes de la ampliación del sufragio. De hecho, una sociedad así ya existía en
la Inglaterra de finales del siglo XIX, cuando la participación ciudadana
alcanzaba apenas el 17% de la población adulta (Dahl 2005). La fundación del
Estado de Derecho y del entramado institucional y representativo inspirado en
Montesquieu fue antes un reconocimiento de la nueva sociedad individualista y
de “la idea de proporcionar las condiciones necesarias para la implantación de
una sociedad mercantil” (Macpherson 1968, 63) que unos requerimientos para
fundar la igualdad política y la soberanía popular. Basándome en Macpherson y
en los estudios de las fundaciones de las Repúblicas modernas, sostengo que la
institución del Estado de Derecho es antes un diseño y una decisión política
que una cuestión asociada a la naturaleza humana. La democracia como poder
popular es desechada por la hegemonía Occidental, basada en su sociedad
3 Es necesario señalar que
el concepto isonomía no tiene un uso exclusivo sólo en el gobierno democrático.
Como bien nos advierte Arendt (1997), por isonomía se designa una relación
entre iguales que pueden hacerse cargo del mundo dada su consagración política
en la ley. Pero esos iguales no tienen por qué ser los muchos (hoi polloi) ni
la mayoría (plethoi), sino que bien pueden ser los pocos (hoi oligoï) o los
mejores (hoi aristoï), es decir, puede ser una condición entre quienes ostentan
la posibilidad de ser ciudadanos en una oligarquía o en una aristocracia. No
obstante, la historia muestra que la referencia exacta define que la isonomía
es el principio básico e infaltable de las democracias hasta el punto de ser
sinónimos (Canfora 1995; Glotz 1957; Godoy 2012, entre otros). 4 Existen
suspicacias respecto a que en el original, Pericles haya usado el término
demokratía. Como bien es sabido, la palabra democracia fue inventada por sus
detractores, aquellos que odiaban la cosa, tales como Platón o Jenofonte
(Canfora, 1993; Ranciére, 2006a; 2006b). Entre los detractores del gobierno
isonómico se encontraba Tucídides. Es por ello que se presume que el
historiador deliberadamente usó el término demokratía para darle una
connotación despectiva o negativa. Aunque, por otra parte, Óscar Godoy (2012)
nos advierte que el en el Siglo de Oro de la democracia ateniense, siglo en que
Pericles tuvo su máxima influencia, la palabra democracia estaba absolutamente
vigente en el vocabulario común de los griegos de la época. Del mismo modo,
Canfora (1995) argumenta que es muy probable que Pericles haya usado el término
demokratía, puesto que los señores eran quienes acuñaban los términos del
lenguaje y la cultura política. La palabra democracia no era un concepto
problemático para Pericles, siempre y cuando estuviera relacionado con el
concepto de libertad (eleutheria).
5 En la teoría política, los
últimos intentos de importancia por revitalizar esta idea, este modelo, con
todas sus implicancias, se presentan en El contrato social de Rousseau y en
reflexión hecha por Marx (y posteriormente Engels) sobre la Comuna de París
(extraído de la recopilación hecha por Ediciones Akal. La referencia es: Marx,
Engels, Lenin. 2011. La comuna de París. Madrid: Akal)
6 La definición minimalista
más aceptada es la que nos ofrece Robert Dahl (1989, 15), quien expone ocho
condiciones mínimas para observar en qué medida un país es «democrático» o no.
Las condiciones son las siguientes: 1) Libertad de asociación; 2) Libertad de
expresión; 3) Libertad de voto; 4) Elegibilidad para el servicio público; 5)
Derecho de los líderes políticos a competir por el voto o derecho a luchar por
él; 6) Diversidad de fuentes de información; 7) Elecciones libres e
imparciales; y 8) Instituciones políticas que granticen que la política del
gobierno dependa de los votos y demás formas de expresar preferencias
7 No obstante, no podemos
atribuirle el nombre de democracia a esa sociedad sino hasta la entrada de los
partidos de masas y la ampliación real del sufragio a toda la ciudadanía
(Macpherson 1968). Y fue producto de una estrategia de la élite política. El
cambio semántico de la palabra democracia radica precisamente en una
reformulación del concepto pueblo que lo reduce a su papel agregativo. Ahora el
pueblo no es más que una suma de individuos, se consagra así el principio
liberal. A medida que el concepto fue ganando popularidad en la ciudadanía, la
élite republicana y económica, otrora reconocidamente antidemocrática,
reformuló el concepto para usarlo a su favor como estrategia de legitimación
política. Sobre esto es recomendable leer Rosanvallon (1995). También es interesante
analizar el estudio de Dahl (2005) donde deliberadamente usa el concepto
república y democracia como sinónimos. A pesar de reconocer, páginas antes, la
distinción profunda que dichos conceptos y modelos tenían haca tan sólo un
siglo atrás.
8 Arendt en La Condición
Humana (2005) nos recuerda que significa la palabra “privado”, característica
central de la libertad en el día de hoy. La libertad moderna se remite a lo
privado, puesto que existe una privación, algo a lo que no se le permite acceder.
Es precisamente la polis, lo público, lo común a donde ya no tiene posibilidad
de ingreso el hombre común. Es decir, está privado de la posibilidad de
ingresar a ese mundo.
9 Es por lo mismo que Platón
acudía a la figura de la “bestia grande y robusta” (República VI, 493a-d) que
necesita ser adulada por los demagogos. Argumenta que el gran problema de la
democracia es que el pueblo sólo le gusta ser guiado por sus pasiones (pathoi)
y le gusta escuchar sólo lo que sus integrantes desean. Es el problema de la
democracia, que se deja llevar por aquellos aduladores que replican mediante la
palabra las pasiones del demos. Aristóteles recusa una crítica similar en la
Política (IV, 4). Aristóteles sostiene que el problema de la democracia es que
las decisiones siempre las toma la mayoría, y que la mayoría en toda comunidad
son los pobres, léase, el demos. El demos en general ––según Aristóteles–– toma
decisiones de clase, pasando a llevar a los más acaudalados.
10 Un contrapunto
actualizado puede ser hallado en el último libro de Luciano Canfora, El Mundo
de Atenas (2014). En el primer capítulo, el filólogo italiano sostiene que la
democracia ateniense tenía profundos sesgos oligárquicos, ya que, a pesar de
que en teoría cualquiera podía hacer uso de la palabra en la ekklesía, no
obstante la mayoría de las veces sólo hablaban los rhétores, que tenían
habilidad para articular sus argumentos. Del mismo modo, más que deliberaciones
razonadas y argumentativas, lo que ocurría en la asamblea era una lucha de
fuerzas, en donde se imponían los gritos y las ofensas. Para llegar a estas
conclusiones, Canfora utiliza fundamentalmente la comedia de la época,
particularmente Los acarnienses de Aristófanes. Personalmente, creo que de
haber sido así, no podrían explicarse las reclamaciones de Platón sobre el modo
de actuar de los demagogos y el demos en la asamblea (República, VI y VIII), y
del poder de las mayorías en democracia, expuesto por Aristóteles (Política,
VI). Una defensa contra el argumento de la oligarquización de la democracia
clásica puede ser encontrado también en Ober (1993).
11 En similitud con el
privilegio del uso de la palabra en las oligarquías. Tal como expone Manin
(1998), en las oligarquías, no hablan todos los que desean, sino sólo los que
tienen autoridad (en men tais oligarchais Duch ho boulomenos, all’ho dynasteuon
demegorei). La autorización en el gobierno representativo lo da el triunfo
electoral. Institución (el voto) utilizada para escoger cargos en los gobiernos
aristocráticos u oligárquicos de la Antigüedad. 12 Es precisamente la
distinción política/policía. Como sostiene Rancière, la policía concierne al
principio de la división de lo sensible alrededor del cual se distribuyen las
estrategias y las técnicas de exclusión. La policía instaura la estructuración
del espacio social, la repartición de las competencias, de roles, de títulos y
de aptitudes en busca de lo completo. Finalmente, separa los cuerpos entre
quienes tienen derecho a lo común (los parecidos, los provistos de palabra) y
aquellos que no tienen parte (los diferenciados, desprovistos de palabra).
13 Las funciones de dichas
magistraturas oscilaban principalmente entre preparar la agenda de la asamblea,
investigar si quienes postulaban a los cargos cumplían con los requisitos
necesarios (diokimasía), redactar las resoluciones que emergieran de la
asamblea (Boulé), realizar festividades, rituales religiosos, regular los
ingresos de los más ricos, llevar a cabo las resoluciones de la ekklesía
(Archontes), arbitraje en asuntos legales si es que las partes apelaban la
decisión de la asamblea, y juicios políticos por ilegalidad (graphè paranomôn)
(Diakisterion).
14 Sobre el pensamiento
antifederalista y su teoría de la representación, se recomienda Storing (1981).
15 Una especie de
accountability es más fácil de ser identificado en la democracia ateniense. Las
magistraturas debían contar con la venia de la asamblea popular. El control
estaba sobre ellos siempre, los cuales podían ser removidos antes de terminar
su función si es que perdían la confianza del pueblo. Del mismo modo, al
terminar el período de su cargo, ellos podían ser llamados a dar cuentas de la
labor que habían realizado, a pesar de que no podían ser reelectos. Y si acaso,
la asamblea consideraba que la función del magistrado había traicionado los
principios democráticos, podía ser juzgado públicamente (Glotz 1957; Ober 1993;
Manin 1998; Godoy 2012).
BIBLIOGRAFIA:
Accarino, Bruno. 2003.
Representación. Buenos Aires: Nueva Visión. Arendt, Hannah. 1996. “¿Qué es la
libertad?” y “La crisis de la educación”. En Entre el pasado y el futuro.
Barcelona: Península. ———. 1997. ¿Qué es la Política? Barcelona: Paidós. ———.
2004. Sobre la revolución. Madrid: Alianza. ———. 2005. La Condición Humana.
Barcelona: Paidós. Aristóteles. 2000. Política. Madrid: Gredos. ———. 2000. “La
constitución de Atenas”. En Las constituciones griegas, editado por Aurelia
Ruiz Sola. Madrid: Akal. Bauman, Zygmunt. 2009. “Del ágora al mercado”. En
Daños Colaterales. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. Bensaïd, Daniel.
2010. “El escándalo permanente”. En Democracia ¿en qué estado?, editado por
Giorgio Agamben. Buenos Aires: Prometeo Libros. Brown, Wendy. 2010. “Hoy en
día, somos todos demócratas”. En Democracia ¿en qué estado?, editado por
Giorgio Agamben. Buenos Aires: Prometeo Libros. Canfora, Luciano. 1995. “El
ciudadano”. En El hombre griego editado por Jean-Pierre Vernant. Madrid:
Alianza ———. 2014. “¿Quién pide la palabra?”. En El mundo de Atenas. Barcelona:
Anagrama. Castells, Manuel. 2010a. Comunicación y Poder en la Sociedad Red.
Conferencia UDP. ———. 2010b. Comunicación y poder. Madrid: Alianza. Castillo,
Vasco. 2010. “Política, democracia, igualdad”. Revista Mapocho 70, DIBAM.
Constant, Benjamin. 1995. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los
modernos”. Selección de textos políticos de Benjamin Constant compilado por
Óscar Godoy Arcaya en Estudios Públicos 59, extraído del Centro de Estudios
Públicos: http://www.cepchile.cl Córdova, Lorenzo y Ciro Muruyama. 2006.
Elecciones, dinero y corrupción: Pemexgate y Amigos de Fox. Aguilar, León y Cal
Editores. Dahl, Robert. 1989. La Poliarquía: participación y oposición. México
D.F.: Tecnos. ———. 1992. “La Poliarquía”. En Diez textos básicos de ciencia
política, editado por Albert Batlle. Barcelona: Ariel. ———. 2005. La
democracia: una guía para los ciudadanos. México D.F.: Taurus. Downs, Anthony.
1992. “Una teoría económica para la democracia”. En Diez textos básicos de
ciencia política, editado por Albert Batlle. Barcelona: Ariel. Easton, David.
1992. “Categorías para el análisis sistémico de la política”. En Diez textos
básicos de ciencia política, editado por Albert Batlle. Barcelona: Ariel.
Fearon, James. 1999. “Selecting Good Types Versus Sanctioning Good
Performance”. En Democracy, Accountability and Representation, de B. Manin, A.
Przeworski y S. Stokes. New York: Cambridge University Press. Ferrás, Graciela.
2010. “El advenimiento de lo común: pensamiento y política en la Grecia
clásica”. En Ecos del pensamiento político clásico, compilado por Miguel Ángel
Rossi. Buenos Aires: Prometeo Libros. Finley, Moses. 2000. La Grecia Antigua:
Economía y sociedad. Barcelona: Crítica. Gargarella, Roberto. 1995. “Crisis de
representación y constituciones contramayoritarias”. Isonomía: Revista de
Teoría y Filosofía del Derecho 2: 89-108. Edición digital de la
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes por cortesía del editor. Godoy, Óscar.
2012. La democracia en Aristóteles: los orígenes del régimen republicano.
Santiago de Chile: Ediciones UC. Glotz, Gustave. 1957. “La ciudad democrática”.
En La ciudad griega. México D.F.: Editorial Hispano Americana. Hamilton,
Alexander, James Madison y John Jay. 1994. El Federalista. México: Fondo de
Cultura Económica. Held, David. 2001. Modelos de Democracia. Madrid: Alianza. Heródoto.
2008. Historias. Madrid: Gredos. Ihl, Olivier. 1999. El voto. Santiago de
Chile: LOM. Lefort, Claude. 1994. “Democracia y el advenimiento de un lugar
vacío”. En La invención democrática. Buenos Aires: Nueva Visión. ———. 2004. “La
cuestión de la democracia”. En La incertidumbre democrática. Barcelona:
Anthropos. Macpherson, C.B. 1968. La realidad democrática. Barcelona:
Fontanella. ———. 2009. La democracia liberal y su época. Madrid: Alianza.
Manin, Bernard. 1998. Los principios del gobierno representativo. Madrid:
Alianza. Manin, Bernard, Adam Przeworski y Susan C. Stokes. 1999. “Elections
and representations”. En) Democracy, accountability, and representations,
editado por Manin, Bernard et al. New York: Cambridge University Press.
Maquiavelo, Nicolás. 2008. Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
Madrid: Alianza. Marx, Karl, Friederich Engels y Vladimir Lenin. 2011. La
comuna de París. Madrid: Akal. Montesquieu, Charles. 1972. Del espíritu de las
leyes. Madrid: Tecnos. Mouffe, Chantal. 2003. La paradoja democrática.
Barcelona: Gedisa. ———. 2007. En torno a lo político. México D.F.: Fondo de
Cultura Económica. Peña, Carlos. 2002. “El sonido del dinero: el gasto
electoral y la libertad de expresión”. Estudios Públicos 87: 131-174. Pettit,
Philip. 2010. “Representation, Responsive and Indicative”. Constellations: An
International Journal of Critical and Democratic Theory 17 (2): 426-434.
Piñeiro, Rafael. 2008. “Sistemas electorales y corrupción: entre el estímulo y
la disuasión”. Revista de ciencia política 28 (2): 187-194. Disponible en
http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sco_arttext&pid=S0718-
090X2008000200008&lng=es&tlng=es.10.406/S0718- 090X2008000200008
Pitkin, Hannah Fenichel. 1972. “Acting for: Descriptive Representation”,
“Standing for: Symbolic Representation”. En The Concept of Representation. Los
Angeles: University of California Press. Platón. 1998. Gorgias en Diálogos
(vol. II). Madrid: Gredos. ———. 1999. Leyes en Diálogos (vol. VIII) (tomo I).
Madrid: Gredos. ———. 2000. República en Diálogos (vol. IV). Madrid: Gredos
Polibio. 2000. Historias. Madrid: Gredos. Ober, Josiah. 1993. “Public Speech
and the Power of the People in Democratic Athens”. PS: Political Science and
Politics, September: 481- 85. Rancière, Jacques. 1994. En los bordes de lo
político. Santiago de Chile: Universitaria. ———. 1996. El desacuerdo: filosofía
y política. Buenos Aires: Nueva Visión. ———. 2006a. El odio a la democracia.
Buenos Aires: Amorrortu. ———. 2006b. Política, policía, democracia. Santiago de
Chile. LOM. ———. 2010. “La democracia contra la democracia (entrevista)”. En
Democracia, ¿en qué estado?, compilado por Giorgio Agamben. Buenos Aires:
Prometeo Libros. ———. 2011. Momentos Políticos. Madrid: Clave Intelectual.
Rawls, John. 1979. Teoría de la justicia. México D.F.: Fondo de Cultura
Económica. Rosanvallon, Pierre. 1995. “The History of the Word ‘Democracy’ in
France”. Journal of Democracy 6 (4): 140-154. ———. 1999. La consagración del
ciudadano. Historia del sufragio universal en Francia. Guadalajara: Instituto
Mora. ———. 2007. La Contrademocracia: La política en la era de la desconfianza.
Buenos Aires: Manantial. ———. 2009. La legitimidad democrática: imparcialidad,
reflexividad, proximidad. Buenos Aires: Manantial. ———. 2012. Redes de
indignación y de esperanza. Madrid: AlianzaRousseau, Jean-Jacques. 1993. El
Contrato Social. Barcelona: Altaya. Ruby, Christian. 2010. Rancière y lo
político. Buenos Aires: Prometeo Libros. Rummens, Stefan. 2012. “Staging
deliberation: The role of representative institutions in the deliberative
democratic process”. Journal of political philosophy 20 (1): 23-44. Sartori,
Giovanni. 2009. La democracia en 30 lecciones. Montevideo: Taurus. Schumpeter,
Joseph. 1996. Capitalismo, socialismo, democracia. Barcelona: Folio. Skinner,
Quentin. 2005. “Hobbes on representation”. En European Journal of Philosophy 13
(2): 155-184. Storing, Herbert. 1981. What the Antifederalists were for? The
polítical thought of the opponents of Constitution. Chicago: University of
Chicago Press. Tocqueville, Alexis de. 1978. La democracia en América. México:
FCE. ———. 1985. “Selección de escritos de Alexis de Tocqueville” compilado por
Joaquín Barceló en Estudios Públicos 20, extraído del Centro de Estudios
Públicos: http://www.cepchile.cl Tucídides. 1992. Historia de la Guerra del
Peloponeso (Libros I-II). Madrid: Gredos. Urbinati, Nadia. 2000.
“Representation as Advocacy: a Study of Democratic Deliberation”. Political
Theory 28. ———. 2005. “Continuity and Rupture: the Power of Judgment in
Democratic Representation”. Constellations 12 (2): 194-222. Vernant,
Jean-Pierre. 1995. “El hombre griego”. En El hombre griego, editado por
Jean-Pierre Vernant. Madrid: Alianza. ———. 2004. Los orígenes del pensamiento
griego. Buenos Aires: Paidós. Waldron, Jeremy. 2004. "Deliberación,
desacuerdo y votación". En Democracia deliberativa y derechos humanos,
compilado por Harold Hongju Koh y Ronald C. Slye. Barcelona: Gedisa. Walzer,
Michael. 1993. Las esferas de la justicia. Madrid: Fondo de Cultura Económica.
Wolin, Sheldon. 1993. “Democracy: Electoral and Athenian”. PS: Political
Science and Politics 26 (3). Williams, Raymond. 2000. Palabras clave: un
vocabulario de la cultura y la sociedad. Buenos A
No hay comentarios:
Publicar un comentario