Una máxima moral de sabiduría antigua nos dice que “el exceso aflige al sabio más que lo escaso al ignorante”. No hace falta colocarse en esta polarización exagerada de sabios e ignorantes y clasificarnos nosotros mismos vanidosamente como sabios frente a muchedumbres ignorantes para darse cuenta de algo que todos y todas, experimentamos sin duda: el hartazgo de Reina muerta. Parecería ser que los únicos en no darse cuenta de esto son los organizadores de la programación televisiva. Quizás porque les va el sueldo en ello.
Que se nos pone Reina
hasta en la sopa es un exceso incomprensible de ritos simbólicos que no son necesarios.
¿Tan quebrantado está el poder, el Estado en general, que necesita este fortalecimiento por sobreabundante de formas simbólicas? ¿ Tanta subversión reformadora se da para justificar una barroca contrarreforma
de propaganda de valores que significan
poder, desigualdad y riqueza? No es necesario
ser historiador, y basta ser una persona atenta lectora de actualidad para darse cuenta. No existe proporción entre
el hecho del fallecimiento de una funcionaria ya inactiva de un país ya en un proceso
de decadencia hace tiempo hasta el punto de
haberse reducido a ser ya de irrelevancia
mundial comparándolo con los fastos desorbitados de su exaltación.
Hubo un sublime imitador
surrealista de las maneras oficiales de lo que
hoy se celebra en el Reino Unido : aquel
Idi Amin Dada de carrozas doradas , escoltas con caballos emplumados y uniformes que en Uganda
paseaba, como su admirada monarca, su magnifica autoridad. El desprecio que se le tuvo no correspondía a su
responsabilidad en un Estado sanguinario sino a su negrura. Porque, en efecto, el reino colonial de nuestra blanquísima majestad no le quedó a
la zaga en materia de salvajismo y persecución de quienes se opusieron a su imperio
reclamando independencia. Por no citar más que uno entre muchos ejemplos, véanse
los millones de exterminados, hombres y mujeres en Kenia. En los mismos años en
que Isabel, hoy muerta, y antes muy viva , se trasladaba en carroza como
un Amin Dada retrospectivo , sus civilizados blanquísimos funcionarios castraban y cegaban con cemento
el ano de los prisioneros keniatas que pedían ser libres violando además a sus
mujeres. No fue la única salvajada y
podrían citarse relaciones y crónicas enteras mucho mas largas y espantosas pero
más dignas de memoria que las que den cuenta en el futuro del
idiota rito de entierro de una
persona siempre emplumada como un gallo. El exceso impúdico parece ser una adherencia que
necesitan los poderosos.
También hay otra sentencia moral antigua que decía con perspicacia: “Culmen honoris lubricum”: el exceso de honores es resbaladizo. En efecto, no solo porque una institución que precisa de tanta exaltación está mostrando sus carencias sino porque a la sobreabundancia innecesaria sigue el hartazgo y el símbolo resbala hacia otra significación no querida: la desigualdad. La desigualdad es la base de nuestras sociedades y su ocultamiento, por eficaz y funcional que logra ser para intereses inconfesables, no consigue ocultar lo esencial que caracteriza al Estado moderno occidental: deben de existir desiguales y debe existir la servidumbre para que este Estado político y consecuente estado de cosas sea posible. Los desfiles del entierro lo confiesan gracias la vanidad inevitable de los poderosos. Un patinazo de franqueza y descaro que los privilegiados no pueden evitar no pagarse.
Etienne de la Boetie (1) se extrañaba
retóricamente de la posibilidad, irracional, del poder de uno o de los pocos,
sobre todos y, sin darse repuesta, la avanzaba ya en su reflexión: la
servidumbre es voluntaria. Lo asombroso es que el orden de dominación se
respete y solo por ese respeto
sobrevive. La Boetie no se espantaría demasiado ante la
exhibición de servidumbres llorosas. El amo
se sostiene por la piedad del siervo.
Las insistentes imágenes del entierro real son un desfile de
sentimientos y sentimentalismos. Es
labor del Estado también esta del cultivo de los sentimientos y promoción de una ciudadanía sufriente y pasiva
no protagonista de la vida activa, de virtud política que exige la República. Tampoco desatendería que a la
exhibición real no le puede
faltar, por supuesto, la parte del lujo y despilfarro. No es solo un desfile de sentimentalismos. Es un
desfile de modelos, porque el que tienen la bolsa y los que tienen la espada
son siempre solidarios.
El artefacto de los poderosos es la creación de instituciones
que hagan materialmente a los seres humanos desiguales y al mismo tiempo
instituyan la aceptación de la desigualdad y la servidumbre. En el caso de los
fastos no estanos ante una excepción
británica sino ante un ejemplo ilustrativo: se debe dar sustancia y significado de valor al mito a
través de ritos. Es el rito mismo el que crea el mito, como Cassirer lo expuso
muy acertadamente. (2) Hacer ritualmente cosas juntos produce pensar socialmente las mismas cosas. El campo por
excelencia de funcionamiento del mito que integra es, en nuestras
sociedades el Estado moderno
Durkheim (3) entendía dos
formas de integración social, la integración lógica y la integración moral. La primera consistía en compartir
las mismas estructuras cognitivas, es
decir, categorías de percepción que nos dicen lo que la realidad es. La integración
moral es el acuerdo sobre valores, normas que han de servirnos para emitir jucios
de conducta y ponernos de acuerdo sobre lo que la realidad debe ser. Esa
integración lógica y moral está encomendada al Estado. El Estado es – según la definición weberiana, el monopolio de la violencia y
además, y sobretodo, la legitimación social de esa violencia. El Estado no se
impone – que lo hace- por la fuerza bruta de las instituciones fácticas de
represión sino ante todo es la
imposición de un poder simbólico. (4) Esto no quiere decir que un orden social
sea un orden de consenso. Es un orden de fuerzas, pero no se pueden entender las relaciones de fuerza
de un orden social sin que intervenga la dimensión simbólica. Las relaciones de
fuerza, policiales, militares, e incluso económicas, serian fáciles de derribar
sin la producción de lo simbólico que genera las integraciones que Durkeim
señalaba. Integraciones que operan tan invisiblemente que ni siquiera nos damos
cuenta de ellas. El mecanismo de la obediencia
simbólica que protagoniza el Estado opera como el de la creencia. Con el
añadido de que el poder simbólico no actúa solamente en el campo de la mente privada sino
en el de las relaciones.
La simbología en vigor en
nuestras sociedades como lo muestra la
del entierro real es una simbología que establece que la relación entre seres
humanos que conviven ha de ser
forzosamente de desiguales, relaciones de poder en que unos son superiores a
otros, y que forzosamente unos deben obedecer y otros mandar. Es esta la relación que se impone en todos los ritos
del Estado y en su misma simbología de cosa relevante. El Estado y sus
agentes son una institución superior y separada del común ciudadano . Para
que la convivencia sea posible, dice el monopolio simbólico del Estado, debe de
existir un status en que unos- que saben
y tienen- intermedien a otros , no capacitados para gobernar sino solamente para opinar o , como mucho ,
para consentir y aceptar a los
superiores en la capacidad que
deben monopolizar merecidamente.
Recordemos que la integración simbólica no es simple veneración supersticiosa
de un ritual inocente para almas
simples. Actúa una verdadera integración
cognitiva de calado teórico e ideológico. No es necesariamente con la lectura
de libros teóricos como se adquiere la teoría.
No es de extrañar que la exacerbación del rito, que haya de consolidar el mito de servidumbre y delegación, se produce en las liturgias monárquicas como la que presenciamos. Fue precisamente la monarquía absoluta la que históricamente produjo el Estado moderno. Los monarcas aún mantienen esa adherencia mayestática símbolo de legitimación de la desigualdad necesaria para la convivencia ordenada. Son los vestigios rituales de algo muy vigente. En la legitimación simbólica debe suplementarse como argumento su carácter ancestral. Pretende decirnos que existe desde tiempo inmemorial. Su arcaísmo da fe de la garantía de verdad que esa antigüedad atestigua. Es verdad lo que el transcurrir de la historia ha hecho verdadero. Pues toda la historia oficial, la relatada en las ceremonias, es historia sagrada en cuanto existe una providencia divina que la dirige. Sin perjuicio de la estimación que hagamos sobre la eficacia que realmente esté teniendo hoy una parafernalia que estéticamente sentimos como ridícula y francamente de mal gusto, esa es la intención de la Corte.
No es de extrañar que sea
la monarquía la institución que más contiene,
en los ritos de su desenvolvimiento, este género de símbolos propios de la
legitimación de lo estatal. Fue
precisamente en las monarquías modernas absolutas donde se dio la génesis del Estado moderno al
pasar el monopolio privado del poder ( poder personal- dinástico: “ Soy yo”) a monopolio público ( Estado
moderno. “El Estado soy yo“), pero
siempre manteniendo la herencia de la calificación de lo político
como monopolio y como privacidad. Todos los símbolos estatales y monárquicos
repiten sin tregua: “lo político ha de
ser monopolio, es de Uno o de Unos.
Nunca es de todos. La polis es supremacía y soberanía. La polis no permite lo
común”. Lo genuinamente político, dice, su quintaesencia manifestada precisamente en la solemnidad, es
lo Superior, lo Soberano, lo Poderoso exclusivo, nunca la relación mutua de iguales y vulgares, comunes, comunistas. El Estado es,
ante todo y como buen monarca, anticomunista.
A las personas partidarias de lo común, a las y a los comunistas, nos cabe, no obstante, otra esperanza.
Es precisamente la del aspecto resbaladizo, ambiguo, lubricum
de la máxima que amenza con su exceso.
El barroco espectáculo se desliza y resbala hacia lo grotesco, como
caricatura de si mismo. El empacho
termina siendo el resultado y revela lo que quiere ocultar. Que ese mundo
simbólico está necesitando cada vez más de añadidos y oropeles pues no se sostiene por si mismo. Su poder simbólico está
degradándose en la potencia y calidad propia de las revistas del corazón. Era de esperar.
Las sociedades occidentales dominantes pierden fuelle simbólico en favor de una
creciente irracionalidad de apariencia cada vez más estúpida e impresentable de
los valores y realidades que tratan de significar. El consumo innecesario,
derroche, destrucción del medio ambiente, superficialidad y empobrecimiento de
relaciones intersubjetivas, trabajos “de
mierda” (David Graeber), exaltación
de lo superfluo obtenido con avaricia insolidaria, afán de lucro a cualquier
precio,… exige una compensación cada vez más desmedida de oropel y decorados de
la misma degradada calidad de lo que son significantes. Los fastos
horteras del funeral inglés son una buena
metáfora de que ni significante ni significado valen ya un pimiento.
Desgraciadamente también cabe resbalar hacia lo peor. Cuando
el monopolio de la simbología de legitimación se va desvaneciendo se hace
necesario acentuar la presión del monopolio de la violencia. Cuando se debe
poner tanta potencia en el respeto de la
democracia es que esa democracia no es respetable. Este deslizamiento no hace
falta esperarlo, ya lo tenemos encima en la forma de militarización creciente
de las fuerzas represivas y de seguridad antidisturbios del Estado que se hace
llamar liberal. Que las inútiles
guerreras escarlata y ridículos gorros Busby no nos engañen .Terminados los entierros y archivados los símbolos de Estado , vuelven a las calles los
SWAT (5), los GSC-9, los RAID , los GEOS
y
embrutecidos antidisturbios de todas partes.
(¡). Etienne de la Boetie. Discurso debe La
servidumbre voluntaria. Akal 2022
(2) Ernst Cassirer.
El mito del Estado. FCE México 1968
(3).E. Durkheim.
Las formas elementales de la vida religiosa. Alianza .Madrid. 2014
(4). P. Bourdieu.
Sobre el Estado. Anagramav.Barcelona 2014
(5). Special Weapons And Tactics,
(*). Fuente.
Viento sur
https://vientosur.info/a-reina-muerta-swat-puesto/
No hay comentarios:
Publicar un comentario