INTRODUCCIÓN (*)
Vaya sorpresa: «después de la COVID», nada debía ser como antes, pero todo es igual, en una versión peor. La enormidad de la conmoción tenía que llevar a profundas reflexiones, a amplios replanteamientos; en resumen, a darle un giro radical al mundo. Sin embargo, el mundo sigue exactamente igual y va muy bien, gracias; muy bien, claro, para Bezos, Musk, Gates, los gigantes tecnológicos, etc., los de siempre. Para los demás, en fn… Aunque, la verdad, tampoco es que «los demás» hayan contado nunca. Es lo que se llama capitalismo, habría que recordarlo en algún momento. Y habría que recordarlo sobre todo porque sus formas de masacrar a «los demás» no dejan de aumentar. Conocíamos desde hace mucho la forma salarial, estábamos empezando a descubrir la forma climática y hete aquí que la forma pandémica hace una estruendosa aparición en escena.
Aunque con un estruendo paradójico. La enormidad del daño es objetiva, desde luego en cuanto al número de enfermos y muertos, pero, como mínimo en igual medida, en las vidas confinadas de aquellos a quienes apenas cabría denominar «sanos». Así pues, enormidad del daño, sí, pero también una conciencia de sus causas de lo más vaga. Cuando, sin embargo, no hay duda sobre dichas causas. Al destruir el planeta con una tozudez bestial, el capitalismo destruye el reparto territorial de las especies: humanos, animales, virus. La coexistencia feliz implicaba unas distancias «adecuadas», que han quedado abolidas porque el hombre capitalista afrma que «todo es suyo» (y se ofrece a explotarlo), y a esto le siguen varios contragolpes imprevistos. De ser cierto lo que afirman los investigadores que llevan mucho tiempo reflexionando sobre estas cuestiones, el de la COVID no es más que el primero 1 , y un simple calentamiento, muy suave, antes de otros más graves.
Aun siendo una condición necesaria para la transformación de las cosas, la conciencia clara de las causalidades dista mucho de ser sufciente. Por no mencionar a quienes cierran las escotillas, hacen todos los esfuerzos posibles por que esa conciencia no los alcance, insisten en considerar la pandemia como un impacto exógeno, un golpe de mala suerte como tantos otros, y rompen a reír ante la idea de que «el capitalismo» tenga algo que ver en el asunto. Si estos están perdidos y no van a hacer caso nunca, lo que ocurre con esos otros que sí ven de qué va el tema, pero son incapaces de extraer de ahí cualquier conclusión seria, no es menos misterioso. No obstante, estamos llegando a un punto de amenaza sobre la humanidad en el que se hará necesario adelantarse, forzar, de hecho, la asunción de la consecuencia. Y la consecuencia no supone más que poner una tras otra dos ideas que se suceden de manera lógica; por ejemplo, unas conclusiones después de unas premisas. No es más que eso y, aun así, parece mucho pedir. Basta con ver, a la izquierda, con qué mezcla de cómicos rodeos y terquedad se dedica al asunto una gran parte de intelectuales, políticos, «activistas» y organizaciones. En realidad, es fácil entender los motivos del rechazo al obstáculo: es un obstáculo alto. Más concretamente, es triple. En nuestra situación, la consecuencia exige rendirse ante tres enunciados que no son fáciles de negociar: 1) el capitalismo ha entrado en una fase en la que está destruyendo a la humanidad y, por lo tanto, la humanidad va a tener que elegir entre perseverar a secas o perseverar dentro del capitalismo (para extinguirse en él); 2) los capitalistas jamás admitirán su responsabilidad homicida ni (por lo tanto) renunciarán a la continuación del (de su) juego, y se valdrán de los giros argumentativos más retorcidos para convencer de la posibilidad, de la necesidad incluso, de continuar, y también de las peores violencias si es necesario (y cada vez lo será más); 3) no hay ninguna fórmula de derrocamiento, ni siquiera de simple moderación, del capitalismo en el marco de las instituciones políticas de la «democracia» o, mejor dicho, de lo que se hace llamar así; solo un increíble despliegue de energía política logrará evitar que el capitalismo lleve a la humanidad al límite del límite, un despliegue que suele llevar el nombre de «revolución».
En esta obra se sostiene la
postura de que si, como no duda en pregonar el gran partido de las
declaraciones sin consecuencias, la situación es hasta tal punto inédita y de
la máxima urgencia, entonces, en contra de las miradas huidizas de ese mismo
partido, hay que mirar cara a cara a estos enunciados. Y esforzarse por
defenderlos, para hacer algo con ellos. Algo que esté a la altura de la
emergencia de la que decimos, con razón pero sin consecuencia, que tanto nos
alarma. Y, sin embargo, de este imperativo lógico es de donde el partido de las
declaraciones sin consecuencias y de las miradas huidizas intenta desviarse por
todos los medios. Y es a este imperativo lógico adonde hay que devolverlo.
Es cierto que los tres
obstáculos engendran, por sí mismos, un cuarto: salir del capitalismo de manera
revolucionaria, pues, pero ¿para entrar dónde? Basta con plantear «comunismo»
como antónimo de «capitalismo» para que enseguida se nos venga encima una
avalancha de imágenes históricas. Y el partido está decidido: entre, por una
parte, la esperanza de retrasar un poco la subida del nivel de las aguas, la asfixia
y las pandemias sin desprenderse de las cosas a las que tenemos apego, los
iPhone, las suscripciones a Netfix y los todoterrenos urbanos, sin olvidar la
posibilidad de que el propio capitalismo nos salve (soluciones descarbonizadas,
vehículos eléctricos, vacunas y antídotos)… Entre todo esto, por una parte, y
el gulag, por otra, la decisión se toma rápido.
Presentar la cuestión en estos
términos es, quizá, una forma de indicar la naturaleza del combate político que ha
de librarse; más concretamente, de una de sus dimensiones: se trata de un
combate de imágenes. La fatalidad histórica del comunismo es que no se ha
producido jamás y, aun así, carga con el peso de unas imágenes catastróficas. En
realidad, en lugar de estas habría que presentar imágenes de lo que podría ser.
Salir del capitalismo seguirá siendo impensable mientras el comunismo siga
siendo infigurable (o «no refigurable»), porque no se debe buscar el comunismo
como una forma de repulsa a aquello que el capitalismo tiene de odioso. Debe
buscarse por sí mismo. Y, para ello, ha de hacerse ver e imaginar: en pocas
palabras, dotarse de caras.
Aquí, la idea central, esa
idea en torno a la cual se disponen las caras posibles del comunismo, está
tomada de la obra de Bernard Friot. Friot la llama «salario vitalicio», pero
esa opción, aunque para él esté bien justificada, ha creado muchos
malentendidos inútiles. Nosotros aquí preferimos esta: «garantía económica
general» (siempre que el cambio de denominación no lleve a olvidar su
paternidad real). El sistema de la garantía económica general tiene el objetivo
de liberarnos de dos amos irracionales: el mercado y el empleo capitalistas. Un
titular de prensa reciente, con una notable capacidad de síntesis (la suerte de
los principiantes), resume por sí solo el trasfondo de la aberración actual:
«El mercado automovilístico francés cayó en 2020 al nivel de 1975»2 . Releamos
con atención para asegurarnos de estar entendiendo bien: producir muchos menos
automóviles, es decir, muchas menos maquinitas ambulantes que escupen CO2 , a
costa de muchas menos extracciones y, en consecuencia, residuos, no es en
absoluto un progreso, sino, incluso, todo lo contrario: una caída, «caer». Pero
aquí viene lo peor (y lo más perverso): lo que debería considerarse una noticia
excelente es objetivamente un desastre para los trabajadores del sector
automovilístico. Un sistema integral que vincula de este modo los dos hechos
(por una parte, el alivio por el medio ambiente y, por otra, una catástrofe
para los trabajadores), que es incapaz de conseguir que uno no lleve al otro y
viceversa, un sistema así, en efecto, es sin duda perverso. Ese es el sistema
del mercado y del empleo capitalistas. Y es lo que hay que destruir. En su
lugar, la garantía económica general instaura la desconexión de la actividad y
del benefcio, la propiedad colectiva de uso tras la abolición de la propiedad
privada de los medios de producción, la soberanía de los productores asociados,
la clausura total de las fnanzas, un sistema federal de cajas que dirija la
subvención de las inversiones y las decisiones de orientación de la división
del trabajo. Precisamente, la división del trabajo es una de las cuestiones
centrales en todo este asunto y también una de las que menos se plantean; en
cualquier caso, en los sectores de la izquierda anticapitalista que solo
atienden a las experiencias de autonomía. No es que estas no sean de gran
interés, pero son a todas luces insufcientes para sostener por sí solas un
nuevo modelo de producción.
Pues lo que ha de reconstruirse es, en efecto, un modelo de producción a la altura de nuestro deseo material, replanteado, por su parte, a la luz de la amenaza que se cierne en la actualidad sobre el planeta (o, mejor dicho, sobre quienes vivimos en el planeta); a la luz, también, de nuestras viejas costumbres, de aquello de lo que podemos desprendernos y aquello de lo que no. De todo este debate, y de otros cuantos que serán, como mínimo, igual de delicados, surgirán un determinado nivel de fuerzas productivas adecuado a ese deseo material razonado y una determinada forma de organizarnos en todos los ámbitos, incluido el macrosocial, para sostenerlo. Al perderse ciertas tradiciones de pensamiento, y con la perspectiva revolucionaria fuera de nuestros horizontes desde hace ya mucho, una gran parte de la izquierda radical ha querido pensar que la salvación está en comunidades pequeñas, en la horizontalidad y el olvido de la «economía». Pero la «economía» no va a olvidarse de nosotros, y por un buenísimo motivo: consiste, sin más, en el conjunto de las maneras con que hacemos frente, de manera colectiva, a la necesidad de perseverar materialmente. Saldremos de la economía capitalista, pero no, desde luego, de la economía a secas. Nos seguiremos planteando sus preguntas. Y sus respuestas se expresan en unos términos a los que no podremos escapar; sobre todo, en relación con las «fuerzas productivas» y la «división del trabajo». La propuesta de este libro sostiene que es posible manipular estos términos de forma que todo su potencial quede en manos de las capacidades de la vida humana Por lo general, en la sociología se da ese pequeño drama de que cada cual percibe las cosas del mundo solo desde su perspectiva. Sobre todo, las «emergencias». Por ejemplo, para el urbanita burgués concienciado, la emergencia es «el planeta». Para algunos chalecos amarillos, se trataba, en cambio, de encontrar algo que comer al día siguiente. Ante la violencia con la que nos va a golpear la crisis económica de la COVID, este tipo de emergencia, muy presente ya, adquirirá seguro una dimensión letal, y la cantidad de personas condenadas a la angustia por el mañana crecerá exponencialmente. La miseria se consideraba un fenómeno lamentable, desde luego, pero limitado a los «márgenes» y del que, por tanto, podíamos despreocuparnos después de dejar claro nuestro pesar. Sin embargo, la ficción de los «márgenes» empieza a venirse abajo cuando hay sectores enteros de la sociedad a punto de pasarse a los comedores sociales y a la beneficencia. En un sentido literal, se está convirtiendo en una sociedad distinta y tal vez, por ello, lista para plantearse cosas distintas. En cualquier caso, lista para orientar los oídos en otras direcciones. Cuando la angustia por el mañana se vuelve devastadora, hasta el extremo de poner en duda la subsistencia cotidiana, o incluso el mero hecho de contar con una vivienda, la escucha se modifica y la idea de la tiranía capitalista, la del «mercado», que es capaz de hacer naufragar de un golpe un sector entero, y la del «empleo», que siempre hace pagar los platos rotos a los trabajadores, es susceptible de recibir una nueva atención. Y, a partir de ahí, no queda más que encadenar de manera lógica una primera idea con una segunda, etc. Bastaría con que los inconsecuentes no se metieran en medio. Se los reconoce porque, desde su cómoda posición y aunque repiten sin cesar que «pronto será muy tarde», están absolutamente convencidos de que aún queda tiempo, de que aún se puede prolongar un modo de vida con el que, al fn y al cabo, a ellos les va bastante bien.
Este libro aspira a ponerse en medio del
camino de esa gente. De esa gente y de sus maniobras dilatorias. Para
obligarlos a mirar. El capitalismo nos destruye, hay que destruir el
capitalismo. No hay escapatoria, las falsas soluciones son falsas.
Pero la sociología, además de sus pequeños
dramas, también tiene sus pequeños milagros: en favor de la crisis de la COVID,
y por muy distintas que sean, las dos emergencias, la del planeta para el que
«pronto será muy tarde, pero todavía nos queda algo de tiempo», y la de tener
que comer, que no espera, bien podrían tratar de encontrarse. Y la segunda,
además, podría darle un empujoncito a la primera, no se vaya a quedar atrás.
Tal vez habría que pensar en hacer algo con ese cruce de emergencias a las que,
en situaciones normales, todo separa. Se dirá que ya se probó con un amago de
acercamiento: «¡El fn del mundo y el fn de mes son la misma lucha!». Pero, al
menos según una determinada lectura (que cabe temer que es la más frecuente),
la propia expresión revela sus imprecisiones. El «fin de mes» es el salario, y
el salario es el empleo capitalista. Lo que indica es que se está buscando una
solución que, al mismo tiempo, salve el mundo de la destrucción y refote los
salarios (capitalistas). Es decir, que evite el fin del mundo pero desde el
capitalismo. En pocas palabras, salvar el mundo y reactivar el capitalismo. O,
aún más condensado: salvar el mundo capitalista. Si ese es el proyecto, existe
una contradicción entre sus términos. Por supuesto, ahí está el engañabobos de
la transición para convencernos de lo contrario: esa transición se hará (aunque
interiormente) y todo irá bien.
El concepto de acercamiento de las emergencias
que aquí se desarrolla sostiene que hemos llegado a un punto en el que la única
«transición» que nos queda es hacia afuera; es decir, una transición hacia algo
distinto del capitalismo. Y que la suma de un planeta devastado, las pandemias
que siguen a esta devastación y las catástrofes sociales que siguen a las
pandemias crea, quizá por primera vez, las condiciones idóneas para abordar el
«problema» de forma sintética, así como una idea más justa del tipo de
«transición» que dicho problema exige. Lo que es necesario desde hace mucho no
es tanto la aspiración a la transición (la grande) como una idea de su destino.
El momento que estamos viviendo, como pone de manifesto esta situación, no es
el peor para contribuir a formarse una. Y a expresarla. O, mejor dicho: a
demostrarla.
(*). Frederic Lordon. El capitalismo o el planeta. Cómo construir una hegemonia anticapitalista para el siglo XXI. Errata Naturae editores. 2022
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