(Publicado
en El viejo topo de abril 2023)
Por Miguel Angel
Doménech
“Es
esto lo que significan los jueces en
tanto que profesión estatal: No son sus sentencias injustas sino lo es la propia institución. Ella misma- la institución- es sentencia estructural injusta por
constituir el rechazo permanente de la
capacidad de juicio y discernimiento moral de la voluntad popular.”
Sucede con frecuencia que la ocupación en lo apremiante nos hace desatender lo necesario. Esto ocurre también con la discusión y con la reflexión que en ella se produce, que versa sobre lo inmediato y no consigue profundizar al nivel de lo fundamental. Se trata de lo que podría llamarse profundizar en la superficie en lugar de bucear en la profundidad. Sin embargo, es en las profundidades que sustentan la superficie y no en el oleaje y las mareas donde se descubren los movimientos de la mar de fondo.
Esto sucede con la polémica sobre la actualidad de la
reciente resolución del Tribunal Constitucional acerca de un debate
parlamentario. Existe en efecto, un problema de intereses partidarios de los
jueces. Precisamente obtuvieron el puesto en esa institución por su fidelidad a
aquellos intereses partidarios. Existen también, y no puede cabernos duda cuando nos conocemos a nosotros mismos,
intereses prosaicos tales como mantener sueldos y honores preferentes. Que
cumplan con el honor del partido para el
que fueron nombrados o que cumplan con el honor de su conciencia, cuando normalmente
esta misma conciencia consiste
en la adhesión al partido, viene a ser
lo mismo. Que cumplan con la ley y la Constitución o lo que los suyos ven en la
ley y la Constitución es una redundancia no una alternativa. En
cualquier caso, que cumplan con lo colectivo o con sus intereses privados o de
partido, “puede ser que si o puede ser
que no, lo más seguro es que quien sabe”.
Existe, probablemente, un quebrantamiento del equilibrio de poderes,
pero ¿no son todos los equilibrios, por defunción inestables? El discurso, en
estos términos, transcurre en todo caso, en la superficie, repitiendo lo
ocioso.
También es superficie, espuma y marea – marear la perdiz- la cuestión de si los jueces del Tribunal Constitucional deben ser nombrados por otra institución (división de poderes) o por si mismos, o si a las mayorías parlamentarias debe corresponder la mayoría de esa Institución (indivisión de poderes). El Estado es por definición no solo el monopolio del poder y la violencia sino también – como muestra Bordieu- el monopolio de la legitimario de ese monopolio. Todo quedará dentro del monopolio en el que unos pocos piensan y deciden por todos y todas. En todos los niveles de la democracia representativa, los electos lo son para que sean ellos quienes decidan en nuestro lugar. Mientras nos quedamos en ese valor acordado de discurso estamos suponiendo y dando por bueno que la política y sus instituciones son siempre un saber superior, un logos de mando y obediencia. Son siempre unos pocos los que saben, y quienes juzgan, los demás deben ser representados. No tienen juicio, no poseen discernimiento técnico suficiente (no saben la ley positiva y sus retruécanos ni los hechos sólidos), ni tienen discernimiento moral bastante (no saben lo que quieren y plantean las irrealidades de lo que debería ser en lugar de o que es). No es de extrañar la desafección de los muchos por la política cuando la política marcha por esos senderos en que solo los optimates son actores.
Además parecería como si
al enfrentarnos a un asunto político en que
muestra su rostro una institución constituida mostrase su cara la mismísima Gorgona. De esta manera
cuando la miramos y ella nos mira, quedamos convertidos en piedra. La petrificación del juicio consiste en que no nos está permitido ponerla en
cuestión. La Constitución es la Gorgona y el Tribunal Constitucional su mirar.
Deberíamos hacer como Perseo: enfrentarla al espejo de lo que es realmente ella misma y su rostro.
La
política es el lugar por excelencia donde se generan y se heredan modos de
pensar de los que no somos conscientes, modos de pensar que funcionan como
creencias, al resguardo de todo cuestionamiento de manera que su discusión parezca un disparate
inverosímil. En este asunto, ocurre lo
mismo. El mar de fondo pasado por alto
en la polémica posee dos caras que son otras tantas fundamentaciones
originarias e inconfesadas de la
creencia en la suprema perfección constitucional del instituto de la división
de poderes y de los checks and balances. La primera de ellas es que ambas
instituciones constitucionales son el producto de una radical desconfianza en
el poder del pueblo. La segunda es el enfoque platónico de desconfianza en la
política misma. La política en occidente, se contempla como una techné, una sabiduría, una ciencia, en
lugar de una conciencia. Ambas cosas
están relacionadas porque cuanto más sea la política administración de cosas
que la realidad hace necesarias y no opciones de la libertad, tanto más será preciso dejarla en manos de
los conocedores, más alejada de pueblo,
menos democrática.
1.-
La desconfianza en el poder del pueblo.
La
funciones de revisión de la constitucionalidad de las leyes por órganos
jurisdiccionales, sea en la forma de Tribunal Constitucional especifico
concentrado, sea el la forma difusa de función
encomendada a los tribunales ordinarios,
en el constitucionalismo moderno, son un producto tardío de la misma
inspiración que engendró la división de poderes y cheks and balances: evitar la potencia del pueblo. Esto se
manifiesta de manera repetida y palmaria en todos los debates constitucionales
desde los que precedieron a la Constitución americana que fue el paradigma de
este género de construcciones. Incluso en sus antecedentes, en prácticas anglosajonas interpretadas por Montesquieu,
es producto de un esfuerzo del
conservadurismo como reacción a las revoluciones reales o potenciales. El
pueblo, entregado a si mismo es la causa de
todo desorden, es la amenaza de las propiedades privadas de los ricos, e
indefectiblemente causaría la persecución
de las minorías. La literatura de sostén de este argumento, en infinitas
modulaciones, está entre las más abundantes del pensamiento político de casi
todas las épocas. A pesar de la experiencia histórica masiva de que la
persecución- y exterminio- de minorías
ha sido permanentemente obra de las tiranías y de que la apropiación privada de los bienes comunes ha sido invariablemente la conducta d e los poderosos
en el poder, las guerras cosa dinástica, eclesiástica o de intereses económicos, de oligarquías, coloniales, etc.…el argumento nunca se
estremece lo más mínimo: el pueblo es desorden y tiranía. Siempre debe de ser
moderado, dirigido, apacentado, mediado, representado. Donde Jean Jaurès decía que “la
democracia es, ante todo, una gran operación de confianza en el pueblo”, el
Tribunal Constitucional está diciendo: “
El orden constitucional es ante todo desconfiar en el pueblo”.
Por
decirlo lisa y llanamente, la revisión constitucional a cargo de los jueces no
es democracia. Podrá ser otra cosa cuyo nombre queda por acertar, pero siempre
teniendo en cuenta que las realidades no se entienden por lo que se llaman,
sino por lo que son, no por su nombre
(onoma) sino por su razón (logos).
Pongámosle este espejo a la Gorgona.
Este
discurso de la desvalorización del pueblo que la Gorgona constitucional
pronuncia petrificándonos no va sin otras terribles miradas. Perseo debía de cuidarse también de la
cabellera de la Gorgona hecha de serpientes. Todo en el monstruo es monstruoso.
2º.- La desconfianza en la política misma.
Si seguimos a Hannah Arendt,
hemos heredado en la filosofía occidental desde Platón,
el enfoque de hacer prevalecer en
la ciudad al sabio ilustrado, apartado y distinto del
lugar de discusión y del ágora popular.
El gobernante es el que
conoce lo verdadero desde lo profesional. Es decir, lo sabe por su
ubicación en otro sitio reservado, como oficina
sagrada y como descifrador de
textos sagrados. Sabe lo adecuado y cierto para la ciudad – y para el vivir
mismo- desde su conciencia. Platón es el primer pensador por culpa del cual la
política es un espacio que abandonado a si mismo condena a Sócrates y a los
sabios. Serían, dice Platón y la filosofía política habitual,
estos últimos los que deben dirigir la polis y no que sea dirigida desde
el ágora. Más precisamente, el lugar del ágora peor de todos, desde esa
perspectiva, son los tribunales
igualitarios del pueblo. ( la Heileia) pues
tales tribunales son el lugar donde el pueblo ejerce su juicio en vez de ser el
sitio donde ejercen los sabios
especializados en saber político y saber tout
court. Precisamente era lo contrario, el reconocimiento del saber político
de la gente común, los tribunales populares igualitarios , los que mejor
definían la verdadera democracia en
Atenas.
Hace ya tiempo que cayó
en desuso el tradicional planteamiento en la teoría
política sobre quienes son más sabios, si los muchos o los pocos. Aquello quedó
olvidado y olvidada también que la razón
de superación de este planteamiento no era la de la sabiduría sino la de la
libertad. Política no es saber más sino ser más libre. Quien pretende saber más
y por lo tanto mandar más, en el orden político, sabe menos. El gobierno de los
sabios no solo es el gobierno de los ignorantes sino el de los tiranos.
Como señalaba Erasmo “no ha habido
un gobernante más perjudicial para la república -( ¡pestilentiores! ) - que en aquellas ocasiones en que el poder
ha recaído sobre los filósofos” (1).
La política, dice el discurso platónico occidental, es una ciencia que no puede estar al alcance del vulgo. Una materia en que solo uno o algunos alcanzan y uno o pocos contemplan la verdad cuando salen de la caverna. La multitud está encadenada y engañada por no contemplar sino apariencias. Al rebajar la política a ciencia se hace cosa no pública- no política- sino cosa del rey/filósofo, que conoce lo absoluto. La res pública no es asunto de la discusión y la deliberación de todos. La política, en definitiva, no debería ser política. Habría un vínculo vicioso entre política y pueblo enfrentado a un círculo virtuoso entre sabiduría y conciencia personal de uno o pocos. Debe, en definitiva, desconfiarse de lo político y la política. La ciudad debe ser gobernada por la clase de los sabios. En su versión moderna, la clase de los competentes y de los profesionales.
En su versión
jurisdiccional, el logos mismo que la propia institución judicial profesional
significa , repite incesantemente, con su existencia, este discurso. Es esto lo
que significan los jueces en tanto que
profesión estatal. No son sus sentencias injustas sino la propia institución lo
es en cuanto que ella misma- la
institución- es, por así decirlo, sentencia permanente y
constantemente afirmada del rechazo de
la capacidad de juicio de la voluntad
popular.
La sabiduría, desde esta
originaria versión platónica va siendo protagonizada, según las ocasiones, por los tecnócratas, o por
la sapiencia financiera y jurídica o por
el político profesional competente. Tanto da con tal que se sitúe
lejos del vulgo cavernario y de la asamblea. La política
occidental, mira con mirada altiva y
lejana, precisamente y paradójicamente, a
la misma política. Lo hace por
ser cosa pública, cosa de discusión y conflicto. Ningún esfuerzo que aleje a la plebe
ciudadana de la política es vano aunque con ello se sacrifique la política
misma haciendo de ella una especialidad,
un coto vetado y de responsabilidad de una reservada y reducida sala. Su símbolo máximo sería un
tribunal de restringidos intérpretes del bien y del mal. A contracorriente de
la política como ágora, del OXI masivo,
estaría el juicio de los expertos. La
política, para ese pensamiento, no sería el lugar de intercambio de opiniones,
de búsqueda y de lo provisional, lo acordado y convenido con todos sus riesgos
de circunstancia y de libertad sino el lugar de las declaraciones inamovibles,
deducidas de la Verdad, de lo absoluto e inaccesible a la decisión de los
muchos, muchas y libres. La política es
el reino de lo necesario. La política sería la glosa incesante de lo dado, de
lo constituido, de la Constitución. La interpretación de esa glosa cerrada se ubica en el lugar cerrado cuyos miembros
se eligen entre ellos calibrando lo que es cierto y lo que no lo es. La
Constitución es la Ciudad Perfecta, atalaya
vigilante de lo político para que no se desmadre en voluntad de la polis
que es el pueblo bajo, siempre engañado e ignorante.
La política, incluso la filosofía política, no puede seguir marchando por esa senda platónica y elitista tan adecuada para la dominación .La filosofía política y la política misma son un ejercicio de pensar y no una doctrina definitiva, clara y distinta. Es un pensamiento y una praxis atenta a la pluralidad, a la colectividad de los humanos y a lo que ellos quieren para ellos mismos. La política Es ponerse en lo relacional, lo intersubjetivo. No es ni lo subjetivo ni lo objetivo. Política es “ponerse en lugar del otro”, contemplar con “el pensamiento ampliado” por decirlo en términos kantianos de la Critica del juicio (2). Al contrario, la política de hoy – la ilustrada por un Tribunal Constitucional- es ponerse a leer un texto en la soledad de la conciencia subjetiva o en la soledad en compañía de los suyos. En la genuina política, en efecto, lo intersubjetivo es lo substancial. La responsabilidad es el aparecer ante toda la colectividad y decir públicamente .No es de extrañar que los grandes pensadores de la política entendida como fidelidad a a una Idea, a un Texto, se entreguen a la tiranía, como Platón con su aventura de Siracusa.
Al hacer que el único o los únicas personas
virtuosas sean las sabias y competentes, la virtud pública desaparece y
con ella la res publica misma. Se extingue la república. Solo queda el texto
como objeto sagrado y privado. Tan privado, mudo y absoluto
como cualquier otra posesión o
propiedad particular. Privado de lo público.
Por algo estamos en
monarquía.
3.-La respuesta republicana:
Mientas
tanto, seguimos enzarzados en el
planteamiento de la composición del Tribunal Constitucional. En realidad se está discutiendo en la
superficie de la espuma: ¿Quienes deben elegir a los jueces para que las
resoluciones sean justas y sabias? La respuesta podría ser la deducida de aquella sentencia radical y escéptica. Dado
que “
Crímenes, se cometen tanto por el senado como por el pueblo romano!”.(3)
será justa, por ser libre, la sentencia del pueblo romano. Será sabia por ser
libre desde el momento en que libertad es gobierno de nosotros mismos. Porque
si crimen, injusticia o error ha
de cometerse, será nuestro crimen, nuestra responsabilidad libre de toda la
república. No podemos renunciar a nosotros mismos ni a la necesidad de decidir
todos .La de todos y todas es la
sabiduría propia de la democracia. El único juez justo y
sabio es el Tribunal Popular. El pueblo
soberano hace dictar las leyes a sus mandatados, que no representantes. El pueblo soberano,
designa a quienes deben aplicarlas a los casos particulares, es decir juzgar
con la radicalidad de la igualdad: Esta designación, en república, se hace
por sorteo y rotativamente para que a todos alcance la obligación. Cualquier intermediación ilustrada por mayor conocimiento
deliberativo en la creación o aplicación
de las normas no puede ser sino de orden
técnico y asesoría pero nunca de gobierno y mando.
(1) Erasmo. Elogio de la
locura. XXIV
(2). I. Kant. Critica del
Juicio. Ak V,294
(3). Pascal.
Pensamientos. 294
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