Al
calor de las recientes elecciones presidenciales francesas, tras el
susto en el cuerpo que para cualquier demócrata supone el sostenido
incremento de la extrema derecha, he echado mano de mi biblioteca,
triste consuelo, para releer Contra las elecciones, cómo salvar la
democracia (2016), un pequeño y excelente ensayo de David van
Reybrouck; autor de Congo (2012), uno de los libros que más me han
impresionado sobre la crueldad humana, y de Odas (2021), un exquisito
canto al optimismo humano. Si lo buscas en Google, encontrarás no
pocas reseñas que clasifican este ensayo del joven filósofo
flamenco como una más de las muchas obras que "cuestionan la
democracia".
No
hay nada de eso: al contrario, cada línea de su trabajo ejemplifica
un comprometido esfuerzo por hacer frente a lo que el autor denomina
"síndrome de la fatiga democrática" y que, como otros
muchos autores, argumenta en una doble crisis de legitimidad y de
eficiencia del sistema democrático, precisamente en el momento
histórico de su mayor desarrollo en el mundo: "Nunca antes en
la Historia hubo tantas democracias y nunca antes este sistema de
gobierno tuvo tantos seguidores como en la actualidad". Señala
como síntomas de la "crisis de legitimidad" el paulatino
incremento de la abstención en las democracias europeas, la mayor
volatilidad en el comportamiento de los electores y el descenso de
afiliados a los partidos políticos y sus organizaciones de apoyo,
coincidiendo (sin citarlo) con el diagnóstico de Peter Main en
Gobernado el vacío: y, como argumentos sobre la pérdida de
eficiencia de las democracias, el incremento de las dificultades de
gobiernos y partidos: desde las dificultades para la propia formación
de los gobiernos, hasta los problemas para el mantenimiento de los
consensos básicos sobre los que efectuar la gestión de la agenda
pública.
En esta línea, señala que "en Europa los gobiernos
han perdido mucho prestigio y poder.. Impotencia es la palabra que
caracteriza esta época: impotencia del ciudadano respecto al
Gobierno, impotencia del Gobierno respecto a Europa e impotencia de
Europa respecto al mundo". Especialmente interesante es su
clasificación de diagnósticos. Cuando "la culpa es de los
políticos, el diagnóstico es el populismo", al que no deja de
denominar como "cursilería romántica". Si "la culpa
es la democracia, el diagnóstico es la tecnocracia", personas
no elegidas pero reconocidas como expertos, empresarios, organismos
transnacionales, independientes… "pero la eficiencia no genera
legitimidad de forma automática. En cuanto llevan a cabo recortes,
la confianza en el tecnócrata se desintegra con la rapidez con que
se funde la nieve al sol". Cuando "la culpa es de la
democracia representativa, el diagnóstico es la democracia directa,
bajo las fórmulas de We are the 99%, ¡Democracia Real Ya! y No nos
representan. El propio autor reconoce que "ni el
anti-parlamentarismo ni el neo-parlamentarismo conseguirán darle la
vuelta a esta situación". 2 Obviamente, nos guarda para el
final su favorito; cuando la culpa es de un tipo determinado de
democracia representativa, esto es, la electoral. "Nos hemos
convertido en fundamentalistas electorales. Despreciamos a los
elegidos, pero idolatramos las elecciones… La humanidad lleva casi
3.000 años experimentado con la democracia y apenas 200 sirviéndose
de las elecciones… un sistema que hasta las revoluciones
(estadounidense 1776 y francesa 1789) sólo se utilizaba para
designar al nuevo Papa".
Sigue el autor con una acertada y
sumaria descripción del parlamentarismo como respuesta de la
burguesía al Antiguo Régimen, así como su evolución: "Durante
los dos siglos siguientes el sistema ideado en el siglo XVIII sufrió
cinco transformaciones estructurales: el advenimiento de los partidos
políticos, la introducción del sufragio universal, el auge de la
sociedad civil organizada, la conquista del espacio público por los
medios de comunicación comerciales y, finalmente, el avance de las
redes sociales", hasta llegar a la conocida descripción del
ciudadano como consumidor y la "política nacional como serial
diario, una radionovela con actores gratis", descripción que el
autor entronca, de nuevo, con el “síndrome de la fatiga
democrática”. Quizás sea la revisión histórica de la
introducción al sistema electivo el apartado más sugerente. En
"patogénesis", tras una revisión del funcionamiento de
democracia ateniense y su peculiar sistema de elección y sorteo,
concluye que "la democracia ateniense no se puede considerar una
democracia directa, sino una democracia representativa muy peculiar;
no electoral y representativa", que el autor denominará
"democracia representativa aleatoria"; esto es, "una
forma de gobierno indirecta en la que la diferencia entre gobernados
y gobernantes se obtiene por sorteo en vez de por elección".
Van Reybrouck entra de lleno en la tesis central de su obra, el
sistema electivo como "reflejo aristocrático", citando a
Aristóteles al referirse "al uso de la suerte para la
designación de los magistrados como una institución democrática.
El principio de la elección, por el contrario, es oligárquico".
Revisa las experiencias de Venecia y Florencia para alcanzar la
Ilustración. Su reflexión también abarca las palabras de
Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) cuando manifiesta que
"el sufragio por sorteo está en la índole de la democracia; el
sufragio por elección es de la aristocracia"; y a Rosseau en El
contrato social (1762), cuando señala que "el nombramiento por
suerte es más de la naturaleza de la democracia.
En toda verdadera
democracia la magistratura no es una preferencia, sino una carga
onerosa que no se puede imponer con justica a un individuo más que a
otro". Citando a Bernard Manin, apenas una generación después
de las dos obras más influyentes sobre filosofía política del
siglo XVII, ya citadas, reconoce que "la idea de atribuir
funciones públicas por sorteo había desaparecido casi sin dejar
huella". ¿Qué fue lo que ocurrió? Para el autor, no fueron
los aspectos prácticos (el gran tamaño de las nuevas naciones, la
imposibilidad de disponer de censos fiables, el escaso conocimiento
del funcionamiento real del modelo ateniense a finales del XVIII)
sino justo, una peculiar idea de "republica" de los
revolucionarios americanos y franceses en 1776 y 1789. Los nuevos
estados independientes americanos se instauraron como repúblicas,
pero muy al contrario de lo que nos gusta señalar, no fueron
democráticas. Para John Adams, "una democracia jamás durará
mucho tiempo"; para James Madison, las democracias han dado
siempre "el espectáculo de sus turbulencias y sus purgas".
Para los juristas, latifundistas, propietarios de fábricas y
plantaciones con esclavos, la democracia no entraba en sus planes.
"El sistema representativo (por elección) tal vez fuera 3
democrático por el derecho al voto, pero también era aristocrático
debido al método de reclutamiento de candidatos: todo el mundo puede
votar, pero la selección previa ya se ha realizado a favor de la
élite". "La Revolución francesa, como la estadounidense,
no desalojó a la aristocracia para sustituirla por una democracia,
sino que apartó a la aristocracia hereditaria para remplazarla por
una aristocracia elegida". Para iniciar la "democratización
del sistema electivo de voto censitario" tendremos que esperar
al trabajo de Alexis de Tocqueville La democracia en América (1835)
ya entrado el siglo XIX, quien curiosamente fue el primero en
describir las tensiones que en su admirada democracia americana
generaban los procesos electorales: "El presidente está
absorbido por su deseo de defenderse. No gobierna por interés del
Estado, sino por su reelección… A medida que la elección se
aproxima, las intrigas se vuelven más activas y la agitación más
viva y difundida… la nación entera cae en un estado febril"
(utilizo mucho esta cita cuando leo el catastrofismo con el que la
prensa diaria trata al Gobierno de turno). Sin embargo (sigue citado
a Tocqueville), en referencia a los jurados nombrados mediante
sorteo, "el jurado sirve increíblemente para formar el juicio y
aumentar las luces naturales del pueblo". Pero esta obra no es
(sólo) un tratado de filosofía política, sino una herramienta de
agitación a favor de la revisión del funcionamiento de la
democracia y, sobre todo, un intento de aportar soluciones a su
crisis de legitimidad.
En "remedios", el autor repasa las
experiencias de democracia deliberativa, no sólo desde la óptica de
una mayor implicación (por tanto, mayor legitimidad), de un mayor
número de ciudadanos en las tareas de gobierno, sino de sus efectos
prácticos a la hora de lograr mayores consensos y mayor eficacia en
sus tareas: "El proceso de deliberación había vuelto a los
ciudadanos mucho más competentes, había sofisticado sus juicios
políticos", de donde se siguen experiencias de participación
deliberativa en Canadá, Islandia e Irlanda, para entrar de lleno en
las propuestas (que no experiencias) sobre parlamentos en un sistema
"birrepresentativo", por elección y sorteo, con bastante
lujo de detalles que ya dejo para el lector. "El sorteo no es un
acto irracional, sino arracional; es un proceso neutral con el que es
posible repartir de forma justa oportunidades políticas y evitar
desacuerdos. Limita el riesgo de corrupción (sorteo siempre va
asociado a rotación), rebaja la fiebre electoral e incrementa el
bien común. Puede que unos ciudadanos elegidos por sorteo no tengan
la experiencia de los políticos profesionales, pero tiene algo
distinto: libertad. No necesitan ser elegidos ni reelegidos".
"Es indiscutible que el sistema democrático se debe renovar.
La
cuestión es cuándo… ¿hacemos la actualización antes o después
de la debacle?… Claro que no es fácil reparar un vehículo cuando
está en marcha, pero aún es más difícil hacerlo cuando ha sufrido
un accidente". Vuelvo a nuestra actualidad: Trump, Bolsonaro,
Johnson, quizás, ¿por qué no? Marine Le Pen, con Putin haciéndonos
retroceder a lo peor del siglo XX. Por un momento me he podido
imaginar una democracia en la que los partidos políticos han perdido
su monopolio en la selección de las elites, pero siguen s iendo
útiles para la formación de las preferencias ciudadanas; donde las
legislaturas no acaban ni empiezan, pues el Parlamento se renueva por
partes, dando continuidad a las políticas de largo plazo y
posibilitando que sus señorías, mucho más sabios de lo que
entraron al servicio público, regresen a sus empresas y actividades
profesionales, hasta que, en otra ocasión, la suerte les vuelva a
llamar para éste u otro cargo por sorteo. Adiós a estas campañas
electorales, estas farsas teatrales con las que ocultamos la realidad
y la sustituimos por promesas asentadas en sueños irrealizables.
Digo a éstas; 4 quizás podamos encontrar otra forma de hablar de
nuestras prioridades como comunidad; ahora no lo hacemos, y
reconocerlo es un buen comienzo. Por otra parte, y no menos
importante, ¿cómo se transformarían los medios de comunicación?
Quizás el info-entretenimiento barato que hoy llamamos comunicación
política pueda madurar y afrontar la complejidad sin infantilizarla
para sustraernos del miedo a lo desconocido (Innerarity, La sociedad
del desconocimiento, 2022). No lo sé, a tanto no me alcanza. En una
parte de mundo (pequeña, es verdad), la política logró sustituir a
la violencia en el reparto de los recursos más escasos y valiosos de
una sociedad: el poder, el éxito y el reconocimiento. Pese o,
precisamente, contra Putin, no deberíamos renunciar a seguir
avanzando. El autor de Contra las elecciones, cómo salvar la
democracia sólo plantea un pequeño cambio: introducir el sorteo
para la selección de una parte de nuestro cuerpo representativo,
justo para mejorar la democracia representativa, no para sustituirla.
Y me ha dado que pensar.
Fuente: Joan Navarro “Contra las elecciones, cómo salvar la democracia” , D. van Reybrouck (2016) El País-Agenda Pública-, 2 de mayo de 2022.
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