"

"
...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

28/5/18

TEORIA Y PRACTICA DEL REPUBLICANISMO CIVICO



 La perspectiva arendtiana

Carlos Kohn W.
I. Prolegómeno

 En una célebre entrevista entre dos de los más destacados pensadores políticos italianos de la segunda mitad del siglo XX, Norberto Bobbio y Mauricio Viroli, afirmaba el primero, “que no sabía muy bien si la república de los republicanos era anhelo del futuro o nostalgia del pasado”, ni tampoco “si se trataba de un Estado ideal que no existe en ninguna parte, que existe sólo literariamente en los escritores que tú citas, y que son tan heterogéneos entre sí que resulta difícil conectarlos con un hilo consistente” (Bobbio y Viroli, 2002, p. 13). Obviamente, la frase no es ni retórica ni una muestra de pedantería por parte de uno de los más grandes estudiosos de la doctrina iusnaturalista moderna y, no menos importante, exponente de las teorías democráticas contemporáneas. El objetivo principal de este pasaje de Bobbio es señalar algunos de los problemas claves que debe plantearse cualquier proyecto intelectual que tenga como objetivo la recuperación del republicanismo, tanto el de aquellos que se remiten a la reconstrucción de un filón historiográfico que sea representativo de esa tradición política, a sabiendas lo difícil que es situar en una misma corriente a pensadores tan disímiles como Aristóteles, Cicerón, Maquiavelo, Montesquieu, Rousseau y los federalistas, por mencionar tan solo algunos de los más representativos de entre los clásicos, como los que, en nuestros días, buscan construir un corpus, más o menos coherente, que recoja las principales premisas teóricas y normativas del ‘pensamiento republicano’, teniendo como objetivo fundamental contraponer una visión de mundo distinta al actual paradigma hegemónico del pensamiento político, a saber, la así llamada filosofía o doctrina liberal.

Al escepticismo de Bobbio conviene agregar que tal vez lo más sorprendente de este intento de reconstruir la tradición republicana en nuestros días es que hasta hace algunas décadas prácticamente se ignoraba que existía y, menos aún, se sospechaba su resurrección2. Todo lo que se sabía era que, entre fines de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, se dio un movimiento de pensamiento que los historiadores denominaron ora “humanismo cívico”, ora “republicanismo clásico”3 .

 Pero fuera de la academia hubo, en realidad, poco interés por indagar acerca de la posible repercusión del ideario republicano en el debate acerca de los principios fundamentales de la democracia contemporánea. Quizás el ‘giro copernicano’ tuvo lugar cuando uno de los más famosos bete noire del pensamiento político, Nicolás Maquiavelo comenzó a ser interpretado, no como el paladín de la carencia de escrúpulos en el actuar político, sino como el adalid de la recuperación de la virtud cívica para la constitución de la República. Esta nueva interpretación cobrará fuerza principalmente a partir de la publicación de dos monumentales obras sobre el gran pensador florentino, la de J. G. A. Pocock y la de Q. Skinner4. La primera señala la raigambre aristotélica de la que permanentemente se nutre el republicanismo de Maquiavelo y la segunda reivindica el énfasis que pone este célebre humanista del Renacimiento en el significado de vivir “en un estado libre”, a partir de su análisis de la filosofía moral romana. Luego, una avalancha de historiadores de las ideas se abocaron a la tarea de hurgar esta vena republicana en otros pensadores políticos de otros tiempos y latitudes, tales como Harrington, Rousseau, Jefferson, Tocqueville, etc. A la postre, el propio Skinner llegó a proponer la reinvención del republicanismo como ‘tercera vía’ en el contexto del debate entre liberales y multiculturalistas5 . Empero, no todos los ‘rescatados’ son aceptados como inspiradores del ‘neorepublicanismo’. Baste mencionar, por ejemplo, la gran aversión que tenía Hannah Arendt para con Rousseau. Además, no siempre los autores contemporáneos interesados en el republicanismo advierten al lector de las diferencias entre el filón aristotélico y el romano; entre “republicanismo clásico” y “humanismo cívico”; entre los pensadores republicanos que resaltan la necesidad del consenso como el florentino Guicciardini y los que subrayan la virtualidad del conflicto como Montesquieu, entre otros. Más aún, unas veces el republicanismo se proyecta como igualitario y otras veces más bien como aristocrático; en ocasiones, insiste en la participación y en otras, en la deliberación; unas veces, reclama la división de poderes y el imperio de la ley (en tanto, resultado de la formalización de principios procedimentales de justicia), mientras que otras, propende hacia la idea de comunidad, vinculando la estabilidad de la república al patriotismo o a una idea compartida del bien, basada principalmente en un sentido fuerte de pertenencia6 . No obstante, a pesar de la gran diversidad de posturas, se puede reconocer, en la tradición republicana un ‘aire de familia’ que identifica ciertos distintivos básicos comunes (al menos en lo que a la teoría se refiere), tales como una concepción de la libertad entendida, principalmente, como oposición a la tiranía; la convicción de la preeminencia de la comunidad política acompañada de una dignificación de la actividad política; y, last, but not least, la postulación de una serie de valores civiles para el crecimiento personal y el buen funcionamiento de la vida colectiva. Claro que si confrontamos los puntos de vista de los distintos autores republicanos sobre el significado y alcance de estos “bienes” compartidos, volvemos a encontrar una gran disparidad de criterios entre ellos. Sostengo que, ante tal complejidad, la recuperación de elementos de dicha tradición para incorporarlos a la cultura política del presente debe evitar toda interpretación sectaria o dogmática de autores clásicos como los mencionados; es decir, el restablecimiento de las virtudes cívicas debe efectuarse de una manera más bien crítica que doctrinaria. 


Por ello creo que frente a aquellos autores ‘neo-republicanos’ obstinados en revivir las fuentes y otorgarle una gradación a las mismas en una suerte de “historia de las mentalidades” del republicanismo, Hannah Arendt es, tal vez, la primera gran pensadora de nuestro tiempo que ha realizado el temibleesfuerzo de reconstruir lo que ella ha denominado: “el tesoro perdido de la revolución”7, sin acudir para ello a las “barandillas” proporcionadas por la hermenéutica-histórica.

 II. El concepto de res publica en Hannah Arendt

 Parto de la premisa de que Hannah Arendt tiene razón cuando comienza destacando, ya en su libro La condición humana, de 1958, que los elementos cardinales y fundamentantes de todo el pensamiento republicano (democrático y libertario) son, en primer lugar, la asunción del hombre como un ‘animal político’, como un ciudadano pleno de facultades, derechos y deberes; y, en segundo lugar, la caracterización de una polis como “la organización de la gente tal como surge de actuar y hablar juntos” (Arendt, 1993, p. 39-40 y 221); y, para apoyar este planteamiento, ella establece, categóricamente, un deslinde valorativo desigual entre las esferas pública y privada, en el que el relieve lo marca lo público (el ámbito de la acción; de la expresión de la libertad), mientras que lo privado queda reducido a la satisfacción material de las necesidades básicas. Lo público, en efecto, es el reino de los fines y de la realización de los hombres; lo privado, el de los medios, el ámbito recurrentemente necesario para mantenerse como ser vivo. Además, la vida pública implica ser visto y ser oído por una pluralidad de individuos que participa en un debate entre opiniones, en un ámbito que exige publicitación, apertura y reconocimiento; aunque también exposición y riesgo. En cambio, la esfera privada, el oikos, corresponde al ámbito prepolítico de la casa y del lugar de trabajo, así como de la crematística y de la desigualdad que marcan las relaciones mercantiles con los demás integrantes de la sociedad a la que se pertenece.

Nuestra autora, en suma, caracteriza a lo público como: 1) el ámbito de la Vida Buena, 2) el escenario de la Libertad y 3) el marco de la Igualdad entre los ciudadanos. Veamos ahora cada uno de estos tres contenidos del republicanismo cívico tal como lo asume la más enaltecida de las filósofas políticas del siglo XX. El reino público, como lo denominaba Arendt, (es decir, la ‘República’) es, en primer lugar, el escenario de una acción política autorrealizadora cuyo telos es transmutar la futilidad de la vida en creatividad colectiva. En tal hazaña los hombres articulan un poder horizontal mutuo que les lleva no sólo a organizar, sino a fundar algo nuevo, más allá de su naturaleza mortal. Este proyecto se ejercita de manera visible, cara a los pares, y con ello la esfera pública se llena de sentido. Es el área de la excelencia y la distinción ya en el ágora, ya en la liza. Sus premisas fundamentales son la capacidad y la determinación para trascender lo dado, enmarcadas en dicha acción. La res publica es un concepto relacional que anima y sostiene la libertad y el autogobierno. Por eso la construcción del bien común precisa del juicio crítico intersubjetivo y de la participación constante de los ciudadanos en las acciones colectivas. A su vez, Arendt entiende a la acción como la autorrevelación e incluso la autorrenovación del actor a través del medio del habla, que se hace posible sólo en presencia de otros que ven y oyen y que, por lo tanto, son capaces de establecer larealidad de una expresión mancomunada8 .

La virtud republicana se fundamenta, así, no en la imposición por la fuerza de una voluntad victoriosa, sino en el poder extraído del acuerdo y la promesa mutua de hombres reunidos para emprender una acción. Necesita de ciudadanos que se muevan por sentimientos compartidos, no por intereses privados. Mas los lazos republicanos no se alimentan sólo de buena fe y del calor patriótico; sus precondiciones son la voluntad y el juicio. El peso de las costumbres equilibra la conflictividad y el dinamismo que impulsan las instituciones y, sobre todo, el tipo de ciudadanía que la república genera. En la compleja imbricación entre instituciones, leyes y costumbres, propia del republicanismo, el debate público endereza las debilidades humanas. De este modo, la ‘República’ como marco de la acción, deliberación y libertad entronca con una noción fuerte de ciudadanía que tiene un sentido existencial y compromete toda la identidad. 

El hombre como ciudadano es un ser de una sola formación moral, respetuoso de las convicciones de los otros. La cuestión es que los ciudadanos se entreguen a la colectividad, que amen las leyes que ayudan a construir, y que generen unas instituciones que expresen su voluntad y su deseo. Por ello, la solidaridad es la virtud política cardinal y es indispensable para la acción, para la entrada en un ámbito público que quiebra las cadenas de la existencia privada y de esta manera ilumina la “libertad del mundo”9. La acción cívica es, así, la experiencia más elevada de la Vida Buena.
 En segundo lugar, lo Público es el reino de la independencia. Empero, la libertad republicana no es sólo la seguridad de no ser esclavizado por los demás. La independencia y liberación de los lazos personales también forma parte de la libertad negativa del ideario liberal. Arendt, al igual que Aristóteles, sostiene que la libertad de la vida pública requiere de la satisfacción de las necesidades vitales de los hombres, una tarea que corresponde a la esfera de lo privado en su capacidad económica, como oikos10. Por lo tanto, la organización del hogar debe ser lo suficientemente adecuada para proporcionar a sus miembros el tiempo suficiente para ejercer la libertad pública. Según nuestra autora -y en esta oportunidad coincide con la doctrina liberal- esta posibilidad, “inherente al gobierno republicano”, sólo puede controlarse institucionalizando la propiedad tanto la colectiva como la de los particulares, a través de la elaboración de leyes que garanticen públicamente los derechos a la vida privada, es decir, la creación de deberes constitucionales. “En efecto, o la libertad política, […] significa el derecho a participar en el gobierno, o no significa nada” (H. Arendt, 1967, p. 230-231).

Pero Arendt va más allá de Aristóteles y de los liberales procedimentalistas, ya que antepone las condiciones éticas y políticas requeridas para la emergencia del ciudadano como sujeto independiente que posee opiniones sustanciales y autónomas. Si la forma institucional de lo privado como propiedad garantizaría esta independencia, estableciendo “límites externos” entre el libre ejercicio de la acción por parte de los ciudadanos en la esfera pública y la obligatoriedad de satisfacer necesidades en el hogar, en el ‘límite interno’ de los ciudadanos se encuentra el grado de capacidad de juicio intersubjetivo que se forma a partir del respeto a la pluralidad; siendo ésta la verdadera precondición para promover la libertad política, sin la cual la vida se torna enteramente “superficial”11.
Finalmente, lo característico de la libertad republicana es que se plasma a través de la acción pública. Y es de esta manera que la libertad negativa se transforma en libertad positiva: ser libre -desde la visión republicana arendtiana- es una capacidad que realiza a quien la practica; a quien forma parte de la constitución y de la defensa de una comunidad política; a quien busca incidir en la elaboración o perfeccionamiento de las leyes o normas que rigen la ciudad (la polis, los municipios, las comunidades: la República). Ser libre es contribuir al bien común, en vez de dedicarse a los asuntos propios, a mantenerse ajeno a la grandeza del autogobierno, otro sinónimo de la libertad republicana.
 En tercer lugar, la ‘República’ presupone una pluralidad de individuos desiguales por naturaleza que, sin embargo, son “construidos” como políticamente iguales. Según Arendt, el significado de polis implica isonomia (literalmente, la igualdad en relación con la ley); un ám mbito donde “ni se gobierna ni se es gobernado” en el sentido de una ausencia de diferenciación entre gobernantes y gobernados dentro del cuerpo ciudadano; donde prevalece el élan de Maquiavelo, a saber, el “deseo de no ser dominados”, y que alude a una rotunda liberación de cadenas personales. Es decir, que la legitimación de un orden político (de una res publica) no puede provenir de la obediencia (coerción violenta) de los ciudadanos en su relación con el Estado, sino de la construcción de acuerdos solidarios entre hombres deliberantes, con el fin de crear una comunidad política a fin de defender sus intereses comunes. La esfera pública establece, así, un modelo de interacción caracterizado por el discurso no coercitivo entre ciudadanos que poseen e intercambian libremente una verdadera pluralidad de opiniones acerca de los asuntos de interés general, en una racionalidad comunicativa –Habermas ante litteram – que amplia el juicio particular de cada cual y le lleva a ejercer un uso público de la razón. En palabras de Arendt: El espíritu de las leyes [i.e. la ‘República’] [...] está basado en la noción de un contrato que liga recíprocamente; [...] y cada asociación establecida y actuante según el principio del asentimiento, basado en la promesa mutua, presupone una pluralidad que no la disuelve, sino, por el contrario, se conforma en una unión – e pluribus unum (Arendt, 1972, p. 94).

 No obstante, esta exigencia a aceptar el pluralismo no significa, meramente, que existe otredad, que hay algo que frustra los deseos, las ambiciones, las pasiones o las metas que cualquiera de nosotros pudiese tener y, por lo tanto, que el agente, predominantemente necesario, para regular la sociedad civil deba ser el de la “libertad negativa”. Se trata, más bien, de que existe una distinción singular acerca de todos y cada uno de los individuos humanos y que todos tienen iguales derechos al reconocimiento y a la solidaridad respecto de sus necesidades e intereses particulares. De allí que, frente al paradigma procedimentalista, hegemónico en nuestros días, nuestra autora reivindica el derecho a la isonomía y la capacidad de juicio crítico intersubjetivo como las condiciones de posibilidad específicas para una conformación pluralista y participativa de la esfera pública, es decir, de una praxis comunicativa democrática que opere como contrapeso y juez evaluador del poder gubernamental, constriñéndolo a un ejercicio limitado y visible de la autoridad.
Más aún, cuando Arendt habla de pluralidad, enfatiza que se trata – tal como lo afirma en el pasaje citado – de una “pluralidad de únicos”, poniendo el acento en la distinción. La preservación permanente del elemento de la distintividad humana, o de la diferencia, en el curso de la acción incide en el rechazo al establecimiento de identidades colectivas, ya estén basadas en la raza, la religión o la ideología. Es esta noción radical de pluralidad la que, en última instancia, la aleja de manera tajante de toda idea de consenso racional universalmente válido, sea la de los neoliberales, sea la de los comunitaristas más recalcitrantes. Sólo mediante la deliberación pública -entre ciudadanos, en igualdad de derechos- se puede lograr acuerdos, y éstos siempre serán transitorios. El bien que intenta alcanzar una comunidad es siempre un bien plural, es decir, un bien que refleja las diferencias entre personas: sus distintos intereses y opiniones y, al mismo tiempo, los vínculos que los unen como ciudadanos, esto es, la solidaridad y reciprocidad que ellos cultivan como iguales políticos.

 Bajo estas premisas, el ideario republicano – enunciado por Arendt – ha de configurarse, en un primer momento, como una práctica emancipadora sustentada en el fomento de la solidaridad, del respeto mutuo, del ejercicio de la crítica, así como en la valoración de la racionalidad comunicativa del discurso propio y del ajeno, y, en un segundo momento, como el medio facilitador para la incorporación activa de los ciudadanos a la vida pública, en un proceso que conllevaría necesariamente a la democratización de las relaciones humanas. Esta doble secuencia, que corresponde a los cometidos de la ética del discurso y de la praxis política, no es otra cosa que el desglose de un único proceso formativo del género humano -en modo alguno lineal o anticipable, sino discontinuo, impredecible, conformado a través de múltiples mediaciones- orientado primariamente a fomentar, siempre dentro del contexto de la interacción social, la capacidad reflexiva del sujeto y la definición de su propia identidad y, desde esta autoconstitución moral – para utilizar una expresión de Foucault –, hacia el desarrollo de un sujeto-ciudadano, capaz de defender sus derechos, y que sea participante comprometido en la práctica de la democracia, que asuma a la República como proyecto de realización colectiva; como “una forma de vida o forma de vivir”.

 III. La recuperación del “tesoro perdido”

Como hemos visto, para Hannah Arendt, la verdadera política es siempre acción libre. Se trata de que todos y cada uno de los individuos realicen las actividades que juzgan necesarias y que todos tengan iguales derechos al reconocimiento y a la solidaridad respecto de sus motivaciones e intereses particulares. Una labor manual o un trabajo creativo pudieran ser realizados por individuos solitarios, pero la acción y el discurso precisan del testimonio y la participación de otros hombres. Es la actividad que requiere de la existencia de aquel espacio público, o ‘república’, en el cual los hombres se reúnen y participan los unos con los otros. Pero si, justamente, se trata de promover intereses personales o grupales y reclamar derechos, no basta con el mero acto de hacerse presente, los ciudadanos deben participar activamente en la gestión de los asuntos comunes.
Obsérvese como lo expresa la filósofa judía en el siguiente pasaje: Ya hemos mencionado el poder que se genera cuando las personas se reúnen y actúan de común acuerdo, poder que desaparece en cuanto se dispersan. La fuerza que las mantiene unidas, [...] es la fuerza del contrato o de la promesa mutua. La soberanía que es siempre espuria si la reclama una entidad aislada, sea la individual de una persona o la colectiva de una nación, asume una cierta realidad limitada en el caso de muchos hombres recíprocamente vinculados por promesas [...] La soberanía de un grupo de gente que se mantiene unido, no por una voluntad idéntica que de algún modo mágico les inspire, sino por un acordado propósito para el que sólo son válidas y vinculantes las promesas, muestra claramente su indiscutible superioridad sobre los que son completamente libres, sin sujeción a ninguna promesa y carentes de un propósito. [Para expresarlo con mis palabras: ¡La ética de la responsabilidad precondiciona a la ética de la libertad instrumental!] [...] Los únicos preceptos [...] que son válidos en el terreno de los acuerdos, costumbres y modelos [...] surgen directamente de la voluntad de vivir junto a otros [...], y son así como mecanismos de control construidos en la propia facultad para comenzar nuevos e interminables procesos (Arendt, 1993, p. 263-265)12.
El eje conceptual de esta propuesta, lo ofrece la racionalidad dialógica que preside la comunicación humana en el reino público, pues – arguye Arendt – sólo el intercambio libre y pluralista de opiniones y el acuerdo entre sus participantes, resultante de ello, es lo que genera un poder legítimo, en contraposición al mero ejercicio instrumental y egoísta de la coacción. En consecuencia, la ‘república arendtiana’ no puede ser una forma de gobierno en el que una persona o grupo domine a otro. Implica más bien un ‘no gobierno’, la acción mutua y conjunta fundada en la pluralidad humana y en la isonomía de los ciudadanos que permite que los individuos debatan e intenten convencerse mutuamente. 

La quintaesencia de la vida política son, entonces, “los acuerdos” y “las promesas mutuas”, y no la fuerza ni la violencia; es decir, para Arendt la política jamás podrá significar la manipulación de los otros mediante la creación de idolas (Bacon), sino que implica el debate libre y abierto entre iguales, a través del cual tratamos de formar, someter a prueba, aclarar y volver a probar las opiniones, hasta llegar al mutuo acuerdo, que hace plausible que compartamos, solidariamente, nuestra soberanía13.

Con base en esta convicción, nuestra autora no deja de reiterar que no basta que un pueblo comparta una lealtad hacia una autoridad comúnmente reconocida para que se dé una ‘comunidad política’. Ciertamente, en ese caso, se estaría hablando de un Estado; y si el Estado se gobierna por leyes – en vez de por decretos arbitrarios –, sería, por supuesto, una ‘comunidad legal’; pero ello no es suficiente para que una comunidad sea política, esta última se crea – tal como lo hemos señalado a lo largo de este ensayo – a partir de la capacidad que tienen los hombres para arribar a acuerdos entre sí y cumplir con los compromisos establecidos y por límites de tiempo estipulados concertadamente14. Por consiguiente, a diferencia de un Estado o de una comunidad legal, una comunidad política (i.e.: una República) no puede crearse de una vez y para siempre, ni su existencia puede garantizarse mediante la creación de una determinada serie de instituciones. Según Arendt, los parlamentos representativos, las elecciones libres, la libertad de expresión y de asociación, etc., son solamente las condiciones previas de la política y, por sí mismas, no pueden crear o sustentar una comunidad política. A lo sumo, pueden crear la sensación de que existe una sociedad civil estable, que al menos formalmente permite la puesta en práctica de los valores democráticos, pero no instauran una forma de vida pública. Esta última sólo aparece cuando la mayoría de los ciudadanos, o al menos una parte considerable de ellos, se identifica con la vida pública, valora los asuntos públicos más que sus propios intereses privados y toma parte activa y permanente en el manejo de éstos. Para lograr esta meta habría que ejercer, ciertamente, una radicalización del principio de participación democrática (aquello que otrora Gramsci denominara “Una reforma intelectual y moral”). Esta radicalización consistiría en ‘despertar’ a la ciudadanía para que actúe en aras de lograr los tres contenidos planteados por el republicanismo arendtiano, a saber:

 1) Implementar el carácter universal del derecho y del deber a participar en la res publica.
2) La apertura cabal de todas las áreas de la actividad propia de una república (política, social, cultural, etc.) y de sus organismos institucionales a la aplicación de este derecho y de este deber por parte de todos los ciudadanos.
 3) Someter las distintas preferencias particulares existentes al poder comunicativo de la deliberación y de la acción concertada.
En suma, Arendt sostiene que si aprehendemos la política en su justa dimensión, en el sentido de práctica de la responsabilidad cívica, entonces, la persuasión, el diálogo, y no la violencia desgarradora, serían los que dominarían la racionalidad intersubjetiva de los ciudadanos en su relación con el ordenamiento institucional de lo político. De esto se desprende que, para poder construir una ‘República’, es necesario asumir, en un debate plural, una filosofía y un lenguaje políticos que coordinen la noción y la práctica de la ciudadanía a partir de la comprensión y la defensa de los ideales de la democracia, a través del aprendizaje cívico de los contenidos de la igualdad, la libertad y la solidaridad. Reconstruido sobre la tradición helénica, este modelo republicano – en que vendría a concretarse, en términos prácticos, la democracia deliberativa y participativa – nos ha legado a nuestro presente político su fuerza normativa y un contundente impulso para llevar a cabo una verdadera ‘revolución política’ en el sentido arendtiano del término. Se trata de un nuevo paradigma de la política que ha asumido como su telos la construcción de un reino público democrático como escenario para el diálogo y la acción entre los ciudadanos, no sólo para defender derechos, sino, por sobre todo, para que cada miembro de la sociedad sea capaz de cumplir con sus deberes.

IV. Conclusiones

 Revitalizar el discurso del republicanismo cívico, uno de los desafíos que nos presenta el debate moral y político en nuestros días, supone, en primer término, contextualizar la reflexión en los ámbitos históricos concretos de la acción política, en el terreno de la negociación y el conflicto en la gestión de los problemas sociales, y, en segundo lugar, como propuesta normativa, afrontar la tarea de construir un lenguaje crítico que nos permita reconocer las relaciones de subordinación y desigualdad, además de mediar entre la facticidad de los hechos y la reflexión a través de la praxis compartida del juicio. Pero, al mismo tiempo, en tanto que recurso emancipador, habrá de moldearse como un lenguaje de posibilidades que conjugue de modo significativo el momento de la comprensión y la comunicación críticas con la estrategia racional de construir solidariamente las pautas y las instituciones de un orden social cívico-republicano.
 Este fue seguramente el telos de Hannah Arendt en su vasta obra; y así lo han entendido sus seguidores en América Latina15. Las expectativas de estos intelectuales, cifradas en el ideario arendtiano, al poner el énfasis en la dimensión de la integración entre comunidades en un conjunto de instituciones que constituirán una suerte de hogar público preservando la multiculturalidad – es decir, las diferencias –16 se sustentan, en el caso de éstos, en una demanda de sentido que crece a medida que se transforman los valores y formas de vida. En esta demanda no está sólo en juego la relación entre régimen político y condiciones económicas, sino la autoimagen de la sociedad. La pregunta que ellos se plantean es ¿cómo defender algún sentido de lo colectivo frente a los procesos de atomización y diferenciación que llevan consigo la modernización y el desarrollo? La interrogante parece basarse en la idea de que la república como valor integrador o está en crisis o no es suficientemente moderna, ya que continúa basando su legitimidad en un principio de identidad que está más allá de la elección y de la autonomía individual.

 En todo caso, el mercado como mecanismo ‘natural’ y la nación como comunidad preconstruida cuasi-naturalmente se mostraron como respuestas insuficientes al fantasma de la desintegración política y a los mecanismos de exclusión socialmente producidos. De manera que la demanda de koinonia, en este caso producto de una modernidad deficitaria, se expresaría en la necesidad de afirmar una identidad colectiva, un conjunto de certezas compartidas, valores comunes y referencias unitarias que se agenciarían tanto frente a los autoritarismos como frente a los rebrotes populistas. Esta necesidad de construir una esfera pública a la Arendt, es, en la opinión de estos autores, incluso más necesaria en Latinoamérica, debido a que esta región se caracterizó por sufrir una modernización sin Ilustración. Así lo afirma por ejemplo Norbert Lechner: [...] no hay una imagen fuerte del ciudadano, resultado de un proceso limitado de individuación. En muchos sectores campesinos el voto electoral, por ejemplo, no es considerado una decisión personal. Predomina una identidad colectiva, pero este sentido de pertenencia a una comunidad, siempre amenazada por peligros de usurpación y exclusión, no se reconoce en el Estado [...] las nociones colectivas de pueblo, masas, clase, tienen mucho mayor poder de evocación que la idea de ciudadano. La conciencia corporativa de derechos adquiridos me parece más fuerte que el principio igualitario del derecho a tener derechos en que se funda la ciudadanía (Lechner, 1992, p. 136-137). En efecto, si la modernización profundiza el proceso de fragmentación (entendida ésta no sólo en el sentido de florecimiento de las diferencias culturales, regionales, etc., sino en el más dramático que apunta a la virtual exclusión de una parte de la población), más que nunca se requiere de una integración compensatoria frente a los límites de la racionalidad técnico-instrumental del mercado y de la lógica burocrática. La esfera política casi pensada como politike koinoia, encarnaría lo público como sentimiento ciudadano, como identidad comunitaria.
 Es allí donde entra Hannah Arendt. Frente a los riesgos y asechanzas de los autoritarismos, la propuesta pasaría por rescatar el espíritu de la civilidad que tuvo su momento de máxima expresión en la etapa de lucha contra los regímenes autoritarios. En ese espacio de aparición, la lucha por la democracia respondía también a una demanda de comunidad: de la civilidad, a través del reconocimiento del nosotros frente al enemigo autoritario. En tal sentido, la república no sería otra cosa más que el eje aglutinador de una serie de demandas. De lo que se trata es, entonces, de reavivar y reencauzar ese espíritu de civilidad a través del fortalecimiento de la esfera pública, entendida ésta, ante todo, como el espacio común de comunicación y de participación política. El poder agonal se conformaría así como el lugar de expresión de la sociedad civil plural; el escenario de lucha por sus aspiraciones, valores y propuestas. Constituiría el entramado de automediación de la sociedad civil con un ‘Estado consejista’ concebido como “núcleo regulador en el que las distintas alternativas generadas en la sociedad puedan tener tal expresión” (J. C. Portantiero, 1989, p. 60). Obviamente, si queremos que este proyecto de republicanismo cívico se haga posible, tendremos que cuestionar, por un lado, el ‘institucionalismo procedimental’ de los liberales ‘universalistas’, siempre sordos a las demandas de soberanía popular de la sociedad civil desarrollada, y, por otro lado, habrá que rechazar el ‘antiinstitucionalismo dogmático’ de aquella izquierda intelectual que, al referirse a la democracia, sólo tiene actitudes arrogantes y excluyentes. Es decir, frente a la demonización contrainstitucionalista del poder del Estado, la teoría arendtiana de la democracia parte de la inseparable vinculación entre las instituciones del Estado y la sociedad civil como el camino más apropiado para que las mediaciones del Estado constitucional democrático permitan desenvolver el proyecto del autogobierno del pueblo. El republicanismo no admite, pues, que el Estado se arrogue -ubicuamenteel papel de árbitro de las necesidades de la sociedad, como si de un organismo invariable y omnipresente se tratara, según nos tienen acostumbrados los autoritarismos de todos los signos ideológicos y, ahora también, el ‘procedimentalismo demo-liberal’17.
Así como Tocqueville consideró que el gran mérito de la democracia norteamericana fue el haber producido “una ciencia política nueva en un mundo completamente nuevo [...] porque en tiempos de revolución, [...] el espíritu del hombre deambula entre tinieblas y hace falta entonces, crear un nuevo saber” (1945, p. 33), también hoy surge la necesidad de construir un nuevo paradigma de la política que sea capaz de articular críticamente los nuevos símbolos, discursos y prácticas sociales y culturales emergentes; que transforme radicalmente el modo tradicional de hacer política; que modifique el viejo esquema de relaciones entre los dirigentes y los dirigidos, entre los intelectuales y el pueblo, y que genere un nuevo proyecto ético-político que haga posible la recuperación del protagonismo de la ciudadanía en la búsqueda del bien común (la eudaimonía), no sólo para poder subsistir, sino, sobre todo, para vivir libre y dignamente.
 Este es el verdadero desideratum del republicanismo cívico tal como fuera formulado por Hannah Arendt.

Referências ÁGUILA, R. del. 1990. Maquiavelo y la teoría política renacentista. In: F. VALLESPÍN (comp.), Historia de la teoría política. Vol. 2., Madrid, Edit. Alianza. ARENDT, H. 1967. Sobre la revolución. Madrid, Revista de Occidente. ARENDT, H. 1972. Crises of the Republic. New York, Harcourt Brace Jovanovich. ARENDT, H. 1993. La condición humana. Barcelona, Paidos. ARENDT, H. 1996. Entre el pasado y el futuro. Barcelona, Edic. Península. BÉJAR, H. 2000. El corazón de la república. Barcelona, Paidos. BOBBIO, N. y VIROLI, M. 2002. Diálogo en torno a la República. Barcelona, Tusquets Editores. DE TOCQUEVILLE, A. 1945. Democracy in America. Vol. II, New York, Alfred A. Knopf. GARGARELLA, R. 2001. El republicanismo y la filosofía política contemporánea. In: A. BORON (comp.), Teoría y filosofía política: La tradición clásica y las nuevas fronteras. Buenos Aires, Edit. CLACSO, p. 41-66. GARIN, E. 1958. L’Umanesimo italiano: Filosofía e vita sociale nel Rinascimiento. RomaBari, Laterza Edit. KOHN, C. 2003. Hannah Arendt’s Conception of Solidarity as a Critique to Liberalism. In: A. SOETEMAN (ed.), Pluralism and Law (Proceedings of the 20th IVR World Congress, Amsterdam, 2001). Vol. 1: Justice. Stuttgart, Franz Steiner Verlag, p. 123- 130. KOHN, C. 1997. Consideraciones acerca de los substratos “éticos” de la teoría liberal de la democracia. In: L.M. BARRETO (coord..), Ética y filosofía política en Venezuela. Caracas, CEP/FHE, p. 93-125. KOHN, C. 2000. Las paradojas de la democracia liberal: La ausencia del hombre en el ‘fin de la historia’. Caracas, eXd. LAFER, C. 1993. Ensayos liberales. México, F. C. E. LECHNER, N. 1990. Los patios interiores de la democracia. Chile, F. C. E. LECHNER, N. 1992. ¿La política debe y puede representar a lo social? In: M. Dos SANTOS (Coord.), ¿Qué queda de la representación política? Caracas, Edit. Nueva Sociedad. POCOCK, J.G.A. 1975. The Machiavellian Moment: Florentine Humanism and the Atlantic Republican Tradition. Princeton, Princeton University Press. PORTANTIERO, J.C. 1989. La múltiple transformación del Estado latinoamericano. Nueva Sociedad, 104(noviembre). SCHNEEWIND, J.B. 1993. Classical Republicanism and the History of Ethics. Utilitas, 5(2):185-207. SKINNER, Q. 1978. The Foundation of Modern Political Thought. Vol. I: The Renaissance. Cambridge, Cambridge University Press. SKINNER, Q. 1997. Liberty before Liberalism. Cambridge, Cambridge University Press. VARGAS-MANCHUCA, R. 2003. Inspiración republicana, orden político y democracia. In: J. RUBIO-CARRACEDO; J. M. ROSALES y M. TOSCANO (eds.), Educar para la ciudadanía: Perspectivas ético-políticas. Málaga, Contrastes.



Notas:
1 kohncl@eldish.net fpolvzla@yahoo.com
2 Véase R. Gargarella (2001, p. 41-66). 3 Véase, entre muchos otros, E. Garin (1958); R. Águila (1990) y J.B. Schneewind (1993).
4 J. G. A. Pocock (1975) y Q. Skinner (1978, esp. p. 3-48, 69-112 y 139-189). 5 Véase, Q. Skinner (1997, esp. p. IX y 44-56). 6 Véase, R. Vargas-Manchuca (2003, esp. p. 108-109).
7 Véase, H. Arendt (1996, p. 10 y ss). A juicio de Arendt, tanto el liberalismo como el marxismo son tradiciones fundamentalmente antipolíticas pues han sido incapaces de apreciar la dignidad y la autonomía de la política, reduciéndola, en el mejor de los casos, a mera administración o a pura gestión de la violencia. Además, ella descarta cualquier vínculo del republicanismo con una escuela filosófica y sólo reconoce la herencia de los “hombres que vinculan la política con el discurso y la acción”, tales como Pericles, Maquiavelo, Jefferson y Tocqueville, entre otros. “Si no revivimos esa tradición – acota nuestras autora – “seremos incapaces de reconocer el tesoro perdido de las revoluciones”, es decir, no podríamos revelarle al mundo, que “sólo la participación en los asuntos políticos conduce a la verdadera felicidad pública” (Véase, Arendt, 1996, p. 80-90; 1967, p. 136-142).
8 Véase, H. Arendt (1993, p. 59 y ss. y p. 200-205). También puede consultarse el excelente análisis que sobre este aspecto del republicanismo de Hannah Arendt ha hecho Helena Béjar en su libro El corazón de la república (2000, esp. p. 25-37). 9 Sobre el concepto arendtiano de solidaridad puede consultarse mi ensayo, C. Kohn (2003). 10 Véase, H. Arendt (1993, p. 43-45). 11 Véase, H. Arendt (1993, p. 71-73 y 76-77).
12 Véase, también, Arendt (1996, p. 241 y ss).
13 Véase, H. Arendt (1993, p. 222-225 y 255). 14 Véase, H. Arendt (1967, p. 175-189).
15 Véase, C. Lafer (1993, esp. p. 96- 125 y 150-166) y N. Lechner (1990, esp. p. 17-38). 16 Véase, N. Lechner (1990, p. 28-30).
 17 En otros textos he desarrollado mi crítica, desde una perspectiva ‘arendtiana’, a lo que he denominado las antinomias de la democracia liberal. Véase, C. Kohn (1997, p. 93-125) y C. Kohn (2000, esp. p. 23-77)

Fuente: . Filosofia Unisinos 6(2):138-148, maio/ago 2005

No hay comentarios: