Por David Rodríguez Rodríguez (1)
Etimológicamente el término griego
parrhesia viene de pan rhema y quiere decir "la actividad de decirlo
todo". Parrhesiazesthai significa "decirlo todo” y el parrhesiastés
es "quien dice todo". Según Michel Foucault para que se pueda hablar
de auténtica parrhesia "es menester que el sujeto, al decir una verdad que
marca como su opinión, su creencia, corra un riesgo, un riesgo que concierne a
la propia relación que el mantiene con el destinatario de sus palabras"
incluso hasta hacer peligrar la propia existencia del que habla, por lo menos,
"si su interlocutor tiene algún poder sobre él y no puede tolerar la
verdad".
Sin embargo, no toda la responsabilidad en esta apuesta por la
verdad cae del lado del que asume el riesgo si no que la parrhesia puede
desenvolverse por medio de un "juego parrhestiástico" en el que aquel
que recibe la verdad (sea "el pueblo, el príncipe o un amigo") debe,
según recuerda Foucault, aceptarla, por ofensiva que sea para las opiniones
manifestadas y "reconocer que quien corre el riesgo de decirles la verdad
tiene que ser escuchado [...] de modo que se establezca una suerte de pacto por
el cual si el parrhesiasta muestra su coraje para decir la verdad con respecto
a todo y contra todo, aquel a quien se dirige esa parrhesia deberá mostrar su
magnanimidad aceptando que se le diga la verdad".
No hay duda de que la izquierda (o
las izquierdas) de hoy no sólo desconfían de que aquellos para los que hablan,
o deberían hablar, —la gente del común— vayan a comportarse, dada la minoría de
edad que aquellas les atribuyen, del modo magnánimo que preveía la ética griega
si no que, además, están demasiado acostumbradas a concebir la política como
algo más parecido a un asunto de prevención de riesgos que a un compromiso
moral, de ahí su contumacia en la mentira (y no hablo de la pequeña mentira de
regate corto institucional si no de las grandes mentiras que nutren con
alimentos contaminados los imaginarios colectivos durante años y que cortan el
acceso a otras viandas más frescas) pese a saber del mal negocio que, en el
largo plazo (y como ahora está quedando claro a golpe de desafección), suponen
estas prácticas.
Así, cuando los últimos estertores
de la socialdemocracia extendían la buena nueva de que era posible mantener el
Estado del bienestar a partir de las migajas que iba dejando la vía libre
otorgada al movimiento de capitales, o cuando —ahora que el milagro financiero
se mustia— esa misma socialdemocracia echa de menos el regreso de los buenos
tiempos de redistribución nacional a partir de los impuestos pagados por el
sector industrial, no se está más que inflando la burbuja de la mentira.
Otro tanto hace esa otra izquierda nominalmente no
socialdemócrata —pero socialdemócrata de facto desde el momento en que también
se convirtió en una maquinaria electoral— que aboga por el mismo tipo de
soluciones económicas al tiempo que posterga la asunción de cualquier otra
alternativa a la nebulosa de la línea del horizonte; que es, como se sabe, la línea
a la que nunca se llega.
No extraña, pues, que, cuando
aparece como evidente el papel que juega la Unión Europea como
superestructura tecnocrática (ver si no a Monti queriendo gobernar Italia sin
pasar por las elecciones) encaminada a detraer las herramientas que la
soberanía popular —filtrada a través del estado-nación— tenía, mal que bien a
mano, para domar la voracidad del sistema económico (devaluación e impresión de
moneda), ni la izquierda oficialmente socialdemócrata, ni la otra, son capaces
de decir claramente, y en todos los foros, que no hay camino practicable para
las políticas no neoliberales —es decir, para una salida de la crisis que no
lleve aparejada la perpetración de un saqueo histórico— ni para independencias
reales de ningún país (por mucho referendum de autodeterminación que se
convoque) permaneciendo en esa sanguijuela boreal que chupa la sangre al sur
del continente.
Tampoco extraña que la cuestión del
acaparamiento de recursos energéticos escasos que hoy tanto están detrás de la
mayor parte de las guerras del mundo como del sondeo por parte de las
multinacionales de cada esquina del planeta en busca de metales preciosos,
tierras raras o shale gas (sea en Corcoesto, Viana do Bolo, el monte Galiñeiro
o el predio que la Xunta
tenga a bien conceder a cualquiera empresa resuelta a practicar en el subsuelo
de nuestro país la agresiva técnica del fracking), así como la cuestión de la
inviabilidad ecológica del modo de vida que consume todos esos recursos, nunca
serán mencionadas públicamente (o lo serán partiendo de la retórica del
anticolonialismo desarrollista) por unas izquierdas que, cada día más, pasaron
de la gestión de lo existente a la digestión de lo que va camino de dejar de
existir.
Para Cornelius Castoriadis en la
polis de la antigua Grecia la parrhesia era la "obligación moral de hablar
con absoluta franqueza y el compromiso que cada cual asume de hablar realmente
con toda libertad cuando se trata de asuntos públicos" y, según el
filósofo, conformaba, con la isegoria (el derecho de todos los ciudadanos a
tomar la palabra) y la isopsephia (el igual peso de todos los votos) uno de los
rasgos fundamentales y constitutivos del ciudadano. Difícilmente podrán
nuestros parlamentos recordar, ni aunque sea levemente, a las viejas polis griegas
cuando tan saludable obligación moral desapareció incluso de aquellos llamados
a ejercer de tribunos del pueblo.
(1).- Fuente: http://ofunambulistacoxo.blogspot.com.es/
No hay comentarios:
Publicar un comentario