LIBERTAD Y COMUNIDAD EN SPINOZA .-
El propósito de esta exposición es
presentar algunas sugerencias para una reconsideración del problema de la
libertad política en la filosofía de Espinosa. Es ésta una cuestión que ilustra
las divergencias de interpretación de la teoría política espinosista; y que
está por otra parte conectada con el debate, crucial para la reflexión política
actual, sobre larelación entre las perspectivas individual y colectiva, y a la
búsqueda de un punto de conjugación entre la autonomía individual,
irrenunciable ya en las sociedades modernas, y la no menos indispensable
vinculación de los individuos modernos a espacios comunitarios de solidaridad,
una vez que las soluciones unilaterales -individualismo y colectivismo- se han
revelado históricamente como insatisfactorias. No podemos trasladar los
problemas de nuestro siglo a la obra de Espinosa; pero sí encontrar en ella, al
menos, elementos de reflexión sobre los aspectos problemáticos de esa tensa
relación.
Adoptaré como hilo conductor de la
exposición la distinción que propone Wellmer en uno de sus últimos trabajos
(Wellmer, 1991) entre concepciones individualistas y concepciones comunitarias
de la libertad. Una distinción que se hace eco de las de Constant entre la
"libertad de los antiguos" y la de los "modernos" -o Berlin
-libertad "positiva" y libertad "negativa" (Berlin, 1988)-,
pero que, a mi juicio, recoge mejor las raíces antropológicas e
histórico-sociales de las concepciones alternativas de la libertad política, y
adopta un enfoque más apropiado para comprender la concepción espinosista de la
misma.
Como recuerda Wellmer, hay un desacuerdo
básico entre las teorías modernas de la libertad política, respecto a si ésta
ha de entenderse primariamente (aunque no forzosamente de manera exclusiva)
desde el punto de vista del individuo o desde el punto de vista de la
colectividad.
Una teoría individualista tiene como
premisa el atomismo antropológico, así como una concepción instrumental de la
sociedad. La libertad consiste en la facultad del individuo de realizar o no ciertas
acciones sin ser obstaculizado por los demás (y en particular por el poder
estatal). Y el ámbito, mayor o menor, de la libertad, es el del conjunto de
derechos, absolutos e inviolables, del individuo (sólo limitados por los de los
demás). Una concepción vinculada típicamente a la tradición liberal, y que
enprincipio es compatible con cualquier forma de gobierno; incluso, como
advierte Berlin, 1988: 199) con una autocrática.
Una concepción comunitaria, en cambio,
-Wellmer prefiere este término al de "colectivista" a causa de las
connotaciones extraordinariamente negativas que el segundo ha adquirido-
considera que el lugar original de la libertad es la comunidad en la que los
sujetos han sido individuados a través de la socialización. "Incluso como
libertad individual -escribe Wellmer-, esta libertad debe tener un carácter
comunitario o al menos un aspecto esencialmente comunitario, que se expresa y
se manifiesta en la forma en que el individuo participa en y contribuye a las
prácticas comunitarias de su sociedad" (Wellmer, 1991:106). La libertad es
en esta concepción autodeterminación individual, pero inseparable de la
colectiva; se la concibe en el marco de una visión de la sociedad como
comunidad: no en vano la polis griega -o mejor, una visión idealizada de la
misma- es su modelo de referencia característico. Propia, por su parte, de la
tradición republicana y democrática.
Pues bien: sin duda en Espinosa prevalece
la concepción comunitaria de la libertad, en congruencia con su concepción de
la libertad en general, y particularmente de la libertad humana. Piensa que la
libertad es potencia, capacidad de ser dueño de las propias acciones; en sus
propios términos, de ser causa adecuada o sui iuris (literalmente, autónomo).
"Efectivamente la libertad es –escribe- una virtud o perfección; y por
tanto, cuanto supone impotencia en el hombre no puede ser atribuido a la
libertad" (TP 2/7)1. Y algo más adelante: "Llamo libre, sin
restricción alguna, al hombre en cuanto se guía por la razón; porque, en cuanto
así lo hace, es determinado a obrar por causas que pueden ser adecuadamente
comprendidas por su sola naturaleza" (TP, 2/11).
Esta definición de la libertad humana
como capacidad de autodeterminación es plenamente coherente con la ontología
espinosista de la potencia. "Se llama libre a aquella cosa que existe en
virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinada por sí sola a
obrar" (E1D7)2.
En términos absolutos sólo la Sustancia o
Dios, por consiguiente, sería libre -como apostilla el propio Espinosa (véase
E1P17C2)-. Por lo que al hombre respecta, su potencia, y por tanto su libertad,
es forzosamente limitada, de manera que "es imposible que el hombre no sea
una parte de la naturaleza, y que no pueda sufrir otros cambios que los
inteligibles en virtud de su sola naturaleza, y de los cuales sea causa
adecuada" (E4P4).
Es precisamente la condición finita del
hombre lo que hace que la integración en una comunidad política sea condición
necesaria de su libertad. "El hombre que se guía por la razón -dice Espinosa-
es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en
la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo" (E4P73). Esta paradójica
afirmación sólo puede comprenderse desde la comprensión comunitaria y positiva
de la libertad, según la cual el grado de libertad viene dado por la capacidad
efectiva de autodeterminación. El único modo que tiene un hombre de hacer
frente a la potencia de las causas exteriores que amenazan aniquilarle, y el
mejor modo de desarrollar en plenitud su deseo, es unirse con otros individuos
semejantes a él (Véase E4P8S). Porque la unión implica incremento de potencia,
adquisición de seguridad, y condiciones más satisfactorias de vida: la
comunidad posibilita la autonomía real.
De ahí que Espinosa juzgue que la
supuesta libertad del estado de naturaleza, en el que no existen impedimentos
institucionales para la acción de los individuos -en ese sentido
independientes- es más teórica que real; porque nadie existe aisladamente, y la
potencia de cada uno es insignificante si se compara con la del resto.
De esta manera, la búsqueda de la
libertad nos lleva al marco del Estado, al que el Tratado político define como
"potencia de la multitud". La concepción comunitaria de la libertad
es plenamente congruente con la comprensión de la sociedad política en términos
de conjunción de potencias: la liberación de la inseguridad y de la miseria, de
la presión de la necesidad externa -en la limitada medida en que ello es
posible-, y del antagonismo interhumano, se alcanza mediante la constitución de
uncuerpo político lo suficientemente fuerte como para garantizar su
conservación autónoma. El Estado es la mediación necesaria para que los
individuos puedan alcanzar su seguridad física, e incluso -como he expuesto en
otro lugar (Peña, 1978)- condición de su acceso a la racionalidad y con ello de
su plena liberación personal. El proyecto espinosista de libertad es
esencialmente colectivo, ya desde su escalón básico.
La peculiaridad de la concepción de
Espinosa se aprecia mejor si la comparamos con la de Hobbes, típicamente
individualista y "negativa". Para éste, la libertad radica en la
ausencia de interferencia de los movimientos del sujeto; en el plano político,
esto significa que la libertad reside en "el silencio de las leyes",
en lo que omite ordenar el soberano -en quien los individuos han resignado sus
derechos originarios a cambio de la seguridad-3. El filósofo holandés arraiga
la libertad, por el contrario, en la participación en la potencia colectiva: no
en la independencia, sino en la co-determinación.
La diferencia entre ambas concepciones de
la libertad se pone de manifiesto igualmente en el tema del pacto social.
Mientras que según la teoría hobbesiana del pacto el poder soberano es una
instancia ajena al individuo y a sus intereses privados, en función de los
cuales éste acepta su institución, y por tanto la libertad individual ha de
entenderse forzosamente frente a dicho poder, y comenzar allí donde se
establezcan sus límites (jurídicos o fácticos), la concepción espinosista de la
constitución del Estado como composición de potencias individuales, expuesta en
el Tratado político, implica una concepción de la sociedad como comunidad, y
una comprensión de la libertad individual intrínsecamente vinculada a la
colectiva: no como propiedad exclusiva de los individuos respecto a la sociedad
exterior, sino como potencia compartida por los integrantes del cuerpo
político.
De este modo, Espinosa enlaza, de una
parte, con la tradición republicana y su concepción de la libertad -con la
"libertad de los antiguos"-. Tanto el neoestoicismo renacentista
holandés como la lectura de Maquiavelo le aproximan a esta visión de la
política, que enfatiza la dimensión colectiva, el bien público y las virtudes
cívicas. Los ecos de este republicanismo son patentes en numerosos pasajes de
sus obras (Véase, por ejemplo, TP 7/22).
No obstante, creo que hay que cuidarse de
identificar la posición espinosista con la actitud espartana o
romano-republicana respecto a la comunidad patria. Porque Espinosa es un
pensador moderno: es decir, alguien que piensa en las coordenadas de una
cosmovisión en la que se ha producido la plena afirmación de la subjetividad
(en la conciencia religiosa, en la filosofía, en la actividad económica), y en
la que por consiguiente no es posible ya ignorar la singularidad de los
individuos, ni identificar inmediatamente su interés con el colectivo.
Precisamente por eso Espinosa se enfrenta, como vamos a ver, a la dificultad de
hacer compatibles el interés del Estado y la libertad de los individuos,
afirmados con idéntica energía.
"El verdadero fin del Estado es la
libertad", proclama solemnemente el último capítulo del Tratado
teológico-político. Sin embargo, tan rotunda reivindicación de la libertad
encierra una paradoja, que podríamos sintetizar en los siguientes términos:
Dado que la libertad se identifica con la
potencia, y que la potencia que los individuos humanos precisan para su
conservación se alcanza sólo por medio de la constitución de la unidad estatal,
el mantenimiento del Estado se convierte en el objetivo supremo para todo
miembro de la sociedad política. "La virtud del Estado es la
seguridad" (TP 1/6)
Ahora bien, la seguridad del Estado
depende a su vez, a juicio del filósofo, del carácter absoluto y único del
poder, y, correlativamente, de la obligación política incondicionada de los
súbditos respecto al mismo. Es ésta una tesis capital, afirmada no sólo en el
Tratado político, que pasa por ser su obra más "realista", sino en el
"liberal" Tratado teológico-político (Véase, por ejemplo TTP, XVI,
338-339)4. Pero entonces parece concluirse -tal es la paradoja- que la
salvaguardia de la libertad-potencia (positiva),exige el sacrificio de la
independencia individual, de la libertad negativa. Espinosa afirma
taxativamente que "cada ciudadano no es autónomo (sui iuris), sino que
depende jurídicamente de la sociedad (Civitatis iuris), cuyos preceptos tiene
que cumplir en su totalidad, y no tiene derecho a decidir qué es justo o
injusto, piadoso o impío. Antes al contrario, “como el cuerpo del Estado se
debe regir como por una sola mente y, en consecuencia, la voluntad de la
sociedad debe ser considerada como la voluntad de todos, hay que pensar que
cuanto la sociedad considera justo y bueno, ha sido decretado por cada uno en
particular" (TP, 3/5). Al leer esto cabe pensar que la supervivencia del
Estado requiere la anulación de la identidad individual, y por tanto que la
libertad de la comunidad entraña la servidumbre de los ciudadanos, según un
modelo político "espartano".
Al examinar esta dificultad hemos de
tener presente la importancia del problema del orden en la filosofía política
de la Modernidad temprana. Sabemos hasta qué punto la experiencia de la guerra
civil inglesa determina en Hobbes una verdadera obsesión por eliminar todo
factor de discordia y anarquía; a su juicio, peor aún que los abusos de poder
es la ausencia del mismo. Esta preocupación es compartida por Espinosa, testigo
de la grave crisis política y social de los Países Bajos en la última década de
su vida. Además, uno y otro constatan el carácter conflictivo de la sociedad
competitiva moderna, atravesada por el antagonismo de intereses, lo que
refuerza su convicción de que es preciso un poder fuerte como condición
necesaria de la convivencia.
Ello puede explicar que cuando Espinosa
se plantea a sí mismo la objeción apuntada -¿no es irracional la sumisión
absoluta al poder, que parece ser una renuncia a la libertad?- su respuesta sea
que, a fin de cuentas, la razón enseña a elegir el menor entre dos males: y sin
el Estado no es posible garantizar el objetivo primordial de la conservación;
de manera que está justificada la obediencia absoluta, aun en el peor de los
casos (cf. TP, 3/6).
Ahora bien, cabe poner en duda la tesis
de que el Estado es siempre el mal menor. Y no ya sólo a la altura histórica
del siglo de las experiencias totalitarias, sino también en la época de
monarquías absolutas como laturca, a la que Espinosa alude explícitamente,...y
de otras más cercanas. El propio filósofo parece preguntárselo cuando se
plantea el problema de los límites del poder. Aun cuando el poder estatal sea
formalmente absoluto, y no pueda oponérsele jurídicamente límite alguno, hay,
según Espinosa, límites reales del poder. Límites marcados por la potencia
efectiva de los titulares nominales del poder, que queda en entredicho cuando
éstos actúan de modo que provoca el descontento y la rebelión de la multitudo.
No es posible ir más allá de los límites de la naturaleza humana -no se puede
hacer que una mesa coma hierba, o que los hombres "miren con respeto
aquello que provoca risa o náusea". "Asesinar a los súbditos,
expoliarlos, raptar a las vírgenes y cosas análogas transforman el miedo en
indignación" (TP 7/4]. En contra de lo que supone la ficción jurídica del
pacto, la autoridad del gobernante se alimenta del consenso, continuamente
renovado, de la multitud. Al poder político de los gobernantes se contrapone el
derecho natural de la multitud que, como recuerda Espinosa en la carta a
Jarig Jelles, no puede ser transferido. En la medida en que el poder
establecido "da motivos para que muchos conspiren lo mismo" (TP 3/9],
se arriesga a dejar de ser poder efectivo.
De este modo, la tesis del carácter
absoluto del poder estatal aparece atemperada por la imposibilidad material de
desbordar ciertos límites. (A lo cual suma Espinosa en el Tratado
teológico-político ciertas consideraciones pragmáticas, sobre las que
volveremos más adelante, tendentes a mostrar la conveniencia de tolerar un
cierto margen de libertad para garantizar la estabilidad política).
Con todo, esta apelación a los límites
reales del poder estatal no resuelve por sí sola, en mi opinión, el problema de
la obligación política. Si bien es cierto que hay un límite en el ejercicio del
poder que no puede ser traspasado, no lo es menos que este límite de la
dominación puede ser ampliado indefinidamente, gracias a los instrumentos de
que disponen los gobernantes frente a los ciudadanos. Observa Espinosa que
"la potestad del Estado no consiste exclusivamente en que puede forzar a
los hombres por el miedo, sino en todos aquellos recursos con los que puede
lograr que los hombres acaten sus órdenes" (TTP, XVII, 351). Entre otros,
la manipulación ideológica: "puede lograr, de muchas formas, que la mayorparte de los hombres crean, amen, odien,
etc., lo que desee" (loc. cit., 352). Bien frágil y menguada es la
libertad que depende de las estimaciones de los poderosos respecto al margen de
arbitrio que es conveniente reservar a los súbditos, o de su temor a una
hipotética amenaza de éstos. (La cual, por otra parte, sólo se convertiría en
libertad efectiva en la medida en que la multitud alcanzase a subvertir las
relaciones de poder vigentes). Es a lo sumo una libertad "de facto",
fruto de una concesión graciosa y en cualquier momento revocable.
Creo que la paradoja antes mencionada
sólo puede resolverse allí donde la comunidad política sea una comunidad
democrática. Porque sólo entonces el derecho natural o potencia de los
ciudadanos se hace presente no sólo como límite de resistencia contra el poder,
sino como poder efectivo y absoluto. Únicamente la opción por la democracia
permite a Espinosa distanciarse de la "lógica del orden" hobbesiana,
y hace coherente la reivindicación simultánea del poder sin limitaciones ni
fisuras y de la libertad.Y lo cierto es que la teoría política de
Espinosa está claramente orientada hacia la democracia. No ya sólo como forma
política preferible, sino también como modo de organización de la sociedad más
coherente con sus presupuestos ontológicos y antropológicos. Esta tesis, bien
patente en el Tratado teológico-político, constituye el eje del desarrollo de
lo que podríamos denominar "teoría diferencial de la constitución" en
el Tratado político. Pues, en efecto, lo que distingue a los diferentes
regímenes políticos es el mayor o menor acercamiento del poder a la condición
de absoluto, condición que sólo tiene el democrático (cf. TP 11/1), porque sólo
en él desaparece la dualidad entre el poder político y la potencia social, al
ser la misma multitud sujeto del poder y cuerpo social.
En la democracia desaparece propiamente
la obligación política, puesto que cada ciudadano se atiene a las normas de una
autoridad de la que él es parte integrante, en cuanto codeterminante de la
dirección política de la comunidad: "la obediencia no tiene cabida en una
sociedad cuyo poder está en manos de todos y cuyas leyes son sancionadas por el
consenso general; y que en semejante sociedad, ya aumenten las leyes, ya disminuyan,
el pueblo sigue siendo igualmente libre, porque no actúa por autoridad de otro,
sino por su propio consentimiento" (TTP, V, 158-159).
Conviene especificar esta afirmación de
la democracia como régimen de la libertad mediante una consideración algo más
detallada de su base de sustentación y de su configuración en la propuesta
espinosista.La libertad democrática se asienta, como
se ha apuntado ya, en la comprensión de la realidad social desde una
perspectiva colectiva. La condición de posibilidad de la libertad de los
ciudadanos es la composición de potencias que los constituye como sujeto
comunitario, dotado de la fuerza necesaria para configurar un modo de vida el
seno del cual se construyen y afirman los sujetos singulares. Al mismo tiempo,
este entramado que desarrolle sus deseos fundamentales, y en unitario de
potencias vinculadas positivamente no tiene una realidad superior a la de la
interrelación de factores particulares que la constituyen. Esta composición
supera el antagonismo característico del estado de naturaleza -y de la sociedad
civil moderna, si aceptamos la tesis de Macpherson (1970)-, no ya por el miedo,
como el Leviatán hobbesiano, sino mediante el establecimiento de una comunidad
en cuyo seno la interrelación social es cooperativa, y en la que por ello se
suprime la violencia característica -al menos de modo latente- en los demás
modos de relación política.
Sólo en un contexto comunitario obtiene
la libertad garantía efectiva de realización. El ciudadano no puede ser
concebido "como un imperio dentro de otro imperio" -tal como sostiene
la ilusión liberal- sino como partícipe del único espacio social, forzosamente
compartido, sea cual sea la forma de relación entre los individuos -competencia
o solidaridad-. Y es la conjunción de potencias la que hace posible establecer
las condiciones materiales e institucionales de una vida libre.
La libertad democrática tiene igualmente
como condición la inmanencia del poder en la multitud. Parece que habría que
sostener, como principio general, que en una sociedad plenamente democrática
desaparece la mediación política, la autonomía de lo político (ésta es, creo,
la tesis central de la interpretación de Negri (1981) de la filosofía política de
Espinosa): democracia significa autogobierno de la sociedad, desaparición de
una superestructura política trascendente al plano social. Dicho en términos
hegeliano-marxianos, reconciliación de sociedad civil y Estado, que en el marco
de esta concepción serían solamente dos aspectos de una misma realidad.
El establecimiento de un poder exterior y
superior a la colectividad es irracional, e incompatible con la libertad:
"toda la sociedad debe tener, si es posible, el poder en forma colegial, a
fin de que todos estén obligados a obedecer a sí mismos y nadie a su
igual" (TTP, V, 158-159). Si de hecho existen regímenes no democráticos,
ello ha de achacarse, o bien a la "minoría de edad" de una
colectividad, incapaz de autorregularse (por ejemplo, el pueblo hebreo en la
época de Moisés), o bien a los efectos de la ideología, que hace que se
atribuyan condiciones extraordinarias a un determinado individuo o grupo: es el
caso de la monarquía. Una comunidad de sujetos desarrollados ha de ser
democrática.
No obstante, y aun aceptando como
principio esencial de un régimen democrático la plena autodeterminación
colectiva, quizá habría que matizar la tesis de que en la democracia
espinosista queda suprimida toda mediación política. Puesto que la exposición
relativa a la democracia en el Tratado político se interrumpe apenas iniciada,
no podemos hacer sino conjeturas respecto a la forma que podría tener, según
Espinosa, un Estado democrático. Pero no parece arriesgado afirmar, si
proyectamos al régimen democrático lo expuesto por el filósofo respecto al
monárquico y al aristocrático, así como el arranque del capítulo XI, que él
habría propuesto una democracia ampliamente participativa, pero que habría
previsto también órganos ejecutivos y judiciales restringidos: en ese sentido
sí habría algún tipo de mediación política. A mi juicio, desde el momento en
que se considere la hipótesis de la regulación de una sociedad de ciertas
dimensiones, no puede eludirse el problema de la institucionalización de la
democracia; problema con el que habría de tropezar en su momento la propuesta
democrática del Contrato social rousseauniano, y con el que, de haber podido
concluir su obra, hubiera tenido que habérselas Espinosa. El hueco que deja el
tratado inacabado no puede suplirse con una apelación retórica a la espontánea
autoconstitución de las masas.
Entre otras razones, porque la cohesión
de la multitud y la racionalidad de sus decisiones no puede suponerse dada de
una forma inmediata y espontánea. Como advierte Balibar (1985: 84), la potencia
de la multitud es tanto potencia de discordia como de concordia; y la
experiencia muestra que en las sociedades reales predominan los afectos
pasionales y los intereses competitivos; situación distante de la idea de una
democracia plena, en la que la multitud alcanzaría mediante la razón una
autodeterminación unánime.
La democracia real precisa de mecanismos
institucionales que garanticen que la conducta social se ajusta a los
requerimientos del interés público, incluso apelando a la coacción si es necesario:
"...hay que organizar de tal forma el Estado que todos, tanto los que
gobiernan como los que son gobernados, quieran o no quieran, hagan lo que exige
el bienestar común; es decir, que todos, por propia iniciativa o por fuerza o
por necesidad, vivan según el dictamen de la razón" (TP, 5/3).
La supresión absoluta de la mediación
política sólo sería posible, como el propio Espinosa apunta en un conocido
pasaje del Tratado teológico-político (TTP, V, 157), en una sociedad
perfectamente racional. En el horizonte político empírico resulta difícilmente
pensable la extinción del Estado, es decir de un resto de coacción y aun de
jerarquización en las relaciones sociales, y más aún la generalización de una
conciencia política racional.
Pero hemos de preguntarnos también, dado
el objeto de esta exposición, por el lugar que tiene en esta teoría la
dimensión individual de la libertad política. Y en este punto es preciso
reiterar que la afirmación espinosista de la libertad no se refiere sólo a la
libertad de la comunidad, que no quedan subsumidos en ella, a título meramente
de miembros del individuo compuesto político, los individuos singulares: atañe
igualmente a éstos. Lo que ocurre es que, en esta concepción, no cabe disociar
la libertad de la comunidad de la de los ciudadanos, porque comunidad y
ciudadanos no son dos entidades independientes, sino una misma realidad,
considerada desde dos ángulos diferentes. En la democracia es libre cada
ciudadano, realmente capaz de autodeterminación; y la condición de lamisma es
la vinculación a la comunidad, no el aislamiento propio del estado de
naturaleza.
Así, el Tratado teológico-político está
escrito sobre todo desde la perspectiva de la libertad de los individuos dentro
del Estado (aunque no falten referencias a la libertad de la comunidad como
tal). Cuando Espinosa escribe que el fin del Estado es la libertad, se refiere
a la libertad de sus ciudadanos para vivir y relacionarse entre sí guiados, no
por el temor, sino por su propio interés razonable, según el modelo de Ámsterdam,
"la cual experimenta los frutos de esta libertad en su gran progreso y en
la admiración de todas las naciones"5.
Es cierto que el Tratado político
acentúa, en cambio, la perspectiva comunitaria, y que en él se habla más de la
multitud libre como conjunto. Que de los individuos como tales. Ocurre que esta
obra acentúa la tesis reiterada de que la libertad real sólo es posible, al
menos para la generalidad de los hombres, como libertad común. Pero esto no
significa que se ignore a los sujetos políticos individuales. Prueba de ello
es, por ejemplo, que pese a que aquí Espinosa atiende a la estabilidad de la
estructura estatal como objetivo primordial, se rechaza el régimen autocrático
turco, que parece contar a su favor con el argumento de una superior
estabilidad, porque dicha estabilidad se consigue a cambio de la esclavitud, es
decir de la pérdida de la libertad de los individuos (Cf. TP, 6/4).
Y no podría ser de otro modo, si se tiene
en cuenta que la inserción del individuo en la sociedad moderna está, como se
ha dicho, mediada reflexivamente, de manera que éste no puede identificarse de
modo meramente inmediato, afectivamente, con la colectividad a la que
pertenece; su vinculación, por necesaria y fuerte que sea, incluye el
reconocimiento, ante sí mismo y por los demás, de su condición de sujeto. Quizá
lo que sucede es que la alternativa real, en este momento histórico, no es la
de individualismo o colectivismo, sino más bien la existente entre dos formas
de afirmación de la subjetividad -según la tesis que sostiene A. Renaut
(1989)-.La primera de ellas es la individualista.
En ella, el sujeto se concibe independientemente del contexto social y de las
normas procedentes del mismo, se guía en función de objetivos privados, y se
asocia eventualmente con otros individuos al servicio de estos fines, únicos
existentes.
La segunda es la afirmación de la
subjetividad como autonomía, como autofundamentación de los propios juicios y
acciones, sin depender de instancias externas. Esta segunda forma de comprensión
del sujeto individual, no sólo no lo contrapone al contexto colectivo, sino que
lo exige como soporte, en la medida en que es en él donde el sujeto adquiere
consistencia y fuerza para subsistir; su autoafirmación no implica ausencia de
regulación, sino autorregulación.
No es difícil percibir la afinidad
existente entre estas dos concepciones de la individualidad y las visiones
individualista y comunitaria de la libertad, así como que la consideración
espinosista del individuo está mucho más próxima a la segunda de ellas. E
importa destacar que esta concepción de la identidad subjetiva en términos de
autonomía permite comprender simultáneamente la integración del sujeto en un
marco colectivo de acción, y la reivindicación de una identidad propia, a diferencia
de lo que sucede en el colectivismo "clásico" (en la república
platónica, por ejemplo), en el comunitarismo romántico nacionalista o, del otro
lado, en el individualismo liberal.
Ahora bien, esta concepción comunitaria
de la libertad se pone a prueba cuando se enfrenta al problema de la libertad
negativa. ¿Cabe admitir, desde la perspectiva comunitaria, un margen de
independencia para los individuos incluso frente al Estado? ¿Habría en el
Estado democrático espinosista espacio para la disidencia, incluso para la
disidencia irracional? El poder democrático sigue siendo un poder absoluto,
frente al cual no es posible sostener derechos o garantías individuales
incondicionales. Su carácter democrático garantiza, al menos en teoría, que los
decretos del poder son decretos de la mayoría, y responden por tanto a sus
intereses; pero hay además una minoría, que podría quedar sometida a la
"tiranía de la mayoría", para decirlo con Tocqueville. La teoría
espinosista de la democracia se ve así sometida a la objeción liberal, que
podríatacharla de "democracia totalitaria", como hizo Talmon (1952)
con la rousseauniana.
Creo que es preciso reconocer que, aun si
la libertad política no puede comprenderse sólo como libertad negativa, el
problema de la libertad negativa es un problema real, que no puede zanjarse con
una simple alusión al carácter "abstracto" de los derechos y
libertades reivindicados por el liberalismo. En una sociedad moderna, la
multitud está integrada por sujetos diferenciados en diversos planos (social,
cultural, ideológico, económico), cada uno de los cuales tiene una identidad
propia (aunque no sea independiente de la del resto) y reclama para sí el
reconocimiento de un derecho igual a la búsqueda de sus intereses y a la
satisfacción de sus deseos; derecho que, aun si limitado por el de los demás,
no podría en justicia ser ignorado o reprimido ni aun por el poder legitimado
democráticamente. De lo contrario se niega la libertad de los sujetos
individuales reales en beneficio de un Todo hipostasiado, llámesele
"patria" o "pueblo".
Por otro lado, el problema de la
conciliación entre la unidad colectiva y las libertades individuales se le
plantea al propio individuo Baruch Espinosa como un problema vital, y no
solamente intelectual. Es un judío, miembro de una comunidad minoritaria y
extraña, por más que relativamente próspera, en Ámsterdam; además, sus
posiciones en materia religiosa y política le convierten en un pensador
maldito, heterodoxo y subversivo -como se pone de manifiesto tras la
publicación del Tratado teológico-político. Sabe que siempre se encontrará
situado contra corriente, que siempre formará parte de la minoría. Necesita por
consiguiente un espacio de libertad negativa, incluso en la hipótesis favorable
del mantenimiento del régimen republicano neerlandés.Y el Tratado teológico-político es
precisamente una defensa de la libertad de pensamiento: "...esta libertad
no sólo se puede conceder sin perjuicio para la paz y la piedad del Estado,
sino que, además, sólo se la puede suprimir, suprimiendo con ella la misma paz
del Estado y la piedad" (TTP, Prefacio, 65). Si bien tal reivindicación de
la libertad aparece vinculada al marco estatal, con la compatibilidad entre
ambos como condición.
Por lo demás, y sin entrar aquí en
detalles, creo que puede decirse que Espinosa es un franco valedor del elenco
de derechos y libertades personales que reivindicarán más tarde los
intelectuales ilustrados. La respuesta dada a la cuestión del ius circa sacra,
que pudiera suscitar alguna objeción de un lector contemporáneo del capítulo
XIX del Tratado teológico-político, ha de ser considerada atendiendo al
contexto histórico en el que se formula: frente a la aspiración de las iglesias
de imponer políticamente sus dogmas, la solución espinosista es el control civil
de la expresión pública de la religión, con objeto precisamente de garantizar
la coexistencia y tolerancia mutua de las distintas confesiones religiosas. La
cuestión es entonces explicar cómo se justifica una reivindicación semejante de
la libertad negativa en el contexto de una teoría comunitaria, que defiende el
poder absoluto del Estado como condición de viabilidad de la libertad misma.
En el capítulo XX del Tratado
teológico-político desarrolla Espinosa una serie de argumentos en favor de las
libertades mencionadas. Algunos de ellos pueden considerarse como meramente
circunstanciales y pragmáticos: el fondo de la argumentación es que es más
beneficiosa para el Estado la tolerancia que la represión, y que por tanto la
opción por las libertades es preferible en términos de elección racional. Así,
observa Espinosa que las desventajas causadas por el mal uso de la libertad de
expresión son menores que las del intento, inútil, de prohibirlas; que la
libertad es necesaria para el progreso de las ciencias y de las artes; que la
represión exacerbada conduce a la rebelión; que las leyes no pueden prohibir o
determinar las creencias, que son forzosamente asunto de convicción interna,
etc. Pero creo que a ellos se añaden otros de mayor entidad, con ayuda de los
cuales es posible reconstruir una justificación más sólida de la libertad
individual.
El punto de partida de la argumentación
es que hay un límite insuperable para todo poder, la "facultad de razonar
libremente y de opinar sobre cualquier cosa". Es verdad que esa capacidad
puede ser distorsionada ideológicamente en el sentido que interese al poder;
aunque,según Espinosa, seguramente sólo hasta cierto punto. Pero en todo caso
tal distorsión es propia de un Estado monárquico, en el que las opiniones de
los súbditos pueden ser opiniones frente al poder; "pero en modo alguno en
el Estado democrático, en el que mandan todos o gran parte del pueblo".En otras palabras, la libertad de
pensamiento y de expresión ocupa en una comunidad democrática un lugar
diferente del que tiene en otros regímenes. En todos ellos el carácter absoluto
del poder, y por tanto el ajuste de todos a sus decretos, es condición necesaria
de la pervivencia del Estado. Pero mientras en una sociedad no democrática la
libertad de pensamiento es algo tolerado por el poder, en la medida en que
pueda ser beneficiosa para sus propósitos, o inocua, o siquiera menos nociva
que su supresión, en una sociedad democrática el libre pensamiento y su
expresión, no son una concesión: forman parte constitutiva del ejercicio del
poder. Hay un párrafo del capítulo citado que me parece esclarecedor:"...en el Estado democrático (el que
más se aproxima al estado natural) todos han hecho el pacto, según hemos
probado, de actuar de común acuerdo, pero no de juzgar y razonar. Es decir,
como todos los hombres no pueden pensar exactamente igual, han convenido en que
tuviera fuerza de decreto aquello que recibiera más votos, reservándose siempre
la autoridad de abrogarlos tan pronto descubrieran algo mejor" (TTP, XX,
417).
En estas pocas líneas parecen estar
implícitas afirmaciones de suma importancia para un ensayo de fundamentación de
la libertad individual. En primer lugar, la comunidad democrática aparece
descrita como una comunidad plural, en la que las directrices comunes, que en
todo caso son necesarias, se establecen a través de una deliberación en la que
se oponen posturas diferentes. Es decir: en la democracia cada individuo
mantiene su independencia de juicio: por eso dice Espinosa que su condición es
lo más parecida posible a la libertad del estado de naturaleza, a diferencia de
lo que ocurre en otros regímenes en los que "no se le consulta nada"
(TTP, XVI, 341). De este modo, puede decirse que el Estado democrático precisa
de la libertad de pensamiento -y en último término, de sujetos dotados de
juicio propio, con las condiciones necesarias para su formación- para ser
efectivamente democrático. La multitudo democrática no es una simple masa, sino
la materia compleja de una comunidad que determina su dirección a través de la
discusión entre sujetos autónomos.
Pero además, se desprende del fragmento
citado la idea de que los acuerdos establecidos democráticamente son revisables
y abiertos a una posible crítica. Lo cual viene a reforzar la imagen de la
comunidad política democrática como espacio abierto a la libertad de
pensamiento, hasta el extremo mismo de la disidencia. Pues no parece estar
predeterminado el contenido de lo que sea el bien público, sino que más bien se
establecería en cada caso a través del debate y de la votación. Es cierto que
Espinosa se refiere a menudo a una sociedad fundada y regida por la razón, e
incluso afirma, en frase antes citada, que hay que conseguir que todos vivan
según la razón incluso por la fuerza, lo cual, dada la identificación que
establece entre razón y libertad, recuerda no poco al famoso on le forcera a
être libre rousseauniano; pero también es verdad que no va más allá, en la
definición de la vida social racional, de requisitos tan genéricos como la
aceptación de un orden normativo común o el respeto a los pactos acordados.
Seguramente el filósofo mantiene la
convicción de que una sociedad de hombres racionales convergería en un acuerdo
tan unánime como libre, y se regiría veluti una mens; pero una sociedad
política real, en la que intervienen no sólo el interés, sino la ignorancia, es
una sociedad en la que, como dice Negri (1985) el sujeto político colectivo está
inconcluso. Y el reconocimiento de la insuperable diversidad de juicios hace
posible una discusión siempre abierta, la ausencia de dogmas y la tolerancia.
De esta manera parece poderse articular
una respuesta a la objeción liberal. Si la convivencia democrática presupone
sujetos autónomos, el derecho a ser sujeto aparece como una condición
constitutiva, que habría de sostenerse como presupuesto no discutible de los
acuerdos políticos sobre contenidos concretos. Y con él, todo el conjunto
nuclear de condiciones que exige una identidad autónoma (y que, ésas sí, no
podrían concretarse sino sobre la experiencia y el debate de la comunidad). Es
una ilusión pensar en un derecho sin poder, una libertad no anclada en la
potencia real de un marco común de la autodeterminación. Aunque también sea
cierto que la comunidad más potente es la más libre.
Bibliografia
BALIBAR, E.: Spinoza et la politique.
París, P. U. F., 1985.
BERLIN, I.: “Dos conceptos de libertad”
en Cuatro ensayos sobre la libertad. Madrid, Alianza, 1988.
MACPHERSON, C. B.: La teoría política del
individualismo posesivo. Barcelona, Fontanella, 1979.
MÉCHOULAN, H.: Amsterdam au temps de
Spinoza. París, P. U. F., 1990.
NEGRI, A.: L'anomalia selvaggia. Milán,
Feltrinelli, 1981.
NEGRI, A.: “Reliqua desiderantur.
Congettura per una definizione del concetto di democrazia nel ultimo Spinoza”
en Studia Spinozana, I (1985), pp.143-183.
PEÑA, J.: “Espinosa: proyecto filosófico
y mediación política” en El Basilisco, 1 (1978), pp. 80-87.
RENAUT, A.: L'ère de l’individu. París, Gallimard, 1989.
TALMON, J. L.: The Origins of Totalitarian Democracy. Londres, Secker
Warburg, 1952.
WELLMER, A.: “Modelos de libertad en el
mundo moderno” en THIEBAUT, C. (ed.): La herencia ética de la Ilustración.
Barcelona, Crítica, 1991, (pp. 104-135).
1 Se cita el Tratado Político por la
traducción de A. Domínguez (Madrid, Alianza, 1986).
2 Para las citas de la Ética me atendré a
la traducción de V. Peña (Madrid, Editora Nacional,
3 Cf. HOBBES, Leviatán, capítulo XXI.
4 Se cita esta obra según la traducción
al castellano de A. Domínguez (Madrid, Alianza, 1986).
5 Es obligado remitir al lector, en este
punto, al ensayo de Méchoulan, 1990
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