VINDICACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER.(Selección
de textos)
Quiero al hombre como compañero; pero su cetro, real o
usurpado, no se extiende hasta mí, a no ser que la razón de un individuo
reclame mi homenaje; e incluso entonces la sumisión es a la razón y no al
hombre. De hecho, la conducta de un ser responsable debe regularse por las
operaciones de su propia razón,si no ¿sobre qué cimientos descansa el trono de
Dios?
Me parece necesario extenderme en estas verdades obvias,
ya que las mujeres han sido aisladas, por así decirlo. Y cuando se las ha
despojado de las virtudes que visten a la humanidad, se las ha engalanado con
gracias artificiales que les posibilitan ejercer una breve tiranía. Como el
amor ocupa en su pecho el lugar de toda pasión más noble, su única ambición es
ser hermosa para suscitar emociones en vez de inspirar respeto; y este deseo
innoble, igual que el servilismo en las monarquías absolutas, destruye toda
fortaleza de carácter.
La libertad es la
madre de la virtud y si por su misma constitución las mujeres son esclavas y no
se les permite respirar el aire vigoroso de la libertad, deben languidecer por
siempre y ser consideradas como exóticas y hermosas imperfecciones de la
naturaleza.
En cuanto al argumento sobre la sujeción en la que siempre
se ha mantenido a nuestro sexo, lo devuelvo al hombre. La mayoría siempre ha
sido subyugada por una minoría y han tiranizado a cientos de sus semejantes
monstruos que apenas han mostrado algún discernimiento de la excelencia humana.
¿Por qué hombres de talentos superiores se han sometido a tal degradación? Porque no se reconoce universalmente que los
reyes, considerados en conjunto, siempre han sido inferiores en capacidad y
virtudes al mismo número de hombres tomados de la masa común de la humanidad.
¿No es esto así todavía y se los trata con un grado de reverencia que insulta a
la razón?
China no es el único país donde se ha hecho un dios de un
hombre vivo. Los hombres se han sometido a la fuerza superior para disfrutar
con impunidad del placer del momento; las mujeres sólo han hecho lo mismo y,
por ello, hasta que se pruebe que el cortesano servil que se somete a los
derechos de nacimiento de un hombre no actúa según la moral, no puede demostrarse
que la mujer es esencialmente inferior al hombre porque siempre ha estado
subyugada.
Hasta ahora, la fuerza brutal ha gobernado el mundo y es
evidente por los filósofos, escrupulosos en dar un conocimiento más útil al
hombre de esa distinción determinada, que la ciencia política se encuentra en
su infancia. No proseguiré con este argumento más allá de establecer una
inferencia obvia: según la política sana vaya difundiendo la libertad, la
humanidad, incluidas las mujeres, se hará más sabia y virtuosa.
[...]
Pero si la fuerza corporal es con cierta razón la
vanagloria de los hombres, ¿por qué las mujeres son tan engreídas como para
sentirse orgullosas de un defecto? Rousseau les ha proporcionado una excusa
verosímil, que sólo se le podía haber ocurrido a un hombre cuya imaginación ha
corrido libre y pule las impresiones producidas por unos sentidos exquisitos,
que ciertamente tendrían un pretexto para rendirse al apetito natural sin
violar una especie de modestia romántica que satisface el orgullo y libertinaje
del hombre. Las mujeres, engañadas por esos sentimientos, a menudo se
vanaglorian de su debilidad, obteniendo con astucia poder al representar la
debilidad de los hombres; y pueden vanagloriarse bien de su dominio ilícito
porque, como los bajás turcos, tienen más poder real que sus señores; pero la
virtud se sacrifica a las satisfacciones temporales y la vida respetable al
triunfo de una hora.
Las mujeres, como los déspotas, quizá no tengan más poder
que el que obtendrían si el mundo, dividido y subdividido en reinos y familias, estuviera gobernado por
leyes deducidas del ejercicio de la razón; pero, para seguir la comparación, en
su obtención se degrada su carácter y se esparce la licencia por todo el conjunto
de la sociedad. La mayoría se convierte en la peana de unos cuantos. Así pues,
me aventuraré a afirmar que hasta que no se eduque a las mujeres de modo más
racional, el progreso de la virtud humana y el perfeccionamiento del
conocimiento recibirán frenos continuos. Y si se concede que la mujer no fue
creada simplemente para satisfacer el apetito del hombre o para ser la
sirvienta más elevada, que le proporciona sus comidas y atiende su ropa, se
seguiría que el primer cuidado de las madres o padres que se ocupan realmente
de la educación de las mujeres debería ser, si no fortalecer el cuerpo, al
menos no destruir su constitución por nociones erróneas sobre la belleza y la
excelencia femenina; y no debería permitirse nunca a las jóvenes asimilar la
noción perniciosa de que un defecto puede, por cierto proceso químico de
razonamiento, convertirse en una excelencia.
[...]
Además, si se educa a las mujeres para la dependencia, es
decir, para actuar de acuerdo con la voluntad de otro ser falible y se somete
al poder, recto o erróneo, ¿dónde hemos de detenernos? ¿Deben ser consideradas
como gobernantes inferiores a los que se permite reinar sobre un pequeño
dominio y se responsabiliza de su conducta ante un tribunal superior, capaz de
error?
No será difícil probar que esas voluntades delegadas
actuarán como los hombres sometidos por miedo y harán padecer a sus hijos y
siervos su opresión tiránica. Como se someten sin razón y no cuentan con reglas
fijas por las que ajustar su conducta, serán amables o crueles según les dicte
el capricho del momento; y no debemos
asombrarnos si a veces, mortificadas por su pesado yugo, obtienen un placer
maligno en hacerlo descansar en hombros más débiles.
[...]
No me remontaré a los anales remotos de la antigüedad para
seguir las huellas de la historia de la mujer; es suficiente con admitir que
siempre ha sido una esclava o una déspota y señalar que cada una de estas
situaciones retarda por igual el progreso de la razón. Siempre me ha parecido
que la gran fuente del vicio y la insensatez femenina surge de la estrechez
mental, y la misma constitución de los gobiernos civiles ha colocado en el
camino obstáculos casi insuperables para impedir el cultivo del entendimiento
femenino; pero la virtud no puede basarse en otros cimientos. En el camino de
los ricos se han arrojado los mismos obstáculos, con las mismas consecuencias.
De forma proverbial, se ha llamado a la necesidad la madre
de la invención; el aforismo podría extenderse a la virtud. Es una adquisición
que conlleva el sacrificio del placer, ¿y quién sacrifica éste cuando se tiene
al alcance de la mano o cuando la adversidad no ha abierto o fortalecido la
mente, o la necesidad no ha aguijoneado la búsqueda del conocimiento? Es una
buena cosa que la gente tenga que luchar con las preocupaciones de la vida
porque ello evita que se convierta en presa de los vicios que debilitan,
simplemente por la indolencia. Pero si se sitúa a hombres y mujeres desde su
nacimiento en una zona tórrida, con el sol meridiano del placer apuntándolos
directamente, ¿cómo pueden reforzar sus mentes para cumplir con las
obligaciones de la vida o incluso para saborear los afectos que los transportan
fuera de ellos mismos?
Según la modificación presente de la sociedad, el placer
es el asunto central de la vida de una mujer y, mientras continúe siendo así, poco puede esperarse de esos
seres débiles. Heredada la soberanía de la belleza en descendencia directa del
primer bello defecto de la naturaleza, para mantener su poder tienen que
renunciar a los derechos naturales que el ejercicio de la razón les habría
procurado y elegir ser reinas efímeras, en lugar de trabajar para obtener los
sobrios placeres que nacen de la igualdad. Exaltadas por su inferioridad
(parece una contradicción), demandan constantemente homenaje como mujeres,
aunque la experiencia debía enseñarles que los hombres que se precian de
conceder este respeto arbitrario e insolente al sexo con la exactitud más
escrupulosa son los más inclinados a tiranizarlos y a despreciar la misma
debilidad que animan
[...]
¡Ay!, ¿por qué las mujeres -escribo con cariñosa solicitud
condescienden a recibir un grado de atención y respeto de los extraños
diferente a la reciprocidad educada que el dictado de la humanidad y la
civilización autorizan entre hombre y mujer? ¿Y por qué no descubren, «cuando están
en el apogeo del poder de la belleza», que las tratan como reinas sólo para
engañarlas con un falso respeto hasta que renuncien o no asuman sus
prerrogativas naturales? Confinadas en jaulas como la raza emplumada, no tienen
nada que hacer sino acicalarse el plumaje y pasearse de percha en percha. Es
cierto que se les proporciona alimento y ropa sin que se esfuercen o tengan que
dar vueltas; pero a cambio entregan salud, libertad y virtud. ¿Dónde se ha
encontrado entre la humanidad la suficiente fortaleza mental para renunciar a
estas prerrogativas adventicias, alguien que sobresalga de la opinión con la
dignidad calmada de la razón y se atreva a sentirse orgullosa de los
privilegios inherentes al hombre? Y es vano esperarlo mientras el poder
hereditario ahogue los afectos y corte los brotes de la razón.
Así, las pasiones de los hombres han colocado en tronos a
las mujeres y hasta que la humanidad se vuelva más juiciosa, no ha de temerse
que las mujeres se aprovechen del poder que obtienen con el menor esfuerzo y
que es el más incontestable. Sonreirán -sí, sonreirán- aunque se les diga: En
el imperio de la belleza no hay punto medio y la mujer, sea esclava o reina,
rápidamente es menospreciada cuando no adorada. Pero como la adoración llega
primero, no se prevé el menosprecio. Luis XIV, en particular, extendió modales
artificiales y atrapó, de modo engañoso, a toda la nación en sus redes; porque
para establecer una diestra cadena de despotismo, hizo que a la gente le
interesara de forma individual respetar su posición y apoyar su poder. Y las
mujeres, a quienes halagó mediante una pueril atención al sexo en su conjunto,
obtuvieron en sureino esa distinción principesca tan fatal para la razón y la
virtud.
Un rey lo es siempre, lo mismo que una mujer siempre es
una mujer. Su autoridad y su sexo siempre se sitúan entre ellos y la
conversación racional. Concedo que con un amante la mujer deba ser así y que su
sensibilidad la lleve a esforzarse por excitar su emoción, no para satisfacer
su vanidad, sino su corazón. No creo que esto sea coquetería, sino el impulso
sencillo de la naturaleza. Sólo protesto contra el deseo sexual de conquista
cuando el corazón está fuera de cuestión.
Este deseo no se limita a las mujeres. Lord Chesterfield
dice."Me esforzado por ganar los
corazones de veinte mujeres, por cuyas personas no habría dado un higo".
El libertino que, en su gusto por la pasión, se aprovecha de la ternura
confiada es un santo si se le compara con este bellaco sin corazón -quiero usar
palabras significativas. Como sólo se les ha enseñado a agradar, las mujeres
siempre están alerta para ello y se esfuerzan con ardor verdadero y heroico por
ganar corazones simplemente para renunciar a ellos o desdeñarlos cuando la
victoria está decidida y es evidente.
Debo descender a las menudencias del tema. Lamento que las
mujeres sean sistemáticamente degradadas al recibir las atenciones
insignificantes que los hombres consideran varonil otorgar al sexo, cuando en
realidad apoyan insultantemente su propia superioridad. No es condescendencia
doblegarse ante un inferior. De hecho, estas ceremonias me parecen tan
ridículas que apenas puedo contener mis músculos cuando veo a un hombre
lanzarse a levantar un pañuelo con solicitud ávida y seria o cerrar una puerta,
cuando la dama podía haberlo hecho con moverse un paso o dos.
Un deseo salvaje ha fluido de mi corazón a mi cabeza y no
lo reprimiré aunque pueda excitar carcajadas. Deseo honestamente ver cómo la
distinción de los sexos se confunde en la sociedad, menos en los casos donde el
amor anime la conducta. Porque estoy completamente convencida de que esta
distinción es el fundamento de la debilidad de carácter atribuida a la mujer;
es la causa por la que se niega el entendimiento, mientras se adquieren dotes
con cuidadoso esmero; y la misma causa hace que prefiera lo elegante a las
virtudes cívicas.
Toda la humanidad quiere ser amada y respetada por
alguien, y las masas comunes siempre toman el camino más próximo para
satisfacer sus deseos. El respeto otorgado a la riqueza y la belleza es el más
cierto e inequívoco y por supuesto, siempre atraerá la mirada vulgar de las
mentes comunes. Las facultades y virtudes resultan totalmente necesarias para
hacer notorios a los hombres de clase media, y la consecuencia natural es evidente:
la clase media contiene más virtudes y facultades. De este modo, los hombres
cuentan al menos con una oportunidad para esforzarse con dignidad y para
elevarse mediante el ejercicio que perfecciona a una criatura racional; pero el
conjunto del sexo femenino se encuentra, hasta que su carácter se forma, en las
mismas condiciones que los ricos, porque nacen -hablo ahora de un estado de
civilización- con ciertos privilegios sexuales; y mientras se les otorguen de
modo gratuito, pocos pensarán en hacer más de lo obligado para obtener la
estima de un pequeño número de gentes superiores.
¿Cuándo oímos de las mujeres que, comenzando en la
oscuridad, reclaman valientemente respeto por sus grandes facultades o sus
virtudes intrépidas? ¿Dónde se las encuentra? «Ser observados, atendidos y advertidos con simpatía, complacencia y
aprobación son todas las ventajas que buscan.» ¡Cierto!, exclamarán
probablemente los lectores masculinos; pero, antes de que saquen conclusiones
recordémosles que esto no se escribió para describir a las mujeres, sino a los
ricos.
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