UN FANTASMA AL ACECHO: ACTUALIDAD DE KARL POLANYI
Anaclet Pons
·
Entre los pensadores a los que guardo reverencia está Karl
Polanyi, así que me complace que se haya publicado un volumen con escritos
inéditos: Per un nuovo Occidente. Scritti 1919-1958 (Il Saggiatore). El editor
lo anuncia de manera acertada:
“Durante el Foro
Económico Mundial de Davos se ha escrito que un fantasma estaba persiguiendo a
los poderosos de la tierra, reunidos en la ciudad suiza: el fantasma de Karl
Polanyi, el científico social que, con La Gran transformación, analizó los efectos de la
sociedad de mercado y de la industrialización sobre la civilización occidental,
captando mejor que nadie los efectos de la crisis política, cultural y antropológica
de los años treinta. Hoy en día, mientras se cierne una nueva Gran recesión,
ideas que parecían relegadas a las polvorientas bibliotecas de los
departamentos universitarios han resurgido con toda su relevancia. Ante todo,
la cuestión clave de la función de la economía en la sociedad. En el centro de
los ensayos recogidos en estas páginas, escritos entre 1919 y 1958 e inéditos a
nivel mundial, hay un intento de mostrar el camino para volver a una economía
anclada en la sociedad y sus instituciones culturales, religiosas, políticas,
en abierto conflicto con la ideología del laissez-faire. Historiador, abogado,
antropólogo y economista, hace ya décadas que Polanyi habló de los problemas de
nuestro presente: las distorsiones de la democracia que genera el mercado libre
no regulado, el impacto del capitalismo sobre el medio ambiente, la tendencia a
mercantilizarlo todo, el papel del poder público en la afirmación y el
mantenimiento del sistema económico. La reflexión del estudioso judío y húngaro
sobre la filosofía y los modelos institucionales anglosajones, continentales,
fascistas y soviéticos, y sus intersecciones con el sistema económico, se
traduce en una propuesta alternativa al mercado autorregulado: no un sistema centralizado, sino una economía
cooperativa, capaz de orientar la producción y la tecnología hacia un verdadero
progreso humano. Una forma de socialismo que eleva a su valor fundamental la
libertad de la persona, libertad irreductible a la mera esfera económica y
realizable solo en los lazos sociales entre los individuos. Después de todo,
este es el patrimonio cultural más formidable de Occidente. Y a pesar de que
las decisiones políticas y el economismo han despilfarrado este patrimonio,
solo redescubriéndolo nos abrimos a un encuentro fecundo con otras
civilizaciones”.
Para advertir todo eso, podemos recurrir a los extractos
que se han publicado en la prensa, tanto en La Repubblica (La grande
trasformazione. Così il lavoro dell’uomo diventò una merce) como en Il Sole 24
Ore (“Per la libertà in comune“). Para la ocasión, nos quedaremos con el
primero:
La sociedad en la que vivimos, a diferencia de las
sociedades tribales, ancestrales o feudal, es una sociedad de mercado. La
creación del mercado constituye aquí la
organización de base de la comunidad.
Los lazos de sangre, el culto a los antepasados, la
lealtad feudal son reemplazados por relaciones de mercado. Tal condición es
nueva, en tanto un mecanismo institucionalizado de oferta/demanda /precio, es
decir, un mercado, nunca ha sido otra cosa que una característica secundaria de
la vida social. Por el contrario, los elementos del sistema económico se
encuentran, por lo general, incorporados en sistemas distintos a las relaciones
económicas, como el parentesco, la religión o el carisma. Los motivos que
empujaban a los individuos a participar en las instituciones económicas no
eran, por lo general, en sí mismo “económicos”, es decir, no derivaban del
temor de ser privados de alguna manera de los medios más básicos de
subsistencia. Lo que era desconocido para la mayor parte de la sociedad -o
mejor dicho, para toda la sociedad, excepto la del laissez-faire clásico, o la
modelada por este - era exactamente el
miedo a morir de hambre, así como el
estímulo específico individual a cazar, recolectar, cultivar, cosechar.
De hecho, la producción y distribución de bienes
materiales y servicios en la sociedad nunca se han organizado, antes del siglo
XIX, mediante un sistema de mercado. Esta innovación prodigiosa fue realizada
incluyendo los factores de producción, el trabajo y la tierra, dentro de ese
sistema. El trabajo y la tierra fueron ellos mismos transformados en
mercancías, es decir, fueron regulados como si se tratase de bienes producidos
para la venta. Es obvio que no constituían verdaderas mercancías, ya que o no
eran en absoluto “productos” (como la tierra), o, en todo caso, no eran “para
la venta” (como el trabajo). La verdadera magnitud de este cambio se puede
medir si se recuerda que el “trabajo” es solo otro nombre para designar a los seres
humanos, tal como la “tierra” lo es para la naturaleza.
La construcción ficticia de la mercancía entregó el
destino del hombre y de la naturaleza a la dinámica de un autómata, que se
mueve sobre sus propias vías y se rige únicamente por sus propias leyes. La
economía de mercado creó así un nuevo tipo de sociedad. El sistema económico o
productivo fue confiado a un dispositivo de autorregulador. Un mecanismo
institucional controlaba tanto los recursos de la naturaleza como a los seres
humanos en sus actividades cotidianas. De esta manera vino a existir una
“esfera económica”, separada claramente de las otras instituciones sociales.
Dado que ninguna comunidad humana puede sobrevivir sin un aparato productivo en
funcionamiento, esto tenía el efecto de transformar al “resto” de la sociedad
en un mero apéndice de tal esfera. Esta esfera autónoma, repetimos, era
regulada por un mecanismo que controlaba su funcionamiento. Como resultado, el
mecanismo de control devino crucial para la vida de la totalidad de la organización
social. No es de extrañar que la agregación humana emergente fuera “económica”, a un nivel donde antes no se
había ni siquiera acercado. Los “motivos económicos” reinaban entonces supremos
en su propio mundo; el individuo era
constreñido a actuar de acuerdo con su lógica, so pena de su propia extinción.
En realidad, el individuo nunca ha sido tan egoísta como
pretende la teoría. Aunque el mecanismo de mercado pone de manifiesto su
dependencia de los bienes materiales, las motivaciones “económicas” nunca han
constituido para el hombre el único incentivo para trabajar. En vano, los
economistas y los moralistas utilitaristas han instado a no tener en cuenta en
los negocios otras motivaciones que no fueran las económicas, con exclusión de
todas los demás. Por el contrario, observando más de cerca su comportamiento,
se hizo evidente cómo esto responde a una serie de motivaciones de naturaleza
significativamente ‘compuesta’, incluido lo que se deriva de un sentido del
deber hacia sí mismo y hacia los demás (y tal vez , incluso, disfrutando
secretamente del trabajo como un fin en sí mismo).
Sin embargo, no debemos ocuparnos aquí de los motivos
reales, sino solo de los supuestos, ya que las teorías sobre la naturaleza
humana no se basan en la psicología, sino en la ideología de la vida cotidiana.
Como resultado, el hambre y el beneficio se aislaron como “motivos económicos”
y se comenzó a asumir que el hombre estaba actuando, en la práctica, de acuerdo
con ellos, mientras que otros factores parecían más etéreos y distantes de los
hechos prosaicos de la existencia cotidiana. El honor y el orgullo, el sentido
cívico y el deber moral, incluso la propia dignidad y la decencia común, ahora
se consideraban irrelevantes para las relaciones productivas y significativamente
compendiadas en la palabra “ideal”. Se creía, por tanto, que en el hombre había
dos elementos, uno más relacionado con el hambre y la ganancia, el otro con el
honor y el poder. El uno “material”, el otro “ideal”; “económico” uno, “no económico” el otro; el
uno “racional”, el otro “no racional”.
La imagen del hombre y de la sociedad resultante de tal
premisa era la siguiente. Respecto al hombre, se nos inducía a aceptar la
teoría por la cual sus motivos pueden ser descritos como “materiales” e
“ideales”, y los estímulos, sobre cuya base se organiza la vida cotidiana,
derivan de los motivos “materiales”. Respecto a la sociedad, se abogó por una
tesis similar, según la cual sus instituciones están «determinadas» por el
sistema económico. En un contexto de una economía de mercado, ambas aserciones
eran, por supuesto, ciertas. Pero solo dentro de una disposición económica
similar. Respecto al pasado, tal perspectiva no era más que un anacronismo.
Respecto al futuro, era un mero prejuicio. Esto se debe a que este nuevo mundo
de “motivos económicos” se basaba en un error. Intrínsecamente, el hambre y la
ganancia no son más “económicos” que el
amor o el odio, que el orgullo o el prejuicio. Ningún motivo humano es por sí
mismo económico. No existe ninguna experiencia económica sui generis, no en el
mismo sentido en que el hombre puede tener experiencias religiosas, estéticas
o sexuales, que dan lugar a motivos que
tienden globalmente a suscitar experiencias similares. Estos términos no tienen
ningún significado inmediato en relación con la producción material.
Así de vacuos son, por tanto, los fundamentos del
determinismo económico. Los factores económicos influyen en el proceso social
(y viceversa) de innumerables maneras, pero en todos los casos, excepto bajo un
sistema de mercado, sus efectos solo son limitados. Ni la sociología ni la
historia contradicen esta suposición. Y los antropólogos niegan, con razón, que
la particular connotación de una determinada cultura dependa de la disposición
tecnológica o de la organización económica.
No corresponde al economista, sino al moralista y al
filósofo, decidir qué tipo de sociedad puede ser deseable. Si hay una cosa que
abunda en una sociedad industrial es el bienestar material, más allá de lo
necesario. Si, en nombre de la justicia y de la libertad de restituir
significado y unidad a la vida, nos pidieran sacrificar una parte de la
eficiencia en la producción, de economía en el consumo o de racionalidad en la administración, es
claro que una civilización industrial podría permitírselo. El mensaje actual de
los historiadores de la economía a los filósofos debe ser el siguiente: podemos
darnos el lujo de ser, al mismo tiempo, justos y libres.
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