1º.- Michel Foucault ¿QUÉ ES LA
ILUSTRACIÓN ?.-
En nuestros días, cuando un periódico plantea una cuestión
a sus lectores, es para solicitarles su parecer sobre un tema del que cada uno
ya tiene su opinión: no hay riesgo de que se aprenda gran cosa. En el siglo XVIII
se prefería interrogar al público sobre problemas de los que precisamente aún
no había respuesta. No sé si era más difícil; era más divertido.
De acuerdo con esta costumbre, una revista alemana, la Berlinische Monatsschrift ,
publicó en diciembre de 1784 una respuesta a la pregunta: Was ist Aufklärung? (
¿Que es la ilustración ? ), y esta respuesta era de Kant.
Texto menor, quizá. Pero me parece que con él entra
discretamente en la historia del pensamiento una cuestión a la que la filosofía
moderna no ha sido capaz de responder, pero de la que nunca se ha conseguido
desprender, y bajo formas diversas hace ahora dos siglos que la repite. De
Hegel a Horckheimer o a Habermas, pasando por Nietzsche o Max Weber no hay
apenas filosofía que, directa o indirectamente, no se haya confrontado con esta
misma cuestión: ¿cuál es, pues, este acontecimiento que se llama la Aufklärung y que ha
determinado, al menos en parte, lo que hoy en día somos, lo que pensamos y lo
que hacemos? Imaginemos que la Berlinische Monatsschrift
existiera todavía en nuestros días y que planteara a sus lectores la pregunta:
“¿Qué es la filosofía moderna?”. Tal vez se le podría responder en eco: la
filosofía moderna es la que intenta responder a la cuestión lanzada, hace dos
siglos, con tanta imprudencia: Was ist Aufklärung?
Detengámonos algunos instantes sobre este texto de Kant.
Por varias razones, merece retener la atención.
1. Moses
Mendelssohn acababa también de responder a idéntica cuestión en el mismo
periódico dos meses antes, pero Kant no conocía este texto cuando redactó el
suyo. Ciertamente no data de este momento el encuentro del movimiento
filosófico alemán con los nuevos desarrollos de la cultura judía. Hacía ya una
treintena de años que Mendelssohn se encontraba en esta encrucijada, en
compañía de Lessing. Sin embargo, hasta entonces se había tratado de otorgar
derecho de ciudadanía a la cultura judía en el pensamiento alemán —lo que
Lessing había intentado hacer en Die Judenb o incluso de poner de manifiesto
problemas comunes al pensamiento judío y a la filosofía alemana: es lo que
Mendelsshon había hecho en las Phädon oder über die Unsterblichkeit der Seelec.
Con los dos textos aparecidos en la Berlinische Monatsschrift ,
la Aufklärung
alemana y la Haskala
judía reconocen que pertenecen a la misma historia; buscan determinar de qué
proceso común brotan, y ésa era quizás una manera de anunciar un destino común
que ya sabemos. a qué drama iba a conducir.
2. Pero hay más. Tanto en sí mismo, como en el interior de
la tradición cristiana, este texto plantea un problema nuevo.
Ciertamente, no es ésta la primera vez que el pensamiento
filosófico busca reflexionar sobre su propio presente. Pero, esquemáticamente,
se puede decir que esta reflexión había adoptado hasta entonces tres formas
principales:
— Se puede representar el presente como perteneciente a
cierta época del mundo, distinta de las otras por algunos caracteres propios, o
separado de las restantes por algún acontecimiento dramático. Así, en el
Político de Platón los interlocutores reconocen que pertenecen a una de esas
revoluciones del mundo en las que éste se vuelve del revés, con todas las
consecuencias negativas que esto puede tener.
— También se puede interrogar al presente para intentar
descifrar en él los signos anunciadores de un acontecimiento próximo. Ahí se da
el principio de cierta hermenéutica histórica de la que Agustín podría ofrecer
un ejemplo.
— Se puede igualmente analizar el presente como un punto
de transición hacia la aurora de un mundo nuevo. Esto es lo que describe Vico
en el último capítulo de los Principios de una ciencia nueva en torno a la
naturaleza común de las nacionesd; lo que él ve “hoy en día”, es “expandirse la
más completa civilización entre los pueblos sometidos en su mayoría a algunos grandes
monarcas”, y también “Europa radiante por una incomparable civilización”, en la
que finalmente abundan “todos los bienes que componen la felicidad de la vida
humana”.
Ahora bien, la manera en la que Kant plantea la cuestión
de la Aufklärung
es totalmente diferente: ni una época del mundo a la que se pertenece, ni un
acontecimiento del que se perciben los signos, ni la aurora de una plena
culminación. Kant define la
Aufklärung de un modo casi completamente negativo, como una
Ausgang, una “salida”, un “desenlace”. En sus otros textos sobre la historia,
lo que sucede es que Kant plantea cuestiones de origen o define la finalidad
interior de un proceso histórico. En el texto sobre la Aufklärung , la cuestión
concierne a la pura actualidad. No busca comprender el presente a partir de una
totalidad o de una acabamiento futuro, busca una diferencia. ¿Qué diferencia
introduce el hoy con relación al ayer?
3. No entraré en el detalle del texto que no es siempre
muy claro, a pesar de su brevedad. Simplemente quisiera retener de él tres o
cuatro rasgos que me parecen importantes para comprender cómo Kant ha planteado
la cuestión filosófica del presente.
Kant indica inmediatamente que esta “salida” que
caracteriza la Aufklärung
es un proceso que nos saca del estado de “minoría de edad” y por “minoría de
edad” entiende cierto estado de nuestra voluntad que nos hace aceptar la
autoridad de algún otro para conducirnos en los dominios en los que es
conveniente hacer uso de la razón. Kant da tres ejemplos: estamos en estado de
minoría de edad cuando un libro reemplaza nuestro entendimiento, cuando un
director espiritual ocupa el lugar de nuestra conciencia, cuando un médico
decide en vez de nosotros sobre nuestro régimen (señalemos de paso que se
reconoce fácilmente el registro de las tres críticas, aunque el texto no lo
diga explícitamente). En todo caso, la Aufklärung se define por la modificación de la
relación preexistente entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón.
Hay que señalar también que esta salida es presentada por
Kant de manera bastante ambigua. La caracteriza como un hecho, un proceso que
se está desarrollando; pero la presenta también como una tarea y una
obligación. Desde el primer párrafo hace notar que el hombre es por sí mismo
responsable de su estado de minoría de edad. Es preciso, por tanto, concebir
que no podrá salir de él sino mediante un cambio que operará él mismo sobre sí
mismo. De un modo significativo, Kant dice que esta Aufklärung tiene una
“divisa” (Wahlspruch): ahora bien, la divisa es un rasgo distintivo por el que
se hace reconocer, y es también una consigna que se da uno a sí mismo y que se
propone a los otros. ¿Y cuál es esta consigna? Aude saper, “ten el valor, la
audacia de saber”. Por tanto, es necesario considerar que la Aufklärung es a la vez
un proceso del que los hombres forman parte colectivamente y un acto de valor
que se ha de efectuar personalmente. Ellos son, a la vez, elementos y agentes
del mismo proceso. Pueden ser los actores de dicho proceso en la medida en que forman
parte de él; y éste se produce en la medida en que los hombres deciden ser los
actores voluntarios del mismo.
Aquí surge una tercera dificultad en el texto de Kant.
Reside en el empleo de la palabra Menschheit. Ya se sabe la importancia de esta
palabra en la concepción kantiana de la historia. ¿Hay que comprender que el
conjunto de la especie humana está prendido en el proceso de la Aufklärung ? Y, en este
caso, hay que imaginar que la
Aufklärung es un cambio histórico que atañe a la existencia
política y social de todos los hombres sobre la superficie de la tierra. ¿O hay
que comprender que se trata de un cambio que afecta a lo que constituye la
humanidad del ser humano? Entonces, la cuestión que se plantea es la de saber
lo que es ese cambio. Tampoco aquí la respuesta de Kant está exenta de cierta
ambigüedad. En todo caso, bajo trazas simples, es bastante compleja.
Kant define dos condiciones esenciales para que el hombre
salga de su minoría de edad. Y estas dos condiciones son a la vez espirituales
e institucionales, éticas y políticas.
La primera de tales condiciones es que se distinga bien lo
que depende de la obediencia y lo que depende del uso de la razón. Para
caracterizar brevemente el estado de minoría de edad, Kant cita la expresión
corriente: “Obedeced, no razonéis”. Tal es, según él, la forma en que se
ejercen de ordinario la disciplina militar, el poder político y la autoridad
religiosa. La humanidad llegará a ser mayor de edad no cuando ya no tenga que
obedecer, sino cuando se le diga: “Obedeced, y podréis razonar tanto como
queráis”. Hay que señalar que la palabra alemana aquí empleada es räzonieren;
dicha palabra, que también se emplea en las Críticas, no se refiere a un uso
cualquiera de la razón, sino a un uso de la razón en el que ésta no tiene otro
fin que ella misma. Räzonieren es razonar por razonar. Y Kant da ejemplos que
son, también en apariencia, completamente triviales: pagar los impuestos, pero
poder razonar cuanto se quiera sobre el régimen tributario, eso es lo que
caracteriza el estado de mayoría de edad, o también, cuando se es pastor de
almas, asegurar el servicio de una parroquia conforme a los principios de la Iglesia a la que se
pertenece, pero razonar como se quiera, con respecto a los dogmas religiosos.
Cabría pensar que no hay en ello nada muy diferente de lo
que se entiende, desde el siglo XVI, por la libertad de conciencia: el derecho
a pensar como se quiera con tal que se obedezca como se debe. Ahora bien, es
aquí donde Kant hace intervenir otra distinción y de una manera bastante
sorprendente. Se trata de la distinción entre uso privado y uso público de la
razón. Pero a continuación añade que la razón debe ser libre en su uso público
y sumisa en su uso privado. Lo que es, palabra por palabra, lo contrario de lo
que se llama de ordinario la libertad de conciencia.
Pero hay que precisar un poco. ¿Cuál es, según Kant, este
uso privado de la razón? ¿Cuál es el dominio en el que se ejerce? El hombre,
como dice Kant, hace un uso privado de su razón cuando es “una pieza de una
máquina”, es decir, cuando tiene un papel que desempeñar en la sociedad y unas
funciones que ejercer: ser soldado, tener que pagar impuestos, estar al cargo
de una parroquia, ser funcionario de un gobierno, todo esto hace del ser humano
un segmento particular en la sociedad; mediante esto se encuentra situado en
una posición definida en la que debe aplicar reglas y perseguir fines
particulares. Kant no pide que se practique una obediencia ciega y boba, sino
que de la propia razón se haga un uso adaptado a esas circunstancias
determinadas; entonces la razón se debe someter a esos fines particulares. Aquí
no puede haber, por tanto, uso libre de la razón.
En cambio, cuando no se razona más que para hacer uso de
la propia razón, cuando se razona, en tanto que ser razonable (y no en tanto
que pieza de una máquina), cuando se razona como un miembro de la unidad
razonable, entonces el uso de la razón debe ser libre y público. La Aufklärung no es, por
tanto, sólo el proceso por el que los individuos verían garantizada su libertad
personal de pensamiento. Hay Aufklärung cuando hay superposición del uso
universal, del uso libre y del uso público de la razón. Ahora bien, esto nos
obliga a plantear una cuarta cuestión a este texto de Kant. Fácilmente se
concibe que el uso universal de la razón, al margen de todo fin particular, es
cosa del sujeto mismo en tanto que individuo; también se concibe sin dificultad
que la libertad de este uso se pueda asegurar de modo puramente negativo,
mediante la ausencia de toda persecución contra él. Pero, ¿cómo asegurar un uso
público de esta razón? La
Aufklärung , como se ve, no debe ser concebida simplemente
como un proceso general que afecta a toda la humanidad; no debe ser concebida
solamente como una obligación prescrita a los individuos: aparece ahora como un
problema político. En todo caso, se plantea la cuestión de saber cómo el uso de
la razón puede adoptar la forma pública que le es necesaria, cómo la audacia
del saber se puede ejercer a plena luz, siempre que los individuos obedezcan
tan estrictamente como sea posible. Y Kant, para terminar, propone a Federico
II, en términos apenas velados, una especie de contrato. Dicho contrato se
podría denominar contrato del despotismo racional con la libre razón: el uso
público y libre de la razón autónoma será la mejor garantía de obediencia, a
condición, no obstante, de que el principio político al que hay que obedecer
sea él mismo conforme a la razón universal.
Dejemos aquí este texto. No pretendo en absoluto
considerarlo como si pudiera constituir una descripción adecuada de la Aufkläklä y pienso que a
ningún historiador le satisfaría para analizar las transformaciones sociales,
políticas y culturales que se produjeron a fines del siglo XVIII.
Sin embargo, a pesar de su carácter circunstancial y sin
querer otorgarle un lugar exagerado en la obra de Kant, creo que hay que
subrayar el lazo que existe entre este breve artículo y las tres Críticas.
Describe, en efecto, la
Aufklärung como el momento en que la humanidad va a hacer uso
de su propia razón, sin someterse a ninguna autoridad; ahora bien, precisamente
en este momento la crítica es necesaria, puesto que tiene como papel definir
las condiciones en las que el uso de la razón es legítimo para determinar lo
que se puede conocer, lo que hay que hacer y lo que es lícito esperar. Un uso
ilegítimo de la razón es el que hace nacer, con la ilusión, el dogmatismo y la
heteronomía; en cambio, cuando el uso legítimo de la razón ha sido claramente
definido en sus principios se puede asegurar su autonomía. La Crítica es, en cierto
modo, el libro de a bordo de la razón que ha llegado a ser mayor de edad en la Aufklärung ; e
inversamente, es la edad de la
Crítica.
Creo que también hay que señalar la relación entre este
texto de Kant y los otros dedicados a la historia. Éstos, en su mayoría, buscan
definir la finalidad interna del tiempo y el punto hacia el que se encamina la
historia de la humanidad; ahora bien, el análisis de la Aufklärung , al definir
ésta como el paso de la humanidad a su estado de mayoría de edad, sitúa la
actualidad con relación a ese movimiento de conjunto y sus direcciones
fundamentales. Pero, al mismo tiempo, muestra cómo en el momento actual cada
uno, en cierto modo, se siente responsable de este proceso de conjunto.
La hipótesis que quisiera avanzar es la de que este
pequeño texto se encuentra, de alguna manera, en la confluencia entre la
reflexión crítica y la reflexión sobre la historia. Sin duda no es la primera
vez que un filósofo da las razones que tiene para emprender su obra en tal o
cual momento. Pero me parece que es la primera vez que un filósofo enlaza de
esta manera, estrechamente y desde el interior, la significación de su obra con
relación al conocimiento, una reflexión sobre la historia y un análisis particular
del momento singular en el que escribe y a causa del que escribe. La reflexión
sobre el “hoy” como diferencia en la historia y como motivo para una tarea
filosófica particular es, en mi opinión, la novedad de este texto.
Y considerándolo así, estimo que se puede reconocer en él
un punto de partida: el esbozo de lo que se podría llamar la actitud de
modernidad.
Sé que a menudo se habla de la modernidad como de una
época o, en todo caso, como de un conjunto de rasgos característicos de una
época. Se la sitúa en un calendario en la que estaría precedida de una
premodernidad, más o menos ingenua o arcaica y seguida de una enigmática e
inquietante “posmodernidad”. Y cabe preguntarse, entonces, si la modernidad
constituye la continuación de la
Aufklärung y su desarrollo, o si es preciso ver ahí una
ruptura o una desviación respecto de los principios fundamentales del siglo
XVIII.
Con respecto al texto de Kant, me pregunto si no se puede
considerar la modernidad más bien como una actitud que como un período de la
historia. Por actitud quiero decir un modo de relación con respecto a la
actualidad, una elección voluntaria efectuada por algunos, así como una manera
de obrar y de conducirse que, a la vez, marca una pertenencia y se presenta
como una tarea. Un poco, sin duda, como lo que los griegos llamaban un éthos.
Por consiguiente, en vez de querer distinguir el “período moderno” de las
épocas “pre” o “posmoderna”, creo que más valdría investigar cómo la actitud de
modernidad, desde que se ha formado, se ha encontrado en lucha con actitudes de
“contramodernidad”.
A fin de caracterizar brevemente esta actitud de
modernidad, tomaré un ejemplo que es casi necesario: se trata de Baudelaire, ya
que en general en él se reconoce una de las conciencias más agudas de la modernidad
en el siglo XX.
1. Con frecuencia se intenta caracterizar la modernidad
por la conciencia de la discontinuidad del tiempo: ruptura de la tradición,
sentimiento de la novedad y vértigo de lo que pasa. Y tal es, en efecto, lo que
parece decir Baudelaire cuando define la modernidad como “lo transitorio, lo
fugitivo, lo contingente”e. Pero, para él, ser moderno no es reconocer y
aceptar este movimiento perpetuo; es, por el contrario, adoptar determinada
actitud con respecto a ese movimiento; y esta actitud voluntaria y difícil
consiste en recobrar algo eterno que no está más allá del instante presente, ni
tras él, sino en él. La modernidad se distingue de la moda que se limita a
seguir el curso del tiempo; es la actitud que permite captar lo que hay de
“heroico” en el momento presente. La modernidad no es un hecho de sensibilidad
para con el presente fugitivo; es una voluntad de “heroizar” el presente.
Me contentaré con citar lo que dice Baudelaire de la
pintura de los personajes contemporáneos. Baudelaire se mofa de esos pintores
que, encontrando demasiado fea la vestimenta de los hombres del siglo XIX, no
querían representar más que togas antiguas. Pero para él la modernidad de la
pintura no consistirá en introducir los trajes negros en un cuadro. El pintor
moderno será el que sea capaz de mostrar esta oscura levita como “la vestimenta
necesaria de nuestra época”. Será el que sepa hacer ver, en esta moda actual,
la relación esencial, permanente, obsesiva, que nuestra época mantiene con la
muerte. “El traje negro y la levita no tienen únicamente su belleza política,
que es la expresión de la igualdad universal, sino, también, su belleza
poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso séquito de
sepultureros, sepultureros políticos, sepultureros enamorados, sepultureros
burgueses. Todos celebramos algún entierrof.” Baudelaire emplea a veces, para
designar esta actitud de modernidad, una lítote que es muy significativa, dado
que se presenta bajo la forma de un precepto: “No tenéis derecho a despreciar
el presente”.
2. Quede claro que esta heroización es irónica. En la
actitud moderna no se trata, en modo alguno, de sacralizar el momento que pasa
para intentar mantenerlo o perpetuarlo. Y menos aún de recogerlo como una
curiosidad fugitiva e interesante: eso sería lo que Baudelaire llama una
actitud de flânerie. Dicha actitud se contenta con abrir los ojos, prestar
atención y coleccionar en el recuerdo. Baudelaire opone al hombre de flânerie
el hombre de la modernidad. “Va, corre, busca. Sin duda, este hombre, este
solitario dotado de una imaginación activa, que viaja siempre a través del gran
desierto de los hombres, tiene una mira más alta que el de un puro paseante
(flâneur), una meta más general, distinta del placer fugitivo de la
circunstancia.
Busca ese algo que, si se nos permite, llamaremos la
modernidad. Para él, se trata de extraer de la moda aquello que pueda contener
de poético en lo histórico.” Y como ejemplo de modernidad, Baudelaire cita al
dibujante Constantin Guys. En apariencia un flâneur, un coleccionista de
curiosidades; se queda “el último allí donde puede resplandecer la luz, resonar
la poesía, pulular la vida, vibrar la música; allí donde una pasión pueda posar
ante sus ojos, allí donde el hombre natural y el hombre convencional se
muestran en una extraña belleza, allí donde el sol ilumine las fugaces alegrías
del animal depravadog”.
Pero no hay que engañarse. Constantin Guys no es un
flâneur; lo que hace de él, a los ojos de Baudelaire, el pintor moderno por
excelencia es que a la hora en que el mundo entero abraza el sueño, él se pone
a trabajar y lo transfigura. Dicha transfiguración no es anulación de lo real,
sino juego difícil entre la verdad de lo real y el ejercicio de la libertad;
las cosas “naturales” llegan a ser así “más que naturales”, las cosas “bellas”
se vuelven “más que bellas” y las cosas singulares aparecen “dotadas de una
vida entusiasta como el alma del autorh”. Para la actitud moderna, el alto
valor del presente es indisociable del empeño en imaginarlo, en imaginarlo de
otra manera de la que es y en transformarlo no destruyéndolo, sino captándolo
en lo que es. La modernidad baudelaireana es un ejercicio en el que la extrema
atención a lo real se confronta con la práctica de una libertad que al mismo
tiempo respeta eso real y lo viola.
3. Sin embargo, para Baudelaire, la modernidad no es
simplemente una forma de relación con el presente, sino también un modo de
relación que hay que establecer consigo mismo. La actitud voluntaria de
modernidad está ligada a un indispensable ascetismo, ser moderno no es
aceptarse a sí mismo tal como se es en el flujo de los momentos que pasan; es
tomarse a sí mismo como objeto de una elaboración compleja y dura: lo que
Baudelaire denomina, según el vocabulario de la época, el “dandismo”. No
recordaré páginas que son demasiado conocidas: aquellas acerca de la naturaleza
“grosera, terrestre e inmunda”; las que versan sobre la revuelta indispensable
del hombre con relación a sí mismo; aquella sobre la “doctrina de la elegancia”
que impone “a sus ambiciosos y humildes sectarios” una disciplina más despótica
que las más terribles religiones; no recordaré, en fin, las páginas sobre el
ascetismo del dandi que hace de su cuerpo, de su comportamiento, de sus
sentimientos y pasiones, de su existencia, una obra de arte. Para Baudelaire,
el hombre moderno no es el que parte al descubrimiento de sí mismo, de sus
secretos y de su verdad escondida, es el que busca inventarse a sí mismo. Tal
modernidad no libera al hombre en su ser propio; le obliga a la tarea de
elaborarse a sí mismo.
4. Finalmente añadiré sólo una palabra. Baudelaire no
concibe que esta heroización irónica del presente, este juego de la libertad
con lo real para su transfiguración, esta elaboración ascética de sí, puedan
tener lugar en la sociedad misma o en el cuerpo político. No se pueden producir
más que en un lugar diferente al que Baudelaire denomina el arte.
No pretendo resumir en estos escasos rasgos ni el
acontecimiento histórico complejo que fue el Aufklärung a finales del siglo
XVIII, ni tampoco la actitud de modernidad bajo las diferentes formas que ha
podido adoptar en el transcurso de los dos últimos siglos.
Quería subrayar, por una parte, el enraizamiento en la Aufklärung de un tipo
de interrogación filosófica que problematiza a la vez la relación con el
presente, el modo de ser histórico y la constitución de sí mismo como sujeto
autónomo. Por otra, quería subrayar que el hilo que nos puede ligar de esta
manera a la Aufklärung
no es la fidelidad a elementos de doctrina, sino más bien la reactivación
permanente de una actitud; es decir, de un éthos filosófico que se podría
caracterizar como crítica permanente de nuestro ser histórico. Este éthos es el
que, muy brevemente, querría caracterizar.
A. Negativamente.
1. Este éthos implica, en primer lugar, que se rechaza lo
que de buen grado denominaré el “chantaje” de la Aufklärung. Pienso
que la Aufklärung ,
como conjunto de acontecimientos políticos, económicos, sociales,
institucionales, culturales, del que en gran parte dependemos aún, constituye
un dominio de análisis privilegiado. Considero, también que, como empresa para
enlazar mediante un vínculo de relación directa el progreso de la verdad y la
historia de la libertad, ha formulado una cuestión filosófica que se nos sigue
planteando. Estimo, en fin —y he intentado mostrarlo a propósito del texto de
Kant— que la Aufklärung
ha definido cierta manera de filosofar.
Pero esto no significa que haya que estar a favor o en
contra de la
Aufklärung. Precisamente lo que quiere decir es que es
preciso rechazar todo cuanto se presente bajo la forma de una alternativa
simplista y autoritaria: o se acepta la Aufklärung , y se permanece en la tradición de su
racionalismo (lo que para algunos se considera como positivo y para otros, por
el contrario, como un reproche), o se critica la Aufklärung y entonces
se intenta escapar de estos principios de racionalidad (lo que una vez más
puede ser tomado en buen o mal sentido). Y no se sale de este chantaje
introduciendo matices “dialécticos” que busquen determinar lo que ha podido
haber de bueno y de malo en la
Aufklärung.
Es preciso intentar hacer el análisis de nosotros mismos
en nuestra condición de seres históricamente determinados, en cierta medí, da,
por la Aufklärung.
Esto implica una serie de estudios históricos tan precisos
como sea posible; tales investigaciones no estarán orientadas
retrospectivamente hacia el “núcleo esencial de racionalidad” que se puede
encontrar en la Aufklärung
y que sería preciso salvaguardar a toda costa; estarán orientadas hacia “los
límites actuales de lo necesario”, es decir, hacia lo que no es o ya no resulta
indispensable para la constitución de nosotros mismos como sujetos autónomos.
2. Esta crítica permanente de nosotros mismos debe evitar
las confusiones siempre demasiado fáciles entre el humanismo y la Aufklärung. No hay
que olvidar nunca que la
Aufklärung es un acontecimiento o un conjunto de
acontecimientos y de procesos históricos complejos, que han tenido lugar en un
cierto momento del desarrollo de las sociedades europeas. Este conjunto
comporta elementos de transformaciones sociales, tipos de instituciones
políticas, formas de saber, proyectos de racionalización de los conocimientos y
de las prácticas, mutaciones tecnológicas que resulta muy difícil resumir en
una palabra, incluso si se tiene en cuenta que muchos de esos fenómenos son
todavía en la actualidad importantes. El que he puesto de relieve y que me
parece que ha fundado toda una forma de reflexión filosófica no concierne sino
al modo de relación reflexiva con el presente.
El humanismo es algo completamente diferente: es un tema o
más bien un conjunto de temas que han aparecido en repetidas ocasiones a través
del tiempo en las sociedades europeas; tales temas, ligados siempre a juicios de
valor, evidentemente han variado siempre mucho en su contenido, así como en los
valores que han mantenido. Además, han servido de principio crítico de
diferenciación: ha habido un humanismo que se presentaba como crítica del
cristianismo o de la religión en general; ha habido un humanismo cristiano en
oposición a un humanismo ascético y mucho más teocéntrico (en el siglo XVIII).
En el siglo XIX hubo un humanismo receloso, hostil y crítico con respecto a la
ciencia; y otro que (por el contrario) situaba su esperanza en esta misma
ciencia. El marxismo ha sido un humanismo, el existencialismo y el personalismo
también. Hubo un tiempo en que se sustentaban los valores humanistas
representados por el nacionalsocialismo, y en el que los mismos estalinistas
decían que eran humanistas.
De esto no hay que sacar la consecuencia de que todo lo
que ha podido apelar al humanismo se deba rechazar, sino que la temática
humanista es en sí misma demasiado flexible, demasiado diversa, demasiado
inconsistente como para servir de eje a la reflexión. Y es un hecho que, al
menos desde el siglo XVIII, lo que se llama humanismo se ha visto siempre
obligado a apoyarse en ciertas concepciones del hombre tomadas de la religión,
de la ciencia y de la política. El humanismo sirve para colorear y para
justificar las concepciones del hombre a las que éste se ve claramente obligado
a recurrir.
Ahora bien, creo que a esta temática, tan a menudo
recurrente y siempre dependiente del humanismo, se le puede oponer el principio
de una crítica y de una creación permanente de nosotros mismos en nuestra
autonomía: es decir, un principio que está en el corazón de la conciencia
histórica que la Aufklärung
ha tenido de sí misma. Desde esta perspectiva, entre Aufklärung y humanismo más
bien vería una tensión que una identidad.
En cualquier caso, me parece peligroso confundirlos y, por
otra parte, históricamente inexacto. Aunque la cuestión del hombre, de la
especie humana, del humanista ha sido importante a lo largo del siglo , rara
vez, creo, la Aufklärung
se ha considerado a sí misma como un humanismo. Vale la pena también hacer
notar que, a lo largo del siglo XIX, la historiografía del humanismo en el
siglo XVI, que fue tan importante entre algunos, como Sainte-Beuve o
Burckhardt, resultó siempre distinta y en ocasiones explícitamente opuesta a la Ilustración y al siglo
XVIII. El siglo XIX tendió a oponerlos, tanto al menos como a confundirlos.
De todas formas, creo que así como hay que escapar del
chantaje intelectual y político de “estar a favor o en contra de la Aufklärung ”, también
hay que escapar del confusionismo histórico y moral que mezcla el tema del
humanismo y la cuestión de la
Aufklärung.
Un análisis de sus complejas relaciones en el transcurso
de sus dos últimos siglos sería un trabajo que hay que realizar y que
resultaría importante para desenredar un poco la conciencia que tenemos de
nosotros mismos y de nuestro pasado.
B. Positivamente.
Pero teniendo en cuenta estas precauciones, evidentemente
hace falta dar un contenido más positivo a lo que puede ser un éthos filosófico
que consiste en una crítica de lo que decimos, pensamos y hacemos, a través de
una ontología histórica de nosotros mismos.
1. Este éthos filosófico puede caracterizarse como una
actitud límite. No se trata de un comportamiento de rechazo. Hay que escapar de
la alternativa del afuera y del adentro; es preciso estar en las fronteras.
Ciertamente, la crítica es el análisis de los límites y la reflexión sobre
ellos. Pero si la cuestión kantiana era saber qué limites debe renunciar a
franquear el conocimiento, me parece que la cuestión crítica, hoy en día, se
debe tornar cuestión positiva: en lo que se nos da como universal, necesario,
obligatorio, ¿qué parte hay de lo que es singular, contingente y debido a
constricciones arbitrarias? Se trata, en suma, de transformar la crítica
ejercida en la forma de la limitación necesaria en una crítica práctica en la
forma del franqueamiento posible.
Como se ve, esto trae como consecuencia que la crítica se
ejercerá no ya en la búsqueda de estructuras formales que tienen valor
universal, sino como investigación histórica a través de los acontecimientos
que nos han conducido a constituirnos y a reconocernos como sujetos de lo que
hacemos, pensamos y decimos. En este sentido esta crítica no es trascendental,
y no tiene como fin hacer posible una metafísica: es una crítica genealógica en
su finalidad y arqueológica en su método. Arqueológica —y no trascendental— en
la medida en que no pretenderá extraer las estructuras universales de todo
conocimiento o de toda acción moral posible, sino que buscará tratar los
discursos que articulan lo que nosotros pensamos, decimos y hacemos, como otros
tantos acontecimientos históricos. Y esta crítica será genealógica en el
sentido de que no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es imposible
hacer o conocer, sino que extraerá de la contingencia que nos ha hecho ser lo
que somos la posibilidad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o
pensamos.
Esa crítica no pretende hacer posible la metafísica
convertida por fin en ciencia; busca relanzar tan lejos y tan ampliamente como
sea posible el trabajo indefinido de la libertad.
2. Pero, para que no se trate simplemente de la afirmación
o del sueño vacío de la libertad, me parece que esta actitud histórico-crítica
debe ser también una actitud experimental. Quiero decir que este trabajo
efectuado en los límites de nosotros mismos debe, por un lado, abrir un dominio
de investigaciones históricas y, por otro, someterse a la prueba de la realidad
y de la actualidad, tanto para captar los puntos en los que el cambio es
posible y deseable, como para determinar la forma precisa que se ha de dar a
dicho cambio. Es decir,, esta ontología histórica de nosotros mismos debe
abandonar todos aquellos proyectos que pretenden ser globales y radicales. De
hecho, ya se sabe por experiencia que la pretensión de escapar del sistema de
la actualidad para ofrecer programas de conjunto de otra sociedad, de otro modo
de pensar, de otra cultura, de otra visión del mundo, en realidad no han
llevado sino a reconducir las más peligrosas tradiciones.
Prefiero las transformaciones muy precisas que han podido
tener lugar desde hace veinte años en cierto número de dominios que conciernen
a nuestros modos de ser y de pensar, a las relaciones de autoridad, a las
relaciones entre los sexos, a la manera en que percibimos la locura o la
enfermedad, prefiero estas transformaciones que, aun siendo parciales, han sido
hechas en la correlación del análisis histórico y de la actitud práctica, a las
promesas del hombre nuevo que los peores sistemas políticos han repetido a lo
largo del siglo .
Caracterizaría, por tanto, el éthos filosófico propio de
la ontología crítica de nosotros mismos como una prueba histórico-práctica de
los límites que podemos franquear y, por consiguiente, como el trabajo de
nosotros mismos sobre nosotros mismos en nuestra condición de seres libres.
3. Pero, sin duda, sería completamente legítimo hacer la
objeción siguiente: al limitarse a este género de investigaciones o de pruebas
siempre parciales y locales, ¿no existe el riesgo de dejarse determinar por
estructuras más generales de las que corremos el peligro de no tener conciencia
ni dominio?
Caben dos respuestas a esto. Es cierto que es preciso
renunciar a la esperanza de acceder alguna vez a un punto de vista que nos
podría dar acceso al conocimiento completo y definitivo de lo que puede
constituir nuestros límites históricos. Y desde este punto de vista la
experiencia teórica y práctica que hacemos de nuestros límites y de su posible
franqueamiento es siempre limitada, determinada y, por tanto, una experiencia
que hay que volver a empezar de nuevo.
Pero esto no quiere decir que todo trabajo sólo se pueda
hacer en el desorden y la contingencia. Este trabajo tiene su generalidad, su
sistematicidad, su homogeneidad y su apuesta.
Su apuesta (enjeu).
Está indicada por lo que podríamos llamar “la paradoja (de
las relaciones) de la capacidad y del poder”. Se sabe que la gran promesa o la
gran esperanza del siglo , o de una parte del mismo, residía en el crecimiento
simultáneo y proporcional de la capacidad técnica de obrar sobre las cosas y de
la libertad de los individuos, de unos en relación con otros. Por otra parte,
se aprecia que, a través de toda la historia de las sociedades occidentales
(tal vez aquí se encuentre la raíz de su singular destino histórico —tan
particular, tan diferente de los demás en su trayectoria y tan universalizante,
dominante, con respecto a los otros—), la adquisición de las capacidades y la
lucha por la libertad han constituido los elementos permanentes. Ahora bien,
las relaciones entre crecimiento de las capacidades y crecimiento de la
autonomía no son tan simples como el siglo XVIII podía creer. Se ha podido ver
qué formas de relaciones de poder se transmitían a través de tecnologías
diversas (ya se trate de producciones con fines económicos, de instituciones
para regulaciones sociales, de técnicas de comunicación): las disciplinas a la
par colectivas e individuales, los procedimientos de normalización ejercidos en
nombre del poder del Estado, de las exigencias de la sociedad o de sectores de
la población, constituyen ejemplos al respecto. Así pues, el reto (enjeu) es:
¿cómo desconectar el crecimiento de las capacidades y la intensificación de las
relaciones de poder?
Homogeneidad.
Es lo que conduce al estudio de lo que se podría denominar
los “conjuntos prácticos”. Se trata de tomar como dominio homogéneo de
referencia no las representaciones que los hombres se dan de sí mismos, ni las
condiciones que los determinan sin que lo sepan, sino lo que hacen y la manera
en que lo hacen. Es decir, las formas de racionalidad que organizan las maneras
de hacer (lo que se podría llamar su aspecto tecnológico), así como la libertad
con la cual actúan en estos sistemas prácticos, reaccionando a lo que hacen los
otros y modificando hasta cierto punto las reglas de juego (es lo que se podría
llamar la vertiente estratégica de esas prácticas). La homogeneidad de estos
análisis histórico-críticos está, por tanto, asegurada por este dominio de las
prácticas con su vertiente tecnológica y su vertiente estratégica.
Sistematicidad.
Tales conjuntos prácticos dependen de tres grandes
ámbitos: el de las relaciones de dominio sobre las cosas, el de las relaciones
de acción sobre los otros y el de las relaciones consigo mismo. Esto no quiere
decir que estos tres ámbitos sean completamente extraños los unos para con los
otros. Es bien sabido que el dominio sobre las cosas pasa por la relación con
los otros; y ésta implica siempre relaciones de uno consigo mismo; e
inversamente. Pero se trata de tres ejes cuya especificidad e intrincación es
preciso analizar: el eje del saber, el eje del poder y el eje de la ética. En
otros términos, la ontología histórica de nosotros mismos tiene que responder a
una serie abierta de cuestiones, se ha de ocupar de un número no definido de
investigaciones que es posible multiplicar y precisar tanto como se quiera;
pero todas ellas responderán a la sis-tematización siguiente: ¿cómo nos hemos
constituido como sujetos de nuestro saber?; ¿cómo nos hemos constituido como
sujetos que ejercen o sufren relaciones de poder?; ¿cómo nos hemos constituido
como sujetos morales de nuestras acciones?
Generalidad.
Finalmente, estas investigaciones histórico-críticas son
muy particulares, en el sentido de que siempre se refieren a un material, a una
época y a un cuerpo de prácticas y de discursos determinados. Pero al menos a
escala de las sociedades occidentales de las que derivamos, tales investigaciones
tienen su generalidad, en el sentido de que, hasta nosotros, han sido
recurrentes; es lo que sucede con el problema de las relaciones entre razón y
locura, o enfermedad y salud, o crimen y ley; o con el problema de qué lugar
cabe dar a las relaciones sexuales, etc.
Pero si evoco esta generalidad no es para decir que es
preciso volverla a trazar en su continuidad metahistórica a través del tiempo,
ni tampoco seguir sus variaciones. Lo que hace falta captar es en qué medida lo
que sabemos de esto, las formas de poder que ahí se ejercen y la experiencia
que ahí hacemos de nosotros mismos no constituyen sino figuras históricas
determinadas por cierta forma de problematización que define objetos, reglas de
acción y modos de relación consigo mismo. El estudio de los modos de
problematización, de las problematizaciones (es decir, de lo que no es ni
constante antropológica, ni variación cronológica), es, pues, la manera de
analizar, en su forma históricamente singular, cuestiones de alcance general.
Unas líneas de resumen para terminar y volver a Kant. No
sé si alguna vez llegaremos a ser mayores de edad. Muchas cosas en nuestra
experiencia nos convencen de que el acontecimiento histórico de la Aufklärung no nos ha
hecho mayores de edad, y de que no lo somos aún. Me parece, sin embargo, que se
puede dar un sentido a esta interrogación crítica sobre el presente y sobre
nosotros mismos que Kant ha formulado reflexionando sobre la Aufklärung. Asimismo
me parece que tal es incluso una manera de filosofar que no ha carecido de
importancia ni de eficacia en los dos últimos siglos. La ontología crítica de
nosotros mismos se ha de considerar no ciertamente como una teoría, una
doctrina, ni tampoco como un cuerpo permanente de saber que se acumula; es
preciso concebirla como una actitud, un éthos, una vida filosófica en la que la
crítica de lo que somos es a la vez un análisis histórico de los límites que se
nos han establecido y un examen de su franqueamiento posible.
2º.- Immanuel Kant: ¿Qué es la Ilustración ?
La ilustración es la salida del hombre de su minoría de
edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la
incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno
mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un
defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse
con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de
servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza
los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes),
permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la
cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan
cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que
reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así
sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no
tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como
la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen
por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos
tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante
superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que
estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en
que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar
solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas
caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo
común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer
semejante experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de
la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha
cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio
entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan
a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas:
instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes
naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda
de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima
zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu,
logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí
mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En
efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta
entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber
rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una
estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la
de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores
habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse
al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda
ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya
que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores.
Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una
revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna
opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la
verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que,
como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa,
privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad
y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber,
la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio.
Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones,
adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe!
(Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que
queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la
libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario,
la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser
libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso
privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se
obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.
Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien
hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de
lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre
dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en
muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios
ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen
que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad
artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que
se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es
permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte
de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de
la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que,
mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar
sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son
asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un
oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta,
estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden
recibida. Tiene que obedecer.
Pero no se le puede prohibir con justicia hacer
observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y
presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar
los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa
carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa
(pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará
en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus
ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma
manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad
según el símbolo de la Iglesia
a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como
docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus
ideas –cuidadosamente examinadas y bien intencionadas– acerca de los defectos
de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a
un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no
hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que
enseña en virtud de su función –en tanto conductor de la Iglesia – como algo que no
ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se
ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una
autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se
sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil
para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena
convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente
imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos
los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría
conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría
que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la
comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una
reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no
es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es
extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público,
propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso
público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de
ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores
del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad,
constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de
la Iglesia ,
es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría
acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a
una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante
ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es
absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior
ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente,
aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes
tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la
siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos
(sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover
la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación
originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está
plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo
incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir
como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí
mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la
esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de
introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano,
principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de
llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los
defectos de la actual institución. Mientras tanto –hasta que la intelección de
la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese
confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos)
pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se
habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos
propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran
permanecer fieles a la antigua lo hagan así– mientras tanto, pues, perduraría
el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por
una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en
duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y
que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su
perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre,
con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la
adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a
ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a
la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la
humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá
hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se
debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se
inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie
con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que
consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le
concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan
con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la
determinación y fomento de dicha salvación.
Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas
cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos
tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido
del propio y supremo dictamen intelectual –con lo cual se prestaría al reproche
Caesar non est supra grammaticos– o que rebajara su poder supremo lo suficiente
como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos,
ejercido sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época
ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía
falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean
capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio
entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el
campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los
obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable
minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello.
Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o “el
siglo de Federico”.
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que
sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión,
sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre
de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad
lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en
sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad
para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de
conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos –sin perjuicio de sus deberes
profesionales– pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y
públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del
símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados
por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también
exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los
obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal
circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de
la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la
solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de
rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos
artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración –es decir,
del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es
culpable– en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los
que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus
súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece
mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe
de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en
lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan
un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los
pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que
puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un
brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.
Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las
sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que
les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que
no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que
queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las
cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo
es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso
para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites
infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión
de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza , bajo esta dura cáscara, ha
desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación
y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el
modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de
una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra
como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más
que una máquina.
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