El árbol republicano:
De
Rousseau al Federalista.- En busca de un terreno comun
Andre Singer*
importa?- hay que contar que el Estado
está perdido”
Jean-Jacques Rousseau (1988)
“Una facción que tenga éxito,
puede instituir una tiranía
sobre las ruinas del orden y de la ley”
Alexander Hamilton (1998)
L
Los escritos de los así llamados “autores
clásicos” en teoría política –no aquellos de la Antigüedad clásica,
sino los que formularon, entre los siglos XVI y XIX, las grandes ideas
modernas– merecen ser visitados siempre que puedan inspirarnos en la búsqueda
de caminos para los impasses contemporáneos. Mi intención aquí es la de indicar
en dos grandes obras del siglo XVIII, el Contrato Social (1762) de Jean-Jacques
Rousseau y el Federalista (1787), algunos aspectos comunes que pueden ser
útiles en la reflexión sobre losimpasses de la democracia contemporánea. Me
refiero a tres tópicos sobre los cuales Rousseau, Madison y Hamilton
concuerdan: soberanía inmanente, republicanismo y federalismo. El problema de
fondo que a mi ver precisa ser atacado hoy aparece de la siguiente forma en
Giddens (2000): “La paradoja de la democracia consiste en que se está
diseminando por el mundo y, sin embargo, en las democracias maduras, que el
resto del mundo supuestamente estaría copiando, hay una desilusión generalizada
con los procesos democráticos” (Giddens, 2000: 81).
Teoría y filosofía política
En América Latina, que forma parte del
“resto del mundo” en la frase de Giddens, la desilusión llegó tan rápido que
casi no tuvimos oportunidad de conmemorar la instalación de la democracia. Como
resultado, necesitamos enfrentar, de un lado, la desilusión de los países
avanzados y, del otro, los problemas propios de la consolidación democrática en
los países atrasados. Así pues, dificultades duplicadas. Creo que, delante de
esta situación, tenemos algo que ganar en la lectura de dos obras fundadoras de
la democracia, el Contrato Social y el Federalista. ¿Por qué retroceder dos
siglos en busca de soluciones para los problemas actuales? Mi hipótesis es que
la superación de la crisis democrática deberá pasar por la combinación entre
participación directa local (y en asuntos generales donde haya un amplio consenso), de un lado, y
representación en las unidades políticas más amplias (y en los temas en los que
haya divisiones), del otro. Quiero sugerir que en el pensamiento de los
mencionados clásicos hay un terreno común en el cual se pueden edificar los
pilares de esa visión.
Comencemos por las diferencias. Como se
sabe, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau es un crítico de la representación,
mientras que Madison y Hamilton son entusiastas defensores de la misma.
Rousseau es un precursor de las críticas a la democracia liberal. Como dice
David Held: “La concepción de Rousseau del gobierno republicano representa en
muchos aspectos la apoteosis de la tentativa de conectar, por medio de la
tradición republicana, libertad y participación. Todavía más, la conexión que él
forjó entre el principio de gobierno legítimo y el de autogobierno desafió no
sólo los principios políticos de los regímenes de su tiempo –sobre todo los del
ancièn régime–, como también los de los Estados liberal democráticos que
surgirían más tarde. Eso porque su noción de autogobierno es de las más
radicales, refutando el núcleo de algunas de las premisas fundamentales de la
democracia liberal; principalmente aquélla de acuerdo con la cual la democracia
es el nombre que designa a un tipo particular de Estado que sólo puede ser
considerado responsable delante de los ciudadanos de tiempo en tiempo” (Held,
1996: 60). Mientras que Rousseau fundaba, avant la lettre, la escuela que
denuncia la democracia liberal como usurpadora de la soberanía popular, Madison
y Hamilton son los formuladores modernos de una teoría democrática que intenta
evitar los abusos del poder de la mayoría y, por eso, emerge el gobierno como
necesariamente despegado del pueblo.
Como dice Krouse, para los autores del
Federalista: “(...) apenas un gobierno nacional soberano de ámbito
verdaderamente continental puede asegurar un gobierno popular no opresivo. Un
Leviatán republicano es necesario para proteger la vida, la libertad y la
propiedad de la tiranía de las mayorías locales. La república ampliada no es
simplemente un medio de adaptar el gobierno a las nuevas realidades políticas,
sino un correctivo inherentemente deseable para los profundos defectos
intrínsecos a la política del pequeño régimen popular” (Krouse, 1983, citado
por Held, 1996: 93-94).
Las diferencias entre uno y otro, por lo
tanto, están bien establecidas en la literatura. Sin negar las importantes
diferencias entre las dos corrientes, creo, sin embargo, que el grado de
distancia entre Rousseau y el Federalista es menor de lo que parece. El
Contrato Social y los artículos en defensa de la Constitución americana tienen
varios puntos de contacto, comenzando por el hecho de que Rousseau y los
autores de El Federalista tenían en común un objetivo fundamental: la búsqueda
del establecimiento de una soberanía inmanente, para usar la expresión de Hardt
y Negri (2000), o sea, de una soberanía que nazca del propio pueblo y no que
descienda sobre él a partir de alguna autoridad exógena. En segundo lugar, en
la construcción de la soberanía inmanente, Rousseau, Madison y Hamilton se
preocupan por el mismo problema: el de su “secuestro”, sea a manos de los
representantes del pueblo, sea a manos de la mayoría de la asamblea. Los
temores de Rousseau y de los Federalistas son, ambos, fundamentados. Los dos
dan cuenta de problemas reales. De la misma manera, los modos de combatir el
“secuestro” de la soberanía (la participación y la representación) son válidos.
El problema es saber si es posible combinar las soluciones presentadas por
Rousseau, Madison y Hamilton.
Sea cual fuere la respuesta que el futuro
reserve para esta cuestión, pienso que el terreno común ofrecido por los
citados autores debe servir de punto de partida para un intento de reflexión al
respecto. Esto es, las respuestas a la crisis de la democracia deberán
incorporar las ideas de soberanía inmanente, república y federación. La opción
republicana de Rousseau, Madison y Hamilton es el resultado de la reaparición,
en ambas márgenes del Atlántico, de la tradición renacentista cuyo símbolo
mayor es Nicolás Maquiavelo. Maquiavelo adopta la República como el modelo
de un régimen de libertad política indispensable para la construcción del estado
moderno (Singer, 2000). Libertad entendida como autogobierno.
Sin embargo, en la práctica, los grandes
estados nacionales, como Francia, España e Inglaterra, se erigieron sobre otras
bases, no republicanas sino monárquicas. Las pocas repúblicas europeas, como
Holanda y Suiza, fueron convertidas en monarquías o bien quedaron aisladas. El
sueño republicano, sin embargo, no desapareció. Con la victoria obtenida por
Cromwell en la Guerra
Civil inglesa (1644- 48), la República fue proclamada
en aquel país, aunque por un corto período.
El renacimiento del proyecto republicano en
el siglo XVIII representó la recuperación de una aspiración presente –aunque
derrotada– desde el amanecer de los estados-nación. Nótese, con todo, que la principal vertiente
del pensamiento político de entonces, representada por la línea de continuidad
que va de Locke a Montesquieu, no era republicana sino monárquica. Montesquieu,
en particular, es enfático en la demostración de que la República era un régimen
de la Antigüedad
y que las nuevas condiciones de prosperidad y extensión de los estados europeos
requerían un régimen monárquico, en caso de que se quisiera preservar la
libertad (Montesquieu pensaba en la libertad como opuesta al despotismo, no
como autogobierno). La opinión de Rousseau es diferente. En el Libro II del
Contrato Social, dice: “Llamo, por tanto, República a todo Estado regido por
leyes, bajo la forma de administración que sea; porque sólo entonces gobierna
el interés público y la cosa pública es algo. Todo gobierno legítimo es
republicano...” (Rousseau, 1988: 62). Es verdad que, en una nota que amplía el
citado pasaje, Rousseau aclara que garantizada la soberanía de la ley, hasta la
monarquía podría ser republicana. Esa nota indica que, en esencia, había una
coincidencia respecto de este punto entre él y Montesquieu. La garantía de la
libertad estaba en el imperio de la ley y no en el de los hombres.
No obstante, el uso de una terminología
republicana, recusada por Montesquieu, representa más que un gusto estético por
la Historia Antigua
por parte de Rousseau. En realidad, bien al estilo de Maquiavelo, Rousseau
recupera el ejemplo romano para contrarrestar otro pilar del pensamiento de
Montesquieu: la necesidad de la representación. La soberanía debe ser de las
leyes, pero las leyes ge - nerales sólo pueden ser decididas por el pueblo. En
el Libro Tercero del Contrato Social, en el que Rousseau trata sobre las formas
de gobierno, se lee lo siguiente: “La idea de los representantes es moderna:
nos viene del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el que la
especie humana queda degradada, y en el que el nombre de hombre es un deshonor.
En las antiguas repúblicas, e incluso en las monarquías, jamás tuvo el pueblo
representantes; no se conocía esa palabra. Es muy singular que en Roma, donde
los tribunos eran tan sagrados, no se les pasara ni siquiera por la imaginación
que pudieran usurpar las funciones del pueblo, y que, en medio de una multitud
tan grande, jamás intentaran pasar por su sola autoridad un solo plebiscito”
(Rousseau, 1988: 62). Aquí se percibe que la opción semántica de Rousseau al
decidir dar un nombre antiguo, República, a una cosa nueva, el estado
constitucional (aquél en el que las leyes prevalecen), no era neutra, cargaba
la definición del nuevo orden con un contenido fundamental. En la visión
rousseauniana, las leyes que gobiernan la República sólo son legítimas si expresan la
voluntad general y la voluntad general –como cualquier voluntad– no puede ser
representada (una decisión puede ser implementada por otro, pero la voluntad
sólo puede ser sentida por uno mismo). De este modo, el poder legislativo g e n
e r a l no puede ser delegado. Precisa ser ejercido directamente por los
ciudadanos. Resáltese que, en la visión de Rousseau, todas las leyes
particulares pueden ser decididas por delegación; apenas aquellas que se
refieran al interés general deben ser el fruto de la deliberación directa.
El modelo romano también es el inspirador
del republicanismo de Madison y Hamilton y eso por dos motivos. El primero, que
Roma es un buen ejemplo histórico de que la República puede darse
muy bien en una gran extensión territorial. El segundo es que el carácter
imperial de la República
romana le va como anillo al dedo al proyecto imperial norteamericano, como
percibieron Hardt y Negri (2000). Pero tal vez la verdadera razón por la cual los
americanos defienden la República sea otra. La República de Madison y
Hamilton, aunque inspirada en Roma, no coincide plenamente con la República antigua. En
realidad, se trata de una reelaboración del sistema republicano a partir de la
interpretación de Maquiavelo (Pocock, 1975). Al discutir las lecciones dejadas
por Tito Livio sobre la
Historia de Roma, Maquiavelo señala que el conflicto entre
los grandes y el pueblo, lejos de ser un problema, era, en verdad, la causa de
la grandeza romana. El argumento de Maquiavelo es que el conflicto social,
canalizado por las instituciones republicanas, evita el predominio de una sola
facción y, con eso, difiere la inevitable corrupción del cuerpo político.
El Federalista retoma integralmente la
lección maquiaveliana y le suma una novedad típicamente moderna. De acuerdo con
Madison, la mejor forma republicana de permitir que el conflicto exista, siendo
canalizado para la grandeza de la República, es instituir un sistema representativo.
Por medio de la representación, los conflictos salen de las calles y van a
parar a los Parlamentos, donde pueden ser negociados. Además, al ser
representados los intereses del pueblo, éste se divide y deja de ser una fuente
única e ilimitada de poder. Como se ve, llegados a este punto, nos vemos
obligados a reconocer que aún cuando todos sean republicanos –Rousseau de un
lado y Madison y Hamilton del otro– tienen visiones diferentes con respecto a la República moderna. En
tanto que Rousseau ve en la
República la soberanía de leyes generales que fueron
decididas directamente por el pueblo, los federalistas quieren una República en
que las leyes sean decididas por los representantes del pueblo, como fue el
caso de la Constitución americana (con todo, nótese que la Constitución fue
sometida a un plebiscito popular, o sea, la decisión directa del pueblo). Cabe resaltar aquí que tanto unos como otros
ven a la soberanía como inmanente y no trascendente. Esto es, la soberanía está
en las leyes aprobadas por el pueblo y no en cualquier otro lugar externo al
mismo, como el rey o la nobleza idealizada por Montesquieu.
Podría argumentarse que la voluntad general
funciona como un poder aparte, una especie de ser incorpóreo que sobrevuela la
vida social, pero basta leer con atención el Contrato Social para percibir que
no es así. Rousseau acentúa la necesidad de la participación, justamente por la
imposibilidad de la delegación legítima. El ciudadano precisa participar de la
confección de las leyes para que la República se realice. En suma, al
proclamarse republicanos, Rousseau, Madison y Hamilton concuerdan en algo
fundamental: el buen gobierno es aquél que emana del pueblo. Obsérvese que
Rousseau no defiende un proyecto democrático, sino uno republicano. No está de
más recordar el pasaje donde afirma: “(...) Un pueblo que no abusara jamás del
gobierno tampoco abusaría de su independencia; un pueblo que gobernara siempre
bien no tendría necesidad de ser gobernado .Tomando el término en su acepción
más rigurosa, jamás ha existido verdadera democracia, y no existirá jamás. Va
contra el orden natural que el mayor número gobierne y el menor sea gobernado.
No puede imaginarse que un pueblo permanezca incesantemente reunido para vacar
a los asuntos públicos y fácilmente se ve que no podría establecer para esto
comisiones sin que cambie la forma de la administración” (Rousseau, 1988:
92-93).
Rousseau y los Federalistas quieren una
república en la cual prevalezca la soberanía popular y concuerdan en que el
gobierno de la república será mejor ejercido por representantes electos, una
aristocracia natural. Una vez más, Rousseau: “Hay, por lo tanto, tres clases de
aristocracia: natural, electiva, hereditaria. La primera no conviene más que a
pueblos sencillos; la tercera es el peor de todos los gobiernos. La segunda es
la mejor: es la aristocracia propiamente dicha” (Rousseau, 1988: 95). Existe,
por lo tanto, un vasto terreno común entre Rousseau y los Federalistas. La
divergencia se origina en lo siguiente: mientras que el primero desconfía de
las facciones y de la representación, los segundos las valorizan. Para
Rousseau, las facciones hacen prevalecer el interés particular y desvían al
ciudadano de la voluntad general, en cuanto los representantes tienden a
usurpar la soberanía popular. Para los autores de El Federalista, las facciones
tienen que ser multiplicadas y el poder tiene que ser delegado para que la
soberanía popular no sea sofocada por una facción tiránica. El origen de la
discordia es que Rousseau teme el “secuestro” de la soberanía por parte de los
representantes, mientras que Madison y Hamilton temen que la soberanía sea
sustraída por grupos –mayoritarios o minoritarios– que dominen las asambleas
populares.Utilizando nuevamente las palabras que Jean-Jacques Rousseau emplea
en Del Contrato Social: “Así como la
voluntad particular actúa sin cesar contra la voluntad generalasí el gobierno
hace un continuo esfuerzo contra la soberanía. Cuanto másaumenta este esfuerzo
más se altera la
Constitución ; y como aquí no hayvoluntad de cuerpo que
resistiendo a la del príncipe, la equilibre, tarde otemprano, debe ocurrir que
el príncipe oprima por fin al soberano y rompa el trato social” (Rousseau, 1988: 112-113).
Para Hamilton, en el noveno artículo del
Federalista, el peligro que ronda a la soberanía popular reside en la
fragilidad de las pequeñas comunidades, dado que éstas son –fácilmente–
víctimas de los tiranos locales. “Cuando Montesquieu aconseja que las
repúblicas sean de poca extensión, pensaba en ejemplos de dimensiones mucho más
reducidas que las de cualquiera de estos Estados. Ni Virginia, Massachusetts,
Pennsylvania, Nueva York, Carolina del Norte o Georgia, pueden compararse ni de
lejos con los modelos en vista de los cuales razonaba y a que se aplican sus descripciones.
Si, pues, tomamos sus ideas sobre este punto como criterio verdadero, nos
veremos en la alternativa de refugiarnos inmediatamente en los brazos del
régimen monárquico o de dividirnos en una infinidad de pequeños, celosos,
antagónicos y turbulentos estados, tristes semilleros de continua discordia, y
objetos miserables de la compasión o el desdén universales. Algunos escritores
que han sostenido el otro lado de la cuestión parecen haber advertido este
dilema; y han llegado a la audacia de sugerir la división de los Estados más
grandes. Tan ciega política y tan desesperado expediente es posible que al
multiplicar los pequeños puestos respondan a las miras de los hombres incapaces
de extender su influencia más allá de los estrechos círculos de la intriga
personal, pero nunca favorecerán la grandeza o la dicha del pueblo
norteamericano” (Hamilton et al. 1998: 33). El núcleo de divergencia entre
Rousseau y el F e d e r a l i s t a no está, como pudiera p a r e c e r, en la
contraposición de la participación y la representación, si bien resulta en
ella. Lo que separa al autor del Contrato Social de los defensores de la Constitución de los
Estados Unidos de América es la evaluación que cada uno de ellos hace del
potencial democrático de los pequeños grupos. Mientras que Rousseau es un
entusiasta de la acción comunitaria de las agrupaciones locales, Madison y
Hamilton están convencidos de que en ellas tenderán siempre a prevalecer las
tiranías locales. Como dice Held (1996), Madison desconfía tanto de la virtud
cívica de los habitantes de las pequeñas repúblicas de la Antigüedad como su
contemporáneo del siglo XVIII. En este sentido, Madison es más maquiaveliano
que Rousseau. Al discutir los conflictos que forjaron la grandeza de la antigua
Roma, Maquiavelo sabe que cada una de las facciones está luchando por sus
propios intereses. Los grandes quieren oprimir el pueblo. El pueblo no quiere
ser oprimido. Si hay generosidad en la población, ella surge de la convicción
de que vale la pena defender la patria, porque ella garantiza la libertad de
defender los propios intereses.
Rousseau, con todo, cree que en las
pequeñas aldeas de los Alpes suizos los hombres pueden llegar a consensos con
respecto a aquello que interesa a todos. Los problemas son simples, los recursos
son escasos y no es difícil encontrar un denominador común. Aquél que se
posiciona en contra de las reglas que, obviamente, se dirigen al interés
colectivo, debe ser obligado a obedecer. En el fondo, aún sin saberlo, él se
estará obedeciendo a si mismo, puesto que el interés general también es el
suyo. Madison y Hamilton no creen en nada de eso. Encuentran que la pequeña
comunidad rousseauniana terminará rápidamente dominada por una facción
tiránica. Cuando El Federalista argumenta a favor de una República de gran
extensión no lo hace por entender que pequeñas comunidades no son más viables
en los tiempos modernos. El territorio de considerable tamaño está orientado a
impedir que una facción pueda tiranizar a la población de una pequeña
comunidad. La multitud diluye las facciones, volviéndolas menos peligrosas.
En el fondo, y aunque que no parezca así,
Rousseau, Hamilton y Madison tienen el mismo horror a las facciones. Una vez
más, todos ellos están del lado de la libertad republicana contra el predominio
del interés particular. Lo que ocurre es que tienen creencias opuestas respecto
a la posibilidad de cooperación del grupo y a su capacidad para resolver las
divergencias que surjan con respecto al interés común sin suprimir la libertad.
En otras palabras, Madison y Hamilton no creen en el consenso. Saben que el
pueblo siempre estará dividido y, por ello, descubrirán que la representación
es una manera de transformar esa división en un arma para la libertad. En la
medida en que el pueblo está dividido en partidos y el poder es ejercido por
ellos, unos controlarán a otros. Las similitudes entre Rousseau y los autores
de El Federalista los llevan a soluciones que guardan paralelos importantes.
Tanto el ginebrino cuanto los americanos terminan por resolver los respectivos
impasses con la propuesta de una federación de estados. En otras palabras,
Rousseau también es federalista. Sin embargo, mientras que Rousseau piensa en
una federación de comunidades en la que el poder legislativo general es
ejercido directamente en el interior de cada una de ellas, Madison y Hamilton
hacen emerger una federación que se organiza como una gran república
representativa, en la que el interés general está garantizado por una ley
suprema y la división de los poderes mediante un sistema de frenos y contrapesos.
Empero, es justamente el principio federalista el que permite, a mi entender, pensar
en una articulación de las propuestas del Contrato Social y del Federalista. La
propuesta federalista está pensada para resolver el siguiente problema: ¿cómo
es posible combinar autonomía y coordinación de unidades políticas separadas?
Rousseau, Madison y Hamilton quieren preservar la autonomía de las formaciones
sociales menores, de tal forma que haya, al mismo tiempo, descentralización y
coordinación. No obstante, este razonamiento podría ser objetable, ya que eso
se une a una profunda desconfianza con respecto a la capacidad cooperativa de
las comunidades por parte de Madison y Hamilton. No hay que olvidar que El
Federalista está inmerso en una tradición “comunal” participativa intensa, que
más tarde será revelada por de Tocqueville. Ella, en verdad, es la garantía de
que el sistema funcione. Por eso no puede ser eliminada.
En otras palabras, hay un componente
rousseauniano oculto en la propuesta norteamericana. Hay una compatibilidad
insospechada entre los dos proyectos y que será expresada más tarde en La Democracia en A m é r i
c a de Alexis de To c q u e v i l l e . La opción por la federación sugiere un
fuerte vínculo entre representación y participación directa. La federación
tiene que ser representativa. Rousseau mismo sabe que no es posible participar
directamente de la federación; es preciso escoger representantes que formen
parte de ella. La experiencia de los Estados Unidos de América, por otra parte,
indica que la representación precisa ser complementada con la participación
directa en los asuntos locales, si es que queremos revitalizar la democracia.
Esta participación, que debe tener un carácter cooperativo y tendencialmente
consensual, es decisiva para la vida social. Combinar los principios de la participación
directa y de la representación parece ser un camino importante para superar la
crisis democrática contemporánea. Creo que reconocer el terreno común abierto
por Rousseau, Madison y Hamilton ayudará en la tarea
** Profesor del Departamento de Ciencia
Política (DCP) de la Facultad
de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas (FFLCH) de la Universidad de São Paulo
(USP).
Fuente:
TEORÍA Y FILOSOFÍA POLÍTICA
EN
EL DEBATE LATINOAMERICANO
Atilio
A. Boron
Álvaro
de Vita
(Compiladores)
Este
libro reúne las ponencias presentadas en la Primeras Jornadas
de Teoría Política organizadas conjuntamente por el Departamento de Ciencia
Política
de la Universidad
de São Paulo (USP) y la
Carrera de Ciencia
Política
de la Facultad
de Ciencias Sociales de la
Universidad de Buenos Aires
(UBA),
bajo el auspicio del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
(CLACSO).
Este evento tuvo lugar en la
Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias
Humanas
de la USPlos
días 14 y 15 de septiembre del 2000 con el ánimo de promover un intercambio de
ideas entre investigadores argentinos y brasileños interesados en el estudio de
la teoría y la filosofía política clásica y contemporánea.
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