Por Tomás Valladolid Bueno
(*)
1. De Hannah Arendt nos
han sido legadas un conjunto de reflexiones, con marcado tinte kantiano, sobre
la problemática del juicio; reflexiones que, al presentarse diseminadas a lo
largo de una serie de estudios y de conferencias, no conforman un verdadero
cuerpo de libro (Cf. Arendt, 1995, 136ss; 1997, 54–57; 2002, 31ss y 116ss; y
2003a).
Además, tales aportaciones
eran sólo el adelanto de un estudio exclusivo y sistemático que esta pensadora
tenía en proyecto realizar una vez que habían visto la luz sus aportaciones
sobre el pensamiento y la voluntad. A pesar de esta diseminación y provisionalidad
de los textos, su contenido ha provocado a lo largo de los años una serie de
ensayos interpretativos que en buena medida han dejado, hasta donde pueden
estarlo, las cosas en su sitio. Quienes a día de hoy deseen acercarse a lo que
Arendt consideró sobre el juicio, no sólo habrán de trabajar los textos de la
propia autora, sino que no deberán pasar por alto la exposición y valoración
que en su momento realizó Ronald Beiner sobre el tratamiento dado por Arendt a
la facultad de juzgar (Cf. Beiner, 2003, 157–270).
Este texto es ineludible
para situar el contexto evolutivo en el que se mueven las ideas de Arendt, pero
también para dirigirse, por contraste, hacia otros derroteros de corte
aristotélico que llevarán, a quienes estén interesados en la cuestión, por
caminos donde transitan las ideas de Gadamer y Habermas (Cf. Gadamer, 1977,
61–64; Habermas, 1986, 205–222).
Asimismo hay que mencionar
un par de trabajos realizados en el ámbito del pensamiento francés: uno, el que
nos dejó Cornelius Castoriadis poniendo en aviso sobre las posibles fallas que
amenazan al prestar atención a la noción de juicio kantiano antes que a la idea
de creación latente en la tercera Crítica (Cf. Castoriadis, 1998, 103–113); y
otro, el que tiene por autor a Paul Ricoeur, donde la pensada relación entre
juicio estético y juicio político llevará a éste a mostrar una reserva sobre el
enfoque retrospectivo de Arendt (Cf. Ricoeur, 1999, 139–155).
Por lo demás, quienes
opten por una lectura contextualizada en base al Diario filosóficode Arendt
tendrán un buen punto de apoyo en un estudio de Pierre Bouretz (Cf. Arendt,
2006; Bouretz, 2006). Y para terminar esta breve referencia a algunos estudios,
a los que habría que acudir en busca de controversias y diatribas, hago mención
al intento llevado a cabo por Fernando Bárcena de ubicar la facultad del juicio
en terrenos de la educación política y en el siempre más que problemático
asunto de la reconciliación; así como también señalaré los insoslayables
tratamientos del tema realizado por Aurelio Arteta, Antonio Campillo y María
Pía Lara (Cf. Arteta, 2010, cap.6; Bárcena, 1997, 215–245; Bárcena, 2006,
227–255; Campillo, 2009, cap. 5; Pía Lara, 2009).
2. Dar cumplimiento a la
tarea de hacer el introito bibliográfico no exonera de la obligación de
justificar una escritura que responde a la exigencia reflexiva de situar a
Arendt en el epicentro de los problemas actuales. Para esto encontramos
estimulante que al final del mencionado ensayo de Beiner se aluda a una posible
referencia benjaminiana desde la que sacar partido a la problemática suscitada
por las reflexiones de Arendt. Y en efecto, es posible que la noción de
“instante” –reactivada por Benjamin ante la necesidad de interrumpir la
hipocrática marcha del mundo– unida a la idea de un juicio reflexionante
–emitido en momentos de peligro y al desamparo de principios universales– sean
los lugares del pensamiento desde los cuales puedan atisbarse las desfiguradas
formas de unas incipientes fisuras por las que cabría hablar –con Arendt– de
una posible brecha entre el pasado y el futuro.
Ahora bien, aventurarse a
tejer con hilo benjaminiano obliga a no desdeñar los usos que se hacen de
metáforas, imágenes o comparaciones; sobre todo si estas se incorporan con
miras a exponer la idiosincrasia de la propia época y la función que al propio
pensamiento le corresponde respecto a ésta. En efecto, la elección que un
pensador ha realizado de determinada metáfora o imagen puede orientarnos a la
hora de ensayar una lectura comprensiva y actual de las ideas centrales en
torno a las cuales se va erigiendo su obra. Si además ponemos en contraste
dicha elección con la llevada a cabo por otros, entonces la consecución de
nuestro objetivo puede verse facilitada en buena medida. Sabido es, en este
sentido, que entre Hannah Arendt y Leo Strauss no existía, como se dice ahora,
una buena química (Bouretz, 2003, 632–633). Pero más allá de esto sería
importante comprobar cómo estos dos representantes del pensamiento
contemporáneo, que han vuelto su mirada hacia el mundo clásico con objeto de
superar las aporías del mundo moderno, sin embargo, han sostenido un diferente
punto de vista que les ha llevado a propuestas de solución también divergentes.
Esta heterogeneidad se deja ya ver en las diferentes metáforas que cada uno de
ellos ha privilegiado como instrumento figurativo para interpretar y valorar la
construcción del mundo en clave moderna. Mientras que Strauss recurrió,
siguiendo la estela dejada por el lenguaje platónico, a la imagen de “la
segunda caverna”, Arendt, por su lado, acudió al mundo metafórico de Kafka, en
el que se habla figurativamente de fuerzas contrapuestas que presionan la
existencia de los seres humanos, para dejarnos sobre el tablero lo que ella
designa con la expresión “habitar en la brecha”, que es precisamente eso con lo
cual, de una manera o de otra, tendría bastantes dificultades para habérselas
el pensamiento contemporáneo (Cf. Arendt, 2003c, 19ss).
Pues bien, hablando ya directamente
sobre nuestro tema, sostenemos la opinión de que la recuperación del juicio a
la que llama Arendt, no sería sin más identificable con todo lo que lleva
aparejado eso que pueda entenderse por salir de la caverna. Antes bien, si en
alguna medida la banalidad del mal puede y debe ser entendida en relación con
la pérdida de la capacidad de juzgar, entonces la recuperación de ésta
consistirá en un peculiar proceso de rehabitación, gracias al cual los seres
humanos estén preparados de modo que sus criterios de valoración y de actuación
no queden a merced de cualquier fuerza que de manera ocasional resulte
ganadora. De acuerdo con esta opinión, recuperar la capacidad de juicio es
recuperar el talento para habitar en la brecha, para no dejarse arrastrar por
ninguna de esas fuerzas que, en sentidos contrarios, nos empujan con la
intención de desplazarnos en beneficio e interés de una de ellas.
Pero habitar en la brecha
también significaría abrazar la incertidumbre como algo constitutivo de nuestra
forma de habitar democráticamente y, por tanto, no dejarse llevar por las
soluciones que nos ofrecen desde latitudes de lo trascendente, donde no hay
fuerzas que soportar, ni brechas que abrir, ni en las que residir. Por el
contrario, la brecha abierta a causa del choque dialéctico producido
permanentemente entre lo particular y lo general nos acompaña siempre; y sólo
desde el valor de vivir en ella, es decir, desde el valor de juzgar, puede el
ser humano ir convirtiendo la nuda vida en una forma de habitar en lo político.
Que éste, además, lo sea en un sentido democrático es la cuestión que hoy día
nos exhorta a pensar: ¿en qué consiste hacerse presente en el espacio público a
modo de un habitar en la brecha, es decir, ocupando sin temor y temblores
espacio donde pueda aflorar el juicio y, por tanto, los fragmentados índices de
la verdad? 1
Esta llamada, a comprender
el habitar en la brecha como forma democrática de juzgar, está emparentada con
aquella otra de Benjamin en la que se nos exhorta a que mantengamos despiertos
los sentidos y los sometamos a una disciplina hasta que los sufrimientos hayan
abierto no ya el abrupto camino de la aflicción, que lleva cuesta abajo, sino
al sendero de la rebeldía (Benjamin, 1987, 30).
Si a fin de cuentas para
Heidegger –quien según decir de no pocos es el más grande pensador del siglo
XX– Hannah Arendt sólo sabía contar hasta tres, cuando se trataba de
interpretarlo a él mismo (Cf. Wolin, 2003, 91), ¿por qué nosotros –con riesgo
de provocar la risa y el comentario mordaz e irónico de algunos heideggerianos–
osamos pensar el presente prestando atención a las reflexiones de esta mujer
acerca de la política, de la moral, de la historia o de la propia condición
humana a propósito de cada una de estas temáticas? Ciertamente, si nuestro
interés por Arendt ha de sortear bravamente el desdén machuno de Heidegger,
entonces las razones de ese interés nuestro nos han de conducir a hablar de su
pensamiento no sólo con seriedad, sino hasta con gravedad. Y, de una manera o
de otra, hablar seria y gravemente sobre lo dicho por alguien consiste, al
menos, en decir algo en razón de lo que se puede evaluar como relevante y
fundamental en el momento que nos ha tocado vivir.
En el caso que nos ocupa
no me cabe la menor duda de que tomar en serio a Arendt obliga a pensar sus
aportaciones reflexivas en relación con la democracia como cuestión ya siempre
ineludible del pensar. Ciertamente, atañe a la democracia como problema del
pensar, en su núcleo, el asunto de los derechos humanos tal y como se plantea
en la conexión entre ciudadanía y humanidad. Así, por ejemplo, en un momento
como el actual en el que la inmigración nos lleva a debatir en torno a la
conexión entre ciudadanía y nacionalidad, la crítica de Arendt a la idea de
derechos humanos no puede pasarse por alto. De esto han sido bastante
conscientes, y a la vez bastante críticos, autores tan significativos como
Claude Lefort y Jacques Rancière, quienes no dudan en concluir negativamente
sus valoraciones sobre Arendt en virtud de cierta ceguera de ésta para captar
las bonanzas de la modernidad democrática (Cf. Lefort, 1985, 517–535; 1986,
65–78; 1999, 193–222; Rancière, 2005, 23 y 65–67).
Pero aun teniendo en
cuenta la importancia de la temática que se desarrolla alrededor de los
derechos humanos, como fundamento de la vida democrática, no deberíamos
abandonar otros senderos por los que rastrear la pertinencia de Arendt respecto
a lo que podríamos denominar, en algún sentido, situaciones límite de lo
político en nuestra actualidad. En este sentido hay una consideración de
Giorgio Agamben que podría servirnos de referente. Escribe este autor italiano:
“¿Qué es el hombre, si es
siempre el lugar –y a la vez, el resultado– de divisiones y cesuras incesantes?
Trabajar sobre estas divisiones, preguntarse de qué modo –en el hombre– el
hombre ha sido separado del no–hombre y el animal de lo humano, es más urgente
que tomar posición sobre las grandes cuestiones, sobre los llamados valores y
derechos humanos. Y quizá, hasta la esfera más luminosa de las relaciones con
lo divino dependa, de algún modo, de esa otra esfera, más oscura, que nos
separa del animal” (Agamben, 2005, 28–29).
Aún sin tener que
compartir la radicalidad de este juicio sobre las prioridades indagadoras del
pensamiento, bien es verdad que si prestamos atención al modo en que Arendt
pone en marcha lo que Agamben denomina máquina antropológica occidental,
entonces tendremos a nuestros alcances algunos de las dimensiones del
pensamiento arendtiano que, sin lugar a demasiadas dudas, siguen ocupando un
lugar preferente en la esfera de lo político actual. Es muy común, en efecto,
ver cómo en libros de iniciación a la Ética se trata la cuestión relativa a la
diferencia entre el animal y el ser humano. Así en la mayoría de las ocasiones
la moralidad es presentada como una característica específica y constitutiva de
la persona; incluso se llega a estimar que cuando el ser humano se comporta de
un modo contrario a la moral, entonces se produce un regreso a la animalidad.
Con esto se nos quiere decir que la inmoralidad o la amoralidad son entendidas
como una especie de brutalidad. Pues bien, contra esta representación cabría
aducir que, en un cierto número de casos especialmente dolorosos, lo contrario
de la moralidad no es la animalidad, sino la inhumanidad o la deshumanización.
En coherencia con esto no se consideraría a un criminal “desalmado” un bruto o
un monstruo, sino una persona inhumana o deshumanizada.
Esto permite comprender la
tesis de “la banalidad del mal” en el sentido de que aquellos que llevan a cabo
acciones propiamente inhumanas tienen rostro humano porque son humanos. La
barbarie, el horror producto de la deshumanización, no tiene un rostro distinto
de la persona, sino que ésta es su máscara. La figura de lo inhumano es humana,
no se corresponde con la imagen de la bestia. El exterminador, el torturador,
el violador, etc., no es un animal que ha desarrollado un aspecto terrorífico
pero humano, sino alguien que sigue siendo alguien, un sujeto deshumanizado. La
explicación del mal en el mundo, que no en la tierra, no debería ser construida
ni gracias a una antropomorfización del animal ni a una animalización del
hombre. La pérdida del juicio, o el desquiciamiento de lo humano, continua
siendo algo humano para ser pensado por humanos. Así como los hombres son
capaces de realizar un bien inmensamente superior al que pude ocasionar un
animal, también pueden producir un mal que ni por asomo cabría esperarse de
éste.La bestia no llega a la
altura de las zapatillas de lo inhumano. Y no debemos de olvidar de que éste
camina en chinelas de andar por casa. El enemigo del hombre está en el mismo
hombre; sólo que en su caso se trata de un hombre con el cerebro en los pies y
el corazón fuera de sitio.
3. Visto lo cual, aunque
hablar o escribir sobre el pensamiento de alguien puede ser tomado como una
especie de aventura, sin embargo, hacerlo sobre la obra de Arendt, en el
sentido ya indicado, sería una exigencia derivada en primer lugar de su propia
reflexión sobre las condiciones del pensar o, más bien, de repensar las cosas
(Arendt, 1964, 106); y, en segundo lugar, se desprende de la naturaleza del
enfoque que constriñe a pensar en la dirección que lleva hasta el epicentro de
los problemas actuales. Efectivamente, si uno quiere pensar a Arendt en relación
con el núcleo de nuestra problemática actual, entonces es perfectamente válida
la consideración de nuestra autora de que no se puede creer como posible ningún
curso de pensamiento sin experiencia personal (Ibíd.).
Hablar de Arendt hoy tiene
el efecto de aventurarse en el dominio público para hacerse cargo, para
responsabilizarse, ante un fenómeno que sea digno de ser tenido en cuenta como
un acontecimiento determinante de la actualidad (Arendt, 1964, 109). Y si uno
asume esta aventura en sentido arendtiano, entonces ha de asumir que este
repensar, sobre y desde la teoría del juicio de Arendt, en el centro político
de nuestro mundo, sólo será posible sobre una confianza en las personas, una
confianza en lo humano de todos los seres humanos (Arendt, 1964, 110).
Esta cláusula de la
confianza como condición del pensar obliga pues, a su vez, a reflexionar sobre
los acontecimientos desde un horizonte de humanidad, cualquiera que sean lo
hechos contra–humanos que podamos ir constatando a lo largo de nuestra
aventura. Además, aventurarnos con Arendt no es simplemente tratar de estimar
qué categorías de su pensamiento siguen siendo válidas para pensarnos hoy en
nuestra problemática; antes bien, pensar el decir de Arendt en el epicentro de
nuestra problemática actual es valorar sobre si el acontecimiento que movió el
pensamiento de Arendt es también nuestro acontecimiento; tarea que no está
divorciada de la que consiste en especificar cuáles son actualmente los hechos
o fenómenos que, dadas ciertas condiciones, serían susceptibles de considerarse
como los acontecimientos de nuestro mundo. Pues bien, estimo que hay un par de
ideas en el discurso de Arendt que, al margen del desarrollo dado por la propia
autora y sin necesidad de ser totalmente fieles al sentido fijado por ella,
pueden servirnos de apoyo en el momento de pensar nuestra problemática o a la
hora de problematizar nuestra aparente ausencia de aporías fundadores de
pensamiento. Arendt estaba convencida de que el hombre moderno era un ser que
se encontraba arrojado contra sí mismo e incapaz de orientarse en las cosas
mismas (Arendt, 1964, 107–108).
En realidad lo que Arendt
consideraba como acontecimiento digno de tenerse en cuenta era que el hombre
moderno estaba tan afectado en su capacidad de pensar, que había visto afectada
otra facultad que, sin ser idéntica a la del ejercicio del pensamiento, estaba
relacionada con ésta: la facultad de juzgar. La problemática consistía en que
los hombres tienen el juicio en los talones, es decir, que observan y reflexionan
con los pies; por lo cual, aquellos actos que requerían ser valorados en el
marco del bien y del mal, de lo correcto o incorrecto, pasaban a una especie de
tierra de lo neutro donde quien lleva las riendas es un tipo de movimiento
político específicamente ideológico en el que la política cede su lugar a la
historia, el juicio al prejuicio y la acción al proceso. Este movimiento
ideológico se caracteriza, según Arendt, por la convicción de que la libertad
del hombre debe ser sacrificada al desarrollo histórico. Algo decisivo en esta
situación, en la que los hombres caminan con el juicio en los pies, es que la
libertad no se localice ni en el hombre que actúa y que se mueve libremente ni
en el espacio que surge entre los hombres, sino que se transfiera a un proceso
que se realiza a espaldas del hombre que actúa, y que opera ocultamente, más
allá del espacio visible de los asuntos públicos (Arendt, 1997, 72).
En efecto, cuando el
espacio público se convierte en flujo, cuando lo político en tensión se resuelve
en mero proceso que discurre, entonces el mero discurrir puede convertirse en
ajeno o extraño a los habitantes de la polis. Esta situación de merma o pérdida
del juicio va acompañada de una pérdida del habla que, en ocasiones, resulta
ser una especie de mudez voluntaria causada por un excesivo apego a ventajosos
modos de existir o a la mismísima seguridad que florece en medio de este
“espacio sin espacio” que ocupa el movimiento ideológico. Por esto, en tales
situaciones donde los seres humanos siguen una corriente contraria a ellos
mismos, la capacidad de juzgar, el juicio mismo, se debe redoblar como un
valor, y ello en la doble acepción del término: primero, como algo que se hace
digno de aprecio, porque hace virtuoso o digno a quien los posee; y, en segundo
lugar, en el sentido de la valentía (Cf. Arendt, 1993, 47s; 1997, 54–57; 2003c,
247).
En efecto, el juicio –ya
sea el del actor o del espectador no sólo supone un desafío para el hombre
moderno (en virtud de la inestabilidad, indeterminación o incertidumbre
respecto de la universalidad normativa que por sí mismas llevan inscritas las
sociedades democráticas), sino que debido a esto mismo se convierte en una
exigencia, no ya como condición ineludible para ser lo que somos, es decir
hombres, sino para ser hombres libres frente a los nuevos lazos de coyunda que
se ocultan detrás de las nuevas lealtades, bien sean de academia, de partido,
de gobierno, o de cualquier otra institución que no sólo alimenta a los
individuos, sino que los aturde hasta una sutil domesticación. Para juzgar es
preciso pensar y para pensar hay que tener el valor de posicionarse en un
desacomodo que facilitaría que, como diría Arendt, el pensamiento descongele al
pensamiento (Cf. Arendt, 1995, 125).
4. Desde esta perspectiva,
el juicio es comprendido como la realización del pensar en situaciones donde ya
no hay últimos principios desde los que valerse, pero precisamente por ello, y
más que nunca, el juicio reflexionante, que sustituye a la determinación
universal basada en certezas absolutas, no debería adulterarse con la socorrida
y maniquea consigna política que en nuestros días reduce toda valoración a la
alternativa entre ser progresista y ser conservador. Posiblemente este esquema
de evaluación sea un exponente bastante revelador del hecho de que en la
actualidad, como en otras épocas, también tenemos el juicio en los talones. De
ahí que recuperar la capacidad de juzgar debe suponer la restauración de la
libertad para siquiera intentar representarse, desde lo incierto del bien y del
mal, tanto lo progresista como lo conservador. En esos momentos en los que el
pensar se hace cargo de una nueva situación, la facultad de juzgar no puede
banalizarse con una irreflexiva elección entre progresista y conservador,
porque como bien advertía el muy juicioso Juan de Mairena muchas cosas que
están mal por fuera están bien por dentro y que lo contrario también es
frecuente, y esto sin olvidarnos de que no basta mover para renovar, de que no
basta renovar para mejorar y que no hay nada que sea absolutamente impeorable
(Machado, 1981, 78).
Bajo estas premisas,
quienes quieran abrir verdaderas brechas de justicia no tendrán más remedio que
hacerse con el valor de superar la banalización del juicio. En el espacio público
actual, en el mundo de la política, donde –como decía Arendt– la obediencia y
el apoyo son una misma cosa (Arendt, 2003b, 404), habría que armarse de valor y
emanciparse de tantas servidumbres voluntarias justificadas en el nombre del
futuro, de la seguridad, de la reconciliación, del perdón, del amor y de la
paz. Para mostrar que el viento del pensamiento –aludido en las reflexiones de
Hannah Arendt– puede servir para comenzar a descongelar lo que de reflexivo aún
pudiese estar latiendo debajo de nuestros actuales prejuicios, bastaría con
asumir coherentemente una proposición escrita por esta mujer: la justicia, que
no la misericordia, es la finalidad de todo juicio (Arendt, 2003b, 429).Sólo desde este
convencimiento pudo Arendt hacer frente a la ingenua creencia de que la
tentación y la coacción son una misma cosa, pudo asimismo mostrar como falaz la
argumentación según la cual aquellos que no estuvimos presentes e implicados en
los acontecimientos no podemos juzgar (Arendt, 2003b, 427). Cualquier discurso,
como el de Arendt, que nos hace saber que cuando se trata de la facultad de
juzgar hay que hacerse fuerte ante el reproche ideológico que, una vez tras
otra, cae contra quienes se atreven a juzgar, es ese un discurso susceptible de
airear nuestra experiencia. Porque, en efecto, la irreflexiva banalización del
juicio, clara manifestación del apego a la seguridad propia, utilizará como
coartada el no correr el riesgo de una irreflexiva severidad para con el
prójimo (Ibíd.).
De ahí que si un movimiento
ideológico hace prevalecer el proceso sobre la experiencia, entonces únicamente
nos permite juzgar algo tan general que ya no cabe efectuar distinciones ni
mencionar nombres (Arendt, 2003b, 429). El proceso que discurre sin otra
dirección que aquella que señala hacia el futuro sirve de fundamento a teorías
incontestables que lo explican todo, merced a oscurecer todos los detalles
(Arendt, 2003b, 429). Es así cómo la prohibición y la evasión acaban
convirtiéndose, respectivamente, en el modo por medio del cual gobernantes y
gobernados se relacionan con la facultad de juzgar. Es decir, se transforman,
respectivamente, en aquellos que esencialmente mandan y que exclusivamente
obedecen.
Desde esta perspectiva, si
nos fijásemos en algunos ejemplos de nuestra vida pública cotidiana, no nos
extrañaríamos que al ser preguntado un ex presidente socialista del gobierno
español por un periodista sobre su postura respecto a cómo se había resuelto la
formación del gobierno autonómico catalán después de las elecciones del año
2006, contestase diciendo que no tenía opinión, para inmediatamente corregirse
a sí mismo y aclarar que sí la tenía pero que no la iba a decir. Singular
modalidad, ésta, de exilio interior. Este hecho, que para algunos puede
resultar insignificante, nos hace traer de nuevo hasta el presente unas
palabras de Juan de Mairena que muy bien podrían dar la ocasión, a algunos
concienzudos lectores de Arendt, para un largo comentario desde los propios
parámetros filosóficos de esta autora. Decía así el heterónimo de Antonio
Machado: En efecto, acción humana, acompañada de conciencia y, por ello,
siempre de palabra. A toda merma en las funciones de la palabra corresponde un
igual empobrecimiento de la acción. (Machado, 1981, 158s).
Pero, siguiendo con los
ejemplos, podemos comprobar cómo contrasta esta ausencia de juicio público, por
parte de un actor de la política, con el ejercicio de juicio cívico realizado,
por un conocido docente universitario, al expresar como espectador una
valoración a propósito del mismo hecho político, de la cual realizamos el
siguiente resumen–extracto: El camino que lleva a la duda tiene su origen sobre
todo en los tiempos, en ese escasísimo plazo que ha transcurrido entre la
celebración de las elecciones autonómicas y la formación del gobierno
autonómico. No ha sido necesaria, o el actual Presidente del gobierno central
ha juzgado innecesaria, toda reflexión sobre las causas del descalabro sufrido
por su partido. La explicación tiene dos vertientes. Una es la escasa
consideración que el presidente de gobierno central presta a las consecuencias
a medio y a largo plazo para las decisiones políticas. La segunda explicación
remite a la preferencia manifestada una y otra vez por este presidente de
gobierno por el poder en sí mismo. ¿Enseñanzas? A estas alturas de la historia,
confiemos en la fortuna del presidente antes que en su capacidad de elección
racional 2.
He de añadir que el tono
resignado de este último juicio deja muy a las claras, primero, que la
confianza en la fortuna no es nunca la confianza en lo humano de la que habla
Arendt; y segundo, que del ejercicio de la facultad de juzgar por parte del
espectador no se sigue necesariamente la mejora de la capacidad reflexiva de
los actores políticos. Al contrario, lo que puede ocurrir es que esta
desafección de los actores respecto de la facultad de emitir juicios se
extienda también a quienes, como espectadores democráticos, deberían actualizar
con valentía el valor de juzgar a sus gobernantes. Entre la naturaleza
ético–política del juicio y la naturaleza de la democracia hay una sólida
interdependencia que, aunque no tematizada por Hannah Arendt, hace que algunas
de sus ideas continúen ocupando un lugar dinámico en el vórtice del pensamiento
sobre lo político y la política. Entre esas ideas se encuentra la de mantener
la valentía,como virtud cívica por excelencia, enlazada con el valor de juzgar.
(1) Sobre cómo Arendt
entiende el aparecer público, en su doble modalidad de autopresentación y autoexhibición: Cf. Arendt, 1993, 59ss; 2002,
42–64.(2) Cf. Antonio Elorza, El Correo, 7–11–2006. Dos semanas después, el 23
de noviembre de 2006, apareció publicado en el diario El País un artículo de
este mismo autor que llevaba por título “La insoportable levedad de un
presidente” y que es, igualmente, un claro ejemplo de ejercicio de lo que aquí
denominamos valor de juzgar.
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de Manuel Jiménez Redondo, Cátedra, Madrid, 1996.Wolin, R.: Los hijos de
Heidegger, trad. cast. de María Condor, Cátedra Madrid, 2003.
(*)T. Valladolid Bueno es doctor en Filosofía.
Autor de Por una justicia postotalitaria
y Ecología victimológica: las bases del habitar democrático en Hostigamiento y
hábitat social
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