or Cornelius Castoriadis
He aquí el punto central del
asunto: no hubo hasta aquí pensamiento político verdadero. Hubo, en ciertos
períodos de la historia, una verdadera actividad política –y el pensamiento
implícito a esta actividad-. Pero el pensamiento político explícito no fue más
que filosofía política, es decir, provincia de la filosofía, subordinada a
ésta, esclava de la metafísica, encadenada en los presupuestos no conscientes
de la filosofía y cargada de sus ambigüedades.
Esta afirmación puede
parecer paradójica. No lo parecerá tanto si recordamos que por política, yo
entiendo la actividad lúcida que apunta a la institución de la sociedad por la
sociedad misma; que tal actividad sólo tiene sentido, como actividad lúcida,
dentro del horizonte de la pregunta: ¿qué es la sociedad? ¿Qué es su
institución? ¿En vistas de qué es esta institución? Ahora bien, las respuestas
a estas preguntas siempre se han tomado, tácitamente, de la filosofía –la cual,
a su vez, nunca las trató más que violando la especificidad de estas preguntas,
a partir de otra cosa: el ser de la sociedad/historia fue tratado a partir del
ser divino, natural o racional; y la actividad creadora e instituyente, a
partir de la conformación a una norma dada por otra parte-
Pero la paradoja es real. La
filosofía nace, en Grecia, simultáneamente y consustancialmente al movimiento
político explícito (democrático). Ambos emergen como cuestionamientos del imaginario social instituido. Surgen como
interrogaciones profundamente unidas por su objeto: la institución establecida
del mundo y de la sociedad y su relativización por el reconocimiento de ladoxay
del nomos, que de inmediato trae aparejada la relativización de esta
relativización, dicho de otro modo, la búsqueda de un límite interno a un movimiento
que es, en sí mismo y por principio, interminable e indeterminado (ápeiron). La
pregunta: ¿por qué nuestra tradición es verdadera y buena?, ¿por qué el poder
del Gran Rey es sagrado?, no sólo no surge en una sociedad arcaica y
tradicional: no puede surgir en ella, no tiene sentido en ella. Grecia hace
existir, crea, ex nihilo, esta pregunta. La imagen (representación) socialmente
establecida del mundo no es el mundo. No es simplemente que lo que aparece (
pháinesthai) difiere, banalmente, de lo que es (esti); todos los primitivos
saben esto –como también saben que las opiniones (doxai) difieren de la verdad
(alétheia)-. Es que, en cuanto es reconocido e n una nueva profundidad –en
cuanto esta nueva profundidad es, por primera vez, acentuada-, este
apartamiento entre apariencia y ser, entre opinión y verdad, se vuelve
infranqueable, renace perpetuamente de sí mismo. Es así porque nosotros lo
hacemos existir, por nuestra simple existencia misma. Acaso sólo tenemos
acceso, por definición, a lo que aparece, y toda apariencia nos dice algo. Toda
organización de la apariencia, o significación conferida a ésta, también. “Si
los caballos tuviesen dioses, éstos serían equinos”, decía Jenófanes, maestro
de Parménides (DK 21 B 15). No es indispensable ser griego para comprender la
implicación: si nuestros dioses son “humanos” (antropomorfos), es porque
nosotros somos humanos. Y si quitamos a los dioses, a Dios o a lo que los
“atributos” caninos, equinos, humanos –persas, griegos, etíopes, etcétera-,
¿qué queda? ¿Y queda algo? No queda nada., dice Gorgias (y Protágoras); queda
elkath’ hautó, el “en sí mismo y según sí mismo”, dice Platón: lo que es, tal
como es, separada o independientemente de toda consideración, de toda “vista”
(theoría). Hablando con rigor, ambas respuestas son equivalentes. Ambas dejan
abolido el discurso –y la comunidad política-. Esto es indiferente para
Gorgias, pero no para Platón. Por esto, para éste último, hay que encontrar a
alguien que pueda ver lo que es sin que esta visión agregue o quite nada
esencial de lo que es visto ni altere eltal como es. Por cierto, esto exige
tanto la abolición de toda relación sensorial-la “visión” es pura metáfora- y
de toda perspectiva de la visión, por lo tanto su efectuación fuera del espacio
y del tiempo; como, sobre todo, un parentesco y aun, rigurosamente hablando,
una identidad esencial entre aquel que ve y lo que es visto. En efecto, sólo es
con esta condición que aquello que el vidente aportaría a lo visto en su visión
y que provendría de sí mismo no alteraría lo que hay para ver. Este vidente es
el alma, una vez“purificada” y recondensada en su núcleo divino. [Agregado
manuscrito :Luego hace falta volver a descender, y validar en tanto se pueda el
discurso, la mezcla, la apariencia, etcétera; empresa casi impensable aunque en
Platón se vuelve extraordinariamente fecunda, y alimentará veinticinco siglos
de reflexión].
Como lo muestra la frase
citada de Jenófanes, el apartamiento en cuestión (entre apariencia y ser, entre
opinión y verdad) no echa raíces solamente –y no tanto- en la subjetividad
individual (lo que fue la interpretación filosófica moderna, hasta el
redescubrimiento de la etnología y del “relativismo cultural”).Las diferencias
entre apariencias y opiniones, en tanto diferencias subjetivas, en las
sociedades arcaicas y tradicionales siempre pudieron resolverse por medio del
recurso a la opinión de la tribu, de la comunidad adosada a la tradición e
identificada, automáticamente, con la verdad. Lo propio de Grecia es el
reconocimiento de que la opinión de la tribu misma no garantiza nada: la
opinión de la tribu (griega) sólo es su nomos, su ley establecida, su
“convención”. Convención en el sentido no de contrato –no es en estos términos
ni en esta categoría como piensan los griegos lo social-, sino de la posición,
de la decisión inaugural, de la instauración. (La oposición en las discusiones
correlativas, physei nomo
, por naturaleza, por la
ley, es totalmente homóloga a la oposición physei/thesei, por naturaleza, por
posición que resulta de una decisión. Los dos términos se unen en la
denominación del legislador, nomothetes, el que establece la ley). Este nomos
es sin duda, en alguno de sus aspectos, el hecho y lo propio de tal o cual
ciudad, tribu, etnia. Pero acaso es también, en sus aspectos más difundidos, el
hecho y lo propio de la tribu humana en general:
Nomo thermón, nomo psychrón, dice Demócrito: lo
caliente y lo frío no existen más que en y por la “ley”, la “posición” (DK 68 B
117)
.Es evidente que este
reconocimiento sólo es posible a partir de una ruptura radical con la actitud
tradicional frente a a la tradición. Esta actitud, parte integrante de la
tradición misma, contiene la posición de la tradición, de una y única tradición
–la nuestra- como sagrada y santa, indiscutible, incuestionable, intocable.
Nuestra tradición –religión, dioses, Dios, etcétera- es la única verdadera, las
otras son falsas (sus dioses son vencidos regularmente por los nuestros).
Posición que ya no es sostenible en cuanto la tradición se reconoce como simple
tradición, transmisión a través de las generaciones de una posición inicial que podría ser modificada por una
nueva posición. Si la ley es ley porque ha sido establecida como ley, podemos
poner otra. Ésta ruptura es, por lo tanto, ruptura política, en el sentido
profundo del término: reconocimiento por parte de la sociedad misma de su
posibilidad y de su poder de establecer sus leyes. Y, por cierto, va a la par
del surgimiento de esta otra pregunta: ¿cuáles leyes? ¿Qué es una buena ley –o
un aley injusta-, a partir del momento en que la calidad de la ley es llevada a
lo discutible?
Recapitulemos las grandes
líneas del movimiento: Durante incontables milenios, las sociedades humanas se
autoinstituyen –y lo hacen sin saberlo-. Trabajadas por la oscura y muda
experiencia del Abismo, se instituyen no para poder vivir, sino para ocultar
este Abismo, el Abismo externo e interno a la sociedad. Ellas no lo reconocen,
en parte, más que para taparlo mejor. Establecen en el centro de su institución
un magma de significaciones imaginarias sociales que “dan cuenta” del ser-así
del mundo y dela sociedad (pero en verdad: constituyen así este ser-así), que
establecen y fijan orientaciones y valores de la vida colectiva individual, que
son indiscutibles e incuestionables. En efecto, toda discusión, todo
cuestionamiento de la institución de la sociedad y de las significaciones que
le son consustanciales dejaría al descubierto, muy abierta, la interrogación
sobre el Abismo. Así, el espacio de la interrogación abierto por la emergencia
de la sociedad se cierra inmediatamente después de abrirse. No hay
interrogación, salvo factual; no hay interrogación sobre el por qué y el por
qué de la institución y de la significación. Éstas son sustraídas del
cuestionamiento, de la contestación, por el hecho de que son establecidas como
poseyendo una fuente extrasocial. El Abismo ha hablado, nos ha hablado –y por
lo tanto no es, ya no es un Abismo-. (Los cristianos siguen ahí). Y esto es
verdadero, ya se trate de una sociedad “arcaica”, sin división social
asimétrica y antagónica y sin Estado; ya se trate de sociedades históricas
(“despotismo oriental”) sumamente divididas, con un Estado, y de hecho siempre,
más o menos, teocráticas.
La ruptura ocurre en Grecia.
¿Por qué en Grecia? No hay nada fatal en esto: hubiese podido ocurrir en otra parte. Además, en parte,
también ocurrió en otros lugares –en la India, en China, casi en la misma
época-. Pero se quedó en el camino. No puedo decir nada, no sé decir nada sobre
las razones que hicieron ser esta ruptura en estos pueblos y no en otros, en
esta época y no en otra. Pero sí sé por qué sólo en Grecia llegó hasta el
final; porque fue ahí donde la historia se puso en movimiento de otramanera;
porque ahí es donde “nuestra” historia comienza, y comienza en tanto historia
universal, en el sentido fuerte y pleno del término. No es más que en Grecia
donde el trabajo de esta ruptura están disociablemente vinculado con y llevado
por un movimiento político, donde la interrogación no permanece simple interrogación
sino que se vuelve posición interrogante, es decir, actividades de
transformación de la institución, que a la vez “presupone” y “acarrea” –por lo
tanto: ni presupone ni acarrea sino que es consustancial con- el reconocimiento
del origen social de la institución y de la sociedad como origen perpetuo de su
institución.
Esta dimensión política a la
vez anuda entre sí y lleva a su potencia más aguda –en el seno de una totalidad
a la vez coherente y conflictiva, desgarrada, antinómica- a los otros
componentes de la creación imaginaria que los griegos constituyen y que los constituyen
como griegos. Se trata de su“experiencia”, o mejor: posición
ontológico-afectiva; de su posición de la universalidad; de su liberación de la
interrogación discursiva, es decir, de que esta interrogación no reconoce
ninguna clausura y también se vuelve sobre sí misma, se interroga acerca de sí
misma.
La experiencia o posición
ontológico-afectiva de los griegos es el descubrimiento, el develamiento del
Abismo; sin duda aquí está el núcleo de la ruptura, y sin duda alguna su
significación absoluta, transhistórica, su carácter de verdad, de ahora en más
eterno. Aquí, la humanidad se sube sobre sus propios hombros para mirar más
allá de sí misma y mirarse a sí misma, constatar su inexistencia –y para
ponerse a hacer y a hacerse-. Banalidad, que hay que repetir mucho porque es
constantemente olvidada y redescubierta: Grecia es en primer lugar y ante todo
una cultura trágica. Las pastorales occidentales imputadas a Grecia en los
siglos XVII y XVIII, como los comentarios profundos de Heidegger, desde este
punto de vista, son equivalentes. Todas las fábulas edificantes de Heidegger
sobre la filosofía griega dejan de lado el asunto; habla de esto como quien
nunca hubiese leído, o comprendido, una sola tragedia –y tampoco a Homero, que
es una tragedia y anticipa a todas ellas: Homero, “el educador de toda
Grecia”-. Lo que hace a Grecia, no es la medida y la armonía, ni una evidencia
de la verdad como “develamiento”. Lo que hace a Grecia es la cuestión del
sinsentido, o del
no-ser . Esto está dicho con
todas las letras desde el origen –aunque las orejas mugrientas de los modernos
no puedan escucharlo, o sólo lo escuchen a través de sus consuelos
judeocristianos o de su correo del corazón filosófico-. La experiencia
fundamental griega es el develamiento, no del ser y del sentido, sino del sin
sentido irremisible. [Agregado manuscrito: los griegos afirman tan fuerte que
el ser es, sólo porque están obsesionados por la certeza (evidente) de que de
la misma manera el ser no es –que su ser está indisociablemente encadenado al
no-ser.] Anaximandro lo dice (DK 12 B 1), y es vano comentar sabiamente su
frase para oscurecer la significación: el simple existir es adikía,
“injusticia”, desmesura, violencia. Por el simple hecho de que usted es, usted
ultraja el orden del ser –que es, por lo tanto, de la misma manera,
esencialmente orden del no-ser-. Y ante esto no hay ningún recurso, y ningún
consuelo posible. La rueda de la
dike impersonal aplasta, incansablemente, todo lo
que viene a ser.
Los dioses griegos –Hanna
Arendt lo recuerda con razón- son “inmortales”, no eternos: Zeus mismo está
condenado –por Prometeo- a ser destronado, y esto es representado públicamente
en Atenas, hacia el año 460 a.C.2
Para Anaximandro, también el
ser es ápeiron: indefinido e indeterminado, indeterminable, ilimitado y sin
forma, fuera de término y fuera de medida. El término, la medida, la armonía de
los griegos son creados y conquistados sobre y contra esta experiencia
fundamental y originaria de los griegos –que no es de ninguna manera, por ejemplo,
la de los romanos, y que no es tampoco la de Çakya Muni, que ya respondió
aceptando la Nada-.
Por cierto, esta experiencia
contiene como contrapeso, o está cargada de, una experiencia igualmente
pregnante y fuerte de la physis como orden viviente y sensible,
autoengendramiento regular, potencia portada por sí misma al acto como lo dirá
Aristóteles más tarde, armonía y belleza “naturales”.Experiencia condensada en
la palabra misma que designa el mundo: kosmos, orden, buen orden, forma, este
mundo que Platón describe en el Timeo como un animal, o incluso como un “dios
dichoso” Esquilo, Prometeo, vv. 907-910, 947 y 948, 958 y 959.eudáimona theón),
que aun hoy podemos ver así, y tal vez no por mucho tiempo, en agosto a
mediodía, de la cima de Patmos, de la “tumba de Homero” en Ios, de mil otros
lugares del país. Pero habría que estar vacío para no ver que la belleza
sobrenatural de esta naturaleza, la risa incalculable de este mar, el brillo
pacificador de esta luz vuelven más negra aún la certeza del sombrío Hades, así
como la traslucidez azulina de las islas y de las montañas que reposan sobre la
superficie tornasolada vuelve aún más{329}insostenible la agitación oscura e
incesante de nuestra pasión y de nuestro pensamiento. El mundo griegos se constituye
contra la experiencia más fuerte posible de la plenitud de la physis, contra la
nostalgia fantasmática del estado de un delfín en el Egeo, de un caballo en
Tesalia, de una cigarra en Delfos, de nuestra propia plenitud si pudiésemos
simplemente quedarnos echados en la arena bebiendo por todos los poros el calor
del sol y mirando girar la inmensa rueda; a partir de la realización de nuestro
no-acuerdo, de nuestra extrañeza, del exceso de ser y de no-ser que nosotros
representamos en un cosmos que se basta sí mismo. Aquello que tan a menudo y
tan ingenuamente fue considerado como su armonía “natural” esel más forzado y
el más extremo de los artificios, logrado a fuerza de arte de borrar las
huellas de la artificialidad. Así es como el templo griego se asienta
sabiamente ahí donde parece como si el paisaje lo viniera llamando desde la
eternidad. Después de lo cual, se vuelve parte natural e indispensable de éste.
La frase de Anaximandro
expresa, en un lenguaje que ya es filosófico pero también aún poético –como el
de Heráclito, el de Parménides, el de Empédocles-, aquello que es presentado
ampliamente en esa tragedia que es La Ilíada, y en ese haz de tragedias que es
La Odisea(donde igualmente encontramos, por
primera vez, el teatro en el teatro, el relato en el relato): el ciclo
eternamente recomenzado de la injusticia, de la desmesura y del ultraje, que
conduce a la catástrofe y a la destrucción, pues sólo así el orden puede ser
restablecido por la Dike y la Némesis.
Es también, en lo esencial, el punto de vista de Hesíodo en la Teogonía
(siglo VIII a.C.). Este es el primer fondo sobre el cual se constituye esta
cultura, su primera captación imaginaria del mundo –que, a través de su
simbolización mítica, resulta coincidir con la verdad del mundo-. La mitología
griega es verdadera, es más que una mitología3.A partir de este fondo se
constituye también la respuesta griega a la pregunta que plantea, que nos
plantea, este sin sentido ineliminable. Respuesta que se elabora en los hechos,
en la actividad del pueblo, cuya expresión tenemos tanto en los primeros
filósofos como en los poetas del siglo V. Esta respuesta es aquella que
privilegia la autolimitación, tanto para el individuo como para el pueblo
(demos) –autolimitación que tiene nombre, ley y justicia-. “El demos debe
luchar por la ley más aún que por las murallas de la ciudad” (DK 22 B 44), dice
Heráclito (fin de siglo VI). En la misma época, las versiones órficas de la
mitología, y las del mismo Píndaro, daban la misma lección –que está formulada,
en su forma más elevada, en Prometeo y en la Orestiada (año 4587 a.C.; Sócrates
tenía entonces veinte años y Platón nacía treinta años después).Políticamente
(como éticamente) ya todo estaba dicho.
Pero este primer fondo ya
contiene también otro componente decisivo de esta captación imaginaria del
mundo: la universalidad. Lo sabemos, pero aquí Hannah Arendt otra vez tiene
razón al recordar lo recientemente: en la Ilíada no hay ningún privilegio de
los griegos con respecto a los troyanos, y en verdad, el héroe más humano, más
emocionante, es Héctor antes que Aquiles, Héctor, que padece un destino
radicalmente injusto y es engañado por una diosa (y no cualquiera: Atenea) en
el momento mismo en que va a morir. La misma actitud, algunos siglos más tarde:
en Los persas (472 a.C.), ninguna palabra de desprecio hacia el formidable
enemigo que quiso reducir a Grecia a la esclavitud. Persas y griegos están
puestos rigurosamente en el mismo plano; el personaje principal, el más
emocionante y el más respetable de la obra es Arosa, la madre del Gran Rey, y
aquello que se cuestiona y es “castigado” es la hybris del individuo Jerjes.
(No vale la pena recordar Las troyanas
de Eurípides, año 415 a.C.,{ donde el poeta presenta su pueblo a su pueblo como
una pandilla de criminales abyectos y dementes, sin fe ni ley –y obtuvo el
segundo premio-). Sobre Los persas otra vez: no creo que hasta ahora se haya
observado la inmensa
importancia, más que filosófica y política, de la definición que da el poeta de
los atenienses. Cuando Atosa pide (mientras la guerra no ha terminado aún: la
batalla de Eurimedón tuvo lugar en el año 468 y la paz sólo se pactó en 449)
que le informen sobre Atenas y su pueblo, la breve respuesta del coro culmina
en este verso: “No son esclavos ni súbditos de ningún hombre” (v.242) –
definición de los atenienses por un ateniense en la cual podemos condensar
todavía hoy y siempre un programa político para la humanidad entera-.
Esta universalidad se
expresa también no sólo en el interés por la vida y las costumbres de otros
pueblos, sino por la imparcialidad de la mirada, que, evidentemente, presupone
una relativización de las leyes, de las normas, de las palabras mismas de la
tribu. Se precisarán veinticinco siglos para que la historia y la etnología
“científicas” de Occidente puedan encontrar una parte de la objetividad de
Heródoto, quien, de entrada, pone en el mismo nivel las “acciones memorables de
los griegos y de los bárbaros”, describe las costumbres y las instituciones de
éstos sin emitir nunca un juicio de valor y se empeña en mostrar que tal
divinidad o tal práctica de los griegos fue tomada por los bárbaros. Pero
yaciento cincuenta años antes de Heródoto, Hecateo, Tales, Solón, realizaban
viajes “filosóficos”.
El Abismo es Abismo, y es
vano tratar de ocultarlo. El reconocimiento de este hecho va a la par –
virtualmente- del reconocimiento de este otro hecho: nuestra institución del
mundo –a saber: nuestra manera de vivir con el Abismo, nuestro compromiso
imposible e ineluctable con el Abismo- contiene un componente relativo,
arbitrario, convencional. Sólo a partir de esto el interés por la institución
de otras sociedades es auténticamente posible (y la geografía se vuelve otra
cosa que curiosidad entomológica o conocimiento instrumental al servicio del
comercio o de la guerra) y se vuelve posible la imparcialidad con respecto a
ellas. Pero también es mediante esta
posición –aquí, otra vez, no hay prioridad lógica o real: implicación circular-
que puede surgir la interrogación; dicho de otro modo, la filosofía y el
pensamiento en el sentido fuerte del término, a la vez como cuestión de aquello
que puede no ser convencional, arbitrario, relativo en nuestra institución del
mundo y de la sociedad –incluso en las apariencias, como en nuestras opiniones,
en nuestras leyes y en nuestro lenguaje- y como cuestión que se refiere a
aquello que está por hacerse; en ambos casos, como búsqueda de un límite a lo
arbitrario –o de la posibilidad de relativizar la relativización-. Siempre estamos en la doxa(opinión). Pero, si
no hay más que opinión, ya ni siquiera hay opinión (imposible decir con certeza
incluso esto: que estamos siempre enla opinión). A la naturaleza (physis)
infrangible e inmutable aun en sus cambios, se oponen las leyes delas
comunidades humanas (nomoi), contingentes, convencionales, arbitrarias –cuya
extrema variabilidad no impide ni la supervivencia de los pueblos que creen en
ellas ni la opinión de estos pueblos de que ellas son buenas y las únicas
buenas-. Sin embargo, no podemos vivir sin ley; y, a partir del momento en que
dejamos de otorgar un privilegio irreflexivo a nuestra ley, no podemos vivir
sin preguntarnos: ¿qué es la buena ley y qué es la ley?
Pero lo que produce Grecia
no es el simple reconocimiento contemplativo de la apariencia como apariencia y
de la opinión como opinión; no es una variante de una visión búdica. Tan
esencial como el reconocimiento del Abismo es la decisión y la voluntad de
enfrentar el Abismo. Hay para hacer, y hay para pensar y para decir –en un
mundo donde nada garantiza de antemano el valor de hacer, la verdad del pensar
y del decir-. Y esta dimensión práctica efectiva de la institución griega del
mundo y dela sociedad, la actividad que se expresa tanto en la creación de la
matemática como en la legislación, noslleva a las raíces políticas de la
constitución del mundo griego.
Pues en Grecia, la ley
establecida, la tradición, la institución recibida no se cuestiona más que a
partir de un razonamiento filosófico y por medio de éste. Si la democracia en
Atenas sólo se establece plenamente con Clístenes –alrededor del año 510-, es
porque ella es el resultado de un movimiento social y político efectivo que ya
tiene, en muchas ciudades y en Atenas misma, alrededor de dos siglos. El
período es obscuro y mi propósito aquí no es la historia. Lo que importa es el
cuestionamiento, la
oposición por parte del
pueblo al régimen oligárquico tradicional cuyos signos están presentes,
claramente, desde el principio del siglo VII. El demos lucha contra las formas
instituidas del poder; lucha contra la tradición. Esta lucha ya es
implícitamente una “filosofía”: ella devela la esencia de la tradición política
como simple tradición. Desde este punto de vista, lo que importa no es la plena
formación y la victoria adquirida de la democracia, sino la cuestión de la
validez de un orden político simplemente heredado, planteada y afirmada
prácticamente.
La anterioridad cronológica
y aun esencial de esta desestabilización política con respecto al movimiento
filosófico en sentido estricto no deja dudas (se ubica la madurez de Tales
hacia el año 585).Pero, en otro sentido, no puede tratarse de prioridad. Antes
de los filósofos, el demos hace filosofía en acto. No en el sentido general de
que todo el pueblo, respondiendo a la pregunta de la significación del mundo,
hace filosofía. Sino oponiéndose, en y por sus actos –que no van, ni pueden ir,
sin discurso y discusión, argumentación y reflexión-, a la idea de una ley dada
de una vez por todas y sacrosanta simplemente por ser dada; planteando, pues,
la interrogación a la vez sobre el contenido y la fuente de la ley; y queriendo
responder a esto definiéndose a sí mismo como esta fuente, asiento del poder
efectivo, de la capacidad legislativa y
del ejercicio de la justicia La bella frase de Jean-Pierre Venant: la razón
griega es hija de la ciudad, es sin duda es verdadera, si tomamos la razón en
un sentido relativamente restringido y “técnico” –casi profesional-. Pero, en
un sentido más originario, debe decirse que ciudad y razón nacen juntas y no
pueden más que nacer juntas. Para transformar la polis de simple recinto y
refugio fortificado en comunidad política, el demo sdebe crear el logos como
discurso expuesto al control y a la crítica de todos y de sí mismo y sin poder
adosarse a ninguna autoridad simplemente tradicional. Y recíprocamente, el
Logos no puede ser creado
efectivamente más que en la medida en que el movimiento del
Demos instaura en acto un
espacio público y común, donde la exposición de las opiniones, la discusión y
la deliberación, la igualdad sin la cual esta discusión no tiene sentido y la
discusión que realiza esta igualdad (isegoría), la libertad que ellas
presuponen y que traen aparejada ( parrhesía: responsabilidad y obligación de
hablar) se vuelven posibles y reales por primera vez (por lo que se sabe) en la
historia de la humanidad. Sin este espacio público común, condición no material
y externa, sino esencial y de fondo, la filosofía en sentido estricto no habría
podido nacer, o habría permanecido sirvienta de una religión o de una institución
establecida de la sociedad, como ocurrió en Oriente. Y este espacio público no
es solamente sincrónico; es también y sobretodo diacrónico, temporal, histórico
en el sentido fuerte. Es la creación de un tiempo público del pensamiento,
donde un diálogo contínuo con el pasado es un hecho posible, donde el presente
no es ni reabsorbido en la simple repetición de una tradición ni condenado a no
poder salir de ella más que por nuevas fundaciones inspiradas o reveladas que
deben obligatoriamente quitarse de la discusión. Espacio que permanecerá, con
certeza, indestructible para siempre. El último filósofo solitario que,
escondiendosus pensamientos, sobreviviera en un régimen totalitario mundial
sería filósofo en tanto siguiese dialogando, ideal y efectivamente, con la
línea de filósofos que empieza en Grecia y, más generalmente, en tanto se
situase por postulación en este espacio público y común de búsqueda de la
verdad, de confrontación, control recíproco y examen de las opiniones, que fue
abierto –más exactamente creado- por primera vez y para siempre por el demos de
las ciudades griegas. En efecto, lo que está en juego en este espacio no es
solamente lo que hay que hacer aquí y ahora, sino lo que debe ser la ley de
ahora en más; no sólo el establecimiento de los hechos, la oportunidad de tal
acto o la aplicación de la ley, sino la finalidad misma de los actos de la ley
como tal.
Esta actividad política,
esta autoinstitución de la ciudad –autoinstitución en parte explícita, por
primera vez en la historia-, es al mismo
tiempo pensamiento. No solamente –y no tanto- pensamiento de los filósofos y
por los filósofos; pensamiento del pueblo y por el pueblo. Aquí aún,
considerando esta fase de la historia, debemos tener en cuenta la pesada
censura a la cual está siempre sometida la actividad autónoma del pueblo por
parte de la memoria “oficial” –es decir, casi la única de la historia-.11Debemosreconstituir
lo esencial a partir de los ecos que encontramos de ella no en los filósofos,
sno en los poetas y en los historiadores: en Esquilo ( Las suplicantes, Los
persas, Orestiada), en Sófocles ( Antígona), en Heródoto o en Tucídides –para
citar sólo los ejemplos más importantes-. He aquí, en mi opinión, una prueba
decisiva. Lo que establece Heródoto en la famosa discusión (III, 80) sobre los
méritos y la falta deméritos respectivos de los tres regímenes –monarquía,
oligarquía, democracia- como definición misma de la democracia, en boca de
Otanes, es el sorteo de aquellos que deben ejercer un oficio cualquiera. Idea
fundamental y justa que voy a retomar; pero también idea que nunca habría
podido pasar lo cabeza de un filósofo en tanto filósofo, idea cuyo origen
popular es evidente. De la misma manera es evidente el origen no docto de la
otra idea decisiva de la democracia: el poder de situar “en el medio” (en
meso), cuyos orígenes han podido trazarse, y son muy anteriores al nacimiento
de la filosofía explícita. La cumbre de este pensamiento de la democracia, y de
la política, es, evidentemente, la “Oración fúnebre” que pronuncia Pericles en
Tucídides (II, 35-46). Poco importa saber si el texto de Tucídides es
literalmente fiel al discurso de Pericles (es fiel a su espíritu, ciertamente)
o si Tucídides lo inventó de principio a fin. El que habla es un ateniense de
fines de siglo V (Tucídides, a su vez estratega en el año 242, probablemente
haya muerto hacia el año 400), y muestra que estos pensamientos podían pensarse
y exponerse con verosimilitud a un pueblo que podía reconocerse en ellos.
La culminación de este
movimiento es la democracia ateniense, centro de una creación, durante el siglo
de su madurez, sin analogía con lo que había ocurrido antes y después de ella
hasta hoy –y que se sabe yse afirma como tal (“resumiendo, yo digo que la
ciudad es educadora de toda Grecia [...] y no tenemos ninguna necesidad de un
Homero que nos halague”, Pericles, en Tucídides, II, 41,1; 41,4). Y esta
democracia, trágicamente, fracasa; fracasa por hybris, porque se desconoce a sí
misma, porque no llega nia autolimitarse ni a universalizarse. Es deshecha en
la guerra del Peloponeso, después de la cual la ciudad, a pesar de sus
esfuerzos, a pesar de una vida política y espiritual intensa, entra en el
camino de la decadencia. Ella misma ha plantado las semillas de esta y de su
derrota, restringiendo la libertad,l a la igualdad y la justicia al espacio
estricto de la ciudad.
Esta derrota de Atenas,
equivalente, de hecho, a la derrota histórica de la democracia, tuvo resultados
históricos incalculables –y para lo que nos importa aquí: fijó el curso de la
filosofía política durante veinticinco siglos-. La filosofía política explícita
y elaborada comienza con Platón –y hasta ahora sigue en la órbita de Platón, en
su manera de plantear el problema, aun cuando rechaza sus soluciones-.Ahora
bien, Platón y su filosofía política –y su filosofía en general, pero aquí sólo
podré hacer algunas alusiones a ella- son el resultado de la derrota de la
democracia ateniense. La filosofía política de Platón no “resulta” de la
condena de Sócrates como tal. Esta condena, para un genio incomparable como
Platón, y cualesquiera hayan sido los sentimientos de dolor y de cólera, no
podía ser, como mucho, má sque un signo, signo que interpretó entre tantos
otros; pero que tomó un valor aplastante en el contexto inmediatamente
posterior al año 404 –e incluso al año 416-, en la proliferación de una
multitud de otros signos, todos considerados como portadores de la misma
significación: la incapacidad de la democracia para encontrar en sí misma su
medida y su límite, o, lo que es equivalente, su incapacidad para realizar
efectivamente la justicia. A pesar de la hermosa frase de Péguy –una ciudad
donde un solo hombre sufre la injusticia es un ciudad injusta-, un espíritu
como Platón jamás habría condenado a un hombre, a una ciudad, a un régimen a
partir de un solo acto de injusticia .Platón condena la democracia ateniense
por su derrota y a partir de ella: no como un hegeliano cínico, por cierto,
sino a partir de lo que él cree poder despejar como causas de esta derrota y
como vínculo profundo de estas causas con la naturaleza misma del régimen
democrático. Si me permiten el argumento –ficción ilustrativa-: la filosofía
política dePlatón hubiera sido inconcebible en una Atenas que habría prolongado
hasta el año 350 la vida que tuvo hasta el año 430. La condición para que
Platón se vuelva Platón, y para que la filosofía en general –la filosofía
política en particular- de ahora en más tome definitivamente la orientación,
que de manera predominante será la suya, es el fracaso de la democracia. No es
porque Platón introduce una nueva interpretación de la verdad como adecuación
de la representación y de su objeto que su filosofía, y la filosofía, toma a
partir de entonces un camino particular, como pretende Heidegger, sino porque
Platón debe (cree deber), ante este fracaso, buscar un objeto indudable sobre
el cual reglar tanto la representación como la norma del actuar (individual y
colectivo). La concepción de la verdad como adecuación a... no es más que una
implicación. Y lo que se opone a esta concepción –a la vez innegable en los
pequeños asuntos del conocimiento y en los ámbitos ya constituidos, y
paradójica hasta lo insostenible en los grandes, pero finalmente ineliminable-
no es Aletheia como “develamiento” del Ser, sino la verdad que se hace en y por
el movimiento instituyente de la ciudad, en todas sus manifestaciones: desde la
actividad legisladora del pueblo hasta la creación y la exposición
(representación) de la tragedia, desde las deliberaciones contradictorias de
los diskateria hasta la construcción del Partenón, desde las exhibiciones de
los sofistas hasta las discusiones entre filósofos y ciudadanos en el agorá o
en los gimnasios. La ontología y la filosofía política de Platón se hacen –por
cierto, también en función de otros aportes y factores- por medio de la
ocultación y el cierre de la problemática política, ellos mismos efectos del
fracaso histórico efectivo de la democracia.
Para decirlo brutalmente con
la “Oración fúnebre” de Pericles, el pensamiento político, político mismo,
alcanza su apogeo –y su fin, provisorio interminable-. Con Platón, empieza algo
distinto; una filosofía política que ya no es pensamiento político, pues, de
entrada, se sitúa fuera de la cuestión. En efecto,
su condición de posibilidad
es el desconocimiento del hecho fundamental
que define la posibilidad del pensamiento
político: la autoinstitución de la sociedad. La actividad autoinstituyente de
la polis había estallado a la faz del mundo durante casi tres siglos, y de
manera explícita. La filosofía de Platón sólo es posible a partir de la censura
de esta experiencia –censura que está condicionada por lo que se considera como
su fracaso
Para verlo más claramente,
es necesario volver a los orígenes de la creación del mundo imaginario griego.
La captación primordial es, como hemos visto, que no hay significación
garantizada del mundo yde la existencia –o antes bien, que la única
significación garantizada es el sinsentido, que constituye para cada humano la
certeza de la muerte (Odisea, XI, <488-491>) y para todo ente en el
khosmos, inclusive para los dioses, la Dike, que garantiza su destrucción
llegado el momento. Esto, que yo he llamado el descubrimiento del Abismo (o
Caos,khasma), va a la par del desencadenamiento, la liberación de la hybris–
desmesura, violencia, insolencia, ultraje, insulto e injuria-. Ambos son
inseparables (algunos parecen redescubrirlo hoy). Puede decirse que cada uno
condiciona al otro. 488-491>
Ahora bien, hay más que
convergencia profunda: hay identidad esencial entre esta captación imaginaria
del mundo y la actividad política (y filosófica griega). Porque perciben el
mundo como caos, los griegos edifican la Razón. Porque ninguna ley es dada,
nosotros debemos establecer nuestras leyes. La paideia griega se conquista
contra la hybris.
¿Cuál es la condición de la
hybris Que ninguna norma plena de sentido se imponga; o, si se prefiere, que
ningún límite externo, fuera de la catástrofe, venga por sí mismo,
“naturalmente” a restringir lasempresas, las miras, las actividades de los
humanos. De manera que lahybrisno puede ser prevenida y no puede ser corregida,
enderezada, borrada más que por la catástrofe.
El Caos no es simple desorden. Hay, en lo más
recóndito del mundo, un Caos como desorden innombrable. Pero hay, por cierto,
orden en las apariencias, en el mundo constituido: este orden es el del
nacimiento-destrucción, en su sucesión sin fin –y este orden es a-sensato-. Más
aún: expresión de la esencia caótica, no nombrada, de lo recóndito humano, la
hybris, en un sentido, forma parte del mecanismo de restauración del orden
puesto que, empujando hasta el exceso, provoca la catástrofe que es
restablecimiento. Pero este restablecimiento no es ni consuelo ni expiación. Es
simplemente lo que es. No hay ninguna relación entre la hybris griega y el
pecado judeo-cristiano. La hybris no transgrede ningún mandamiento o ley,
humano o divino. Polícrates no violaba ninguna regla al estar en el colmo de la
felicidad. Solamente, tenía demasiada felicidad –sin dañar siquiera a los
demás-. ¿Tenía demasiada en qué sentido, entonces? Él era demasiado
–finalmente: era, simplemente-. Como dice Anaximandro, el simple existir es adikía, no-justicia. La transgresión de la
que se trata aquí es transgresión de una condición ontológica de la
coexistencia. Hay lo múltiple, hay sucesión. Un ente no puede tomar el lugar de
todos los demás, ni sincrónicamente ni diacrónicamente. Si todo ente –insertando
aquí un pensamiento ulterior- tiende a perseverar en el ser y en su ser, este
mismo (que definiría la consistencia ontológica decada ente particular) estaría
en contradicción con la condición ontológica de la coexistencia de los entes,
sería adikía o hybris. Los entes sólo pueden estar juntos si el espacio de cada
uno –su lugar- y el tiempo de cada uno –su duración- han sido medidos para
ellos. La Dik evigila que esta medida sea respetada. Levanta la contradicción y
garantiza la continuación de la coexistencia por medio de la destrucción
continua de los entes particulares.
Las generalizaciones humanas
mismas dan un brillante ejemplo de ello: ¿cómo sería concebible un mundo humano
si generaciones inmortales vinieran a agregarse a generaciones inmortales?
También esta evidencia se proyecta míticamente en la Teogonía. Urano, y después
Cronos, puesto que procrean, deben ceder el lugar. Ser es engendrar; y
engendrar es condenarse a morir –o, si se es inmortal por naturaleza, a ser
destronado-. Y esto es independiente de toda “injusticia” en el sentido moral,
de toda previsión, de toda acción preventiva. En vano Cronos devora a sus
hijos. Su hybris consiste simplemente en que, por haber tomado él mismo el
lugar de su padre, se niega a ceder el lugar a sus hijos
.Ahora bien, esto que se
esboza sobre el fondo de esta captación fundamental –y, repito, verdadera
considerada para sí-, ya a partir de Hesíodo, y en la simultaneidad y la
consustanciabilidad con la lucha política en las ciudades, es otra respuesta a
la pregunta del orden de mundo y de la sociedad, una respuesta que es creación.
Míticamente y religiosamente, es la elaboración de una nueva concepción de la
Dike, que se hace a través de los poetas. Hesíodo en primer lugar, el culto
órfico, los filósofos: encontramos su expresión plena en Esquilo y Píndaro,
casi un siglo antes de la madurez de Platón-Hablando brevemente, es la
concepción de la Dike como autolimitación, como
Sphrosyn ( Anotación marginal : φρόυησις] En
el plano estrictamente político, es la creación de una institución donde las
fuerzas en lucha en la ciudad ya no se equilibran simplemente por su mera
yuxtaposición y posición violenta y las catástrofes periódicas que resultan de
ello, sino por una autolimitación mediante la cual el poder ya no puede
pertenecer a una persona o a una categoría particular, sino que pertenece a
todos y a nadie, está a lavez ubicado “a igual distancia” de todos y ya no
puede ser objeto de apropiación, sino que también –hay que señalar este punto
con la misma fuerza- es igualmente “participado” por todos, y esto de manera
simultáneamente colectiva (es el demos, en su Asamblea, en su exkklesía quien
legisla sobre todo; del demos es de donde provienen, por sorteo, las asambleas
judiciales, dikasteriae incluso, por lo menos a partir del siglo V, cierto
número de “sacerdocios cívicos”) e individual (todo ciudadano ateniense puede
ser designado por sorteo para ser presidente de la República ,epistates ton
prytaneon, durante veinticuatro horas. En la época clásica, la probabilidad
estadística de que lo sea una vez en su vida es del orden del 25% o del 30%;
teniendo en cuenta todos los oficios en los cuales puede ser nombrado por
sorteo, está seguro de ejercer funciones públicas varias veces en su vida).
Así, el poder está esencialmente desmitificado y desacralizado, y la democracia
es concreta –no está reducida de ninguna manera a una igualdad abstracta ante
la ley-. Por último, en el plano estricto del pensamiento y de la filosofía, es
la búsqueda simultánea, por un lado, en el kosmos, de un orden diferente que el
dela simple sucesión de la emergencia y de la destrucción, y, por el otro, en
el logos-que puede decir todo y, aparentemente, demostrar todo, o al menos
volver todo plausible-, de límites internos que puedan regular su uso.
Brevemente: hay a la vez
descubrimiento, desobstrucción del Abismo, del Caos como experiencia deque el
único orden último que reina en el ser es la sucesión a-sensata de la
emergencia y de la destrucción: reconocimiento de que este mismo orden
a-sensato regula (o regularía, librado a sí mismo)los asuntos humanos por medio
de la hybris, la adikía y una Dike que no es más que catástrofe; y afirmación y
voluntad de aquello que hay para hacer y para decir, creación de otro orden,
que no puede fundarse más que en la búsqueda y la imposición del límite, que a
partir de entonces es, necesariamente, autolimitación.
La creación de la democracia
es, filosóficamente, una respuesta al orden a-sensato del mundo, y la salida
del ciclo de la hybris. Esto es así sólo porque simultáneamente y
consustancialmente ella contiene el reconocimiento de que ninguna otra
naturaleza o tradición (o prescripción divina) otorga la norma que podría
regular los asuntos humanos. La polis
postula y crea su ley –en una contingencia que se conoce como tal, y que
se afirma en los actos, puesto que la ley, resultado de una deliberación, está
a su vez siempre sujeta a discusión y es pasible de modificación o de
abrogación-. Contingencia de toda ley particular –y no contingencia del hecho
mismo de la ley-.20Por esto mismo, esta respuesta es otra cosa que una
clausura. El movimiento del demosesipso
factocomo al mismo tiempo, además idénticamente, la filosofía-, abertura, pero
la palabra es precisamente falaz: creación constitución de un espacio público
de interrogación sobre el ser y la apariencia, la verdad y la opinión, la
naturaleza y la ley .Esto no está pensado explícitamente como tal en obras
técnicas: es pensamiento en acto, un pensamiento que hace y se hace haciendo.
(Aunque su grado de explicitación, que atestigua lo que puede leerse de
Herodoto y Tucídides –cuyo propósito no era éste- es considerable). Pero estas
son las certezas sobre lasque se constituye el mundo griego a partir del siglo
VII: siempre hay necesidad de la ley, y siempre hay cuestionamiento de la ley;
y en cuanto hay cuestionamiento de la ley, hay acción posible con miras a
modificar la ley. No hay aquí razonamiento y prioridad, hay posición de una
articulación originaria que puede recorrerse en un sentido o en otro. Podemos
decir de la misma manera: queremos modificar la ley,y en cuanto hay acción que
apunta a la modificación de la ley, hay cuestionamiento de la ley. Si queremos
modificar la ley, es que ya la hemos cuestionado; y si la hemos cuestionado, es
porque ya queríamos modificarla. De todas maneras: no podemos vivir sin ley
–pero nosotros mismos nos damos la ley, y talley-. La ley es obra humana –es
obra del ántrophos dándose una ley. Esto quiere decir: instituyéndose su
naturaleza no contiene ninguna limitación{interna y natural. Ánthropos zoon
politikón no significa simplemente que el humano es un animal “social” en un
sentido vago (o preciso: Aristóteles conocía evidentemente los panales y los
hormigueros, pero no definió a la abeja o a la hormiga como “animal político”),
como se le hace decir casi siempre. En lenguaje moderno lo que dice Aristóteles
es: el hombrees un animal instituyente que no existe más que por su pertenencia
y su participación en la comunidad instituida que se autoinstituye (se da sus
leyes).
De hecho, cuando Marx define
al humano como el animal que se autoproduce por medio del trabajo, podemos y
debemos observar, por cierto, el anclaje de esta concepción de Aristóteles es a
la vez más profunda y más universal-. Pero también hay que señalar que lo que
hace Marx, en realidad, es erigir una institución particular –el trabajo- en
institución-fuente de las demás. Ahora bien, sólo puede hacer esto,
precisamente, porque desconoce el hecho de que el trabajo mismo es institución
cualquiera sea su Forma histórico-social particular, y porque, sin que pueda
decirlo claramente, no ve aquí mas que
una particularidad natural de la vida social de ésta, dándole así una última
determinación “natural-racional”-.Por esto mismo también está dada la posibilidad
aparente de romper el círculo de las determinaciones Esto, de Homero
kyklopes athémistoi, La Odisea, IX,
112-115) a Aristóteles ( zoon politikón, etcétera: Política, I, 1253a 4).
recíprocas de los diferentes sectores de la vida social y la solidaridad de las
diferentes dimensiones de su institución.
Y, por cierto, hay
consustancialidad entre esta definición del humano como “animal político” y la
otra: zoon logon ekhon, animal que posee el logos, puesto que no hay logos más
que en y por la polis, y no hay polis verdadera más que en y por el logos. No hay polis sin creación de un espacio
público de interrogación y de control recíprocos –y este espacio ya es el logos
en su efectividad-. Esto es claro desde Heráclito (logos xynós, DK 22 B 2)
hasta Aristóteles: “Por esto no damos el poder {345}a un hombre, sino al logos” ( Ética nicomaquea,V, 10, 1134b
35). Frase que por tardía que sea, sólo se comprende si, para empezar, tomamos
los términos al pie de la letra: ¿a quiénes daban el poder los atenienses,
entre los cuales vivía Aristóteles (y cuyo régimen alabó en la Constitución de
Atenas, como veremos)? ¿A un libro que habría contenido el logos o a un Gran
Sacerdote de este logos? Era a sus propias asambleas legislativas y
deliberativas, donde el logos era a la vez, como discurso y argumentación,
término medio de coexistencia de los ciudadanos en tanto ciudadanos, y como
proporción, medida y razón, única regla posible de esta coexistencia y de las
actividades que ella fundaba. Tanto y más que una Razón impersonal, el logos en
esta frase es el discurso que circula entre los humanos, en el cual todos
participan por derecho, igualmente, y que, mediante este reparto y esta
circulación, se arriesga lo menos posible a ser fijado de una vez por todas en
un lugar y a ser puesto al servicio de una hybris personal. El logos e s aquí
la verdad efectiva tal como se hace en y por la ciudad, como verdad común, y
también despliegue de la verdad –y no posesión de una verdad dada de una vez
por todas-
Durante la fase ascendente
de este movimiento, la filosofía en sentido estricto lo acompaña, sin pretender
reemplazarlo y sin reivindicar para sí misma un sitio soberano. La actividad
política abre la interrogación y ella responde. Ella vive, prueba el movimiento
andando, instituye la ciudad democrática, derrota al invasor persa, construye
el Partenón y crea la tragedia en la que un hombre de genio llevado por el
genio de un pueblo define para la eternidad lo que es un hombre: ni esclavo ni
súbdito de otro hombre (Esquilo, Los persas, v.242). Es en la actividad misma
donde la democracia encuentra su certeza –la única posible-. Certeza que,
además, la filosofía a su lado, aún no separada de la “ciencia”, busca, y en
algunos ámbitos establece, al crear la demostración rigurosa: Tales, Pitágoras,
Demócrito... Pero no es en razón de un déficit, de una distracción del
espíritu, de una lentitud o de un tipo de latencia necesario para la progresión
del saber que, durante este periodo, nadie –o casi nadie- piensa en extender el
campo de estas demostraciones rigurosas para incluir los asuntos políticos
dentro de ellas. Es el saber que Aristóteles explicitará después de Platón y de
manera expresa en contra de éste: la regla de rigor en política no es la misma
que en matemáticas. Aristóteles es mucho más “clásico” –y aun nos atreveríamos
a decir más “griego”- que Platón, en este punto como en muchos otros.
En efecto, la lucha por el
establecimiento de la democracia y su victoria habían abierto la problemática
de la institución. Ellas habían mostrado, en los actos, que la fuente de la
institución es la actividad instituyente del pueblo. La ciudad misma establecía
su ley, podía soportar perfectamente que ésta se discuta y se modifique, se
mostraba capaz de vivir y de cumplir las empresas más difíciles y las obras más
sublimes durante una época que era otra cosa que una fase de tranquilidad
histórica. Y esto iba a la par de –de hecho: esto era posible por- el
reconocimiento de que nada puede determinar de antemano el contenido de la ley,
que no existe ninguna norma extrasocial sobre la cual pueda regularse este
contenido.
Tal es la práctica de la
democracia. Tal es también el sentido del célebre diálogo entre los portavoces
de los atenienses y de los milesios, que cita Tucídides. Los atenienses
responden a los milesios –que argüían que era injusta la acción de los
atenienses al querer hacerlos entrar por la fuerza en su coalición-que la
cuestión de lo justo y de lo injusto sólo puede establecerse entre iguales;
entre desiguales prevalece la fuerza. Habitualmente se lee este pasaje de
manera negativa, podría decirse –la negación de la posibilidad de un derecho
que abarque a los desiguales-, mientras que su sentido positivo es igualmente
importante: entre iguales, el derecho –y no la fuerza- debe prevalecer y,
recíprocamente donde el derecho prevalece hay igualdad. Entre iguales, hay
discurso sobre el derecho, y, allí donde hay discurso sobre el derecho, hay
igualdad. Pero ¿qué es esta igualdad y de dónde viene? Ciertamente, ellímite de
la democracia –y en el caso preciso, la hybris que la conducirá a su pérdida-
es la negación a plantear, o aun a considerar esta cuestión más allá de las
fronteras de la ciudad, entre ciudades (aunque es evidente que ya existe un
“derecho internacional”: las relaciones entre ciudades, incluso en tiempos de
guerra, están reguladas de múltiples maneras. Y no es el siglo XX, por cierto,
quien podría hacer alarded el mínimo progreso en este aspecto). El argumento de
los atenienses obre la prevalencia de la fuerza en las relaciones entre
desiguales siempre es, por supuesto, la expresión de una realidad, y la aporía
del derecho internacional sigue siendo la misma, en ningún modo tapada por las
farsas de la SDN, o de la ONU, etcétera: ¿quién fija las reglas del derecho
internacional? ¿Y dónde reside la fuerza que sancionaría las eventuales –y hoy
más que nunca, reales- transgresiones de las reglas del derecho internacional?
Pero no podemos olvidar –ni suponer tal olvido en los atenienses- que la
democracia había instaurado, instituido esta igualdad “arbitrariamente” como su
ley, dentro de la ciudad, entre gente que había comenzado por ser desigual –y
que lo seguirá siendo, además, desde todo punto de vista, salvo el de la
participación en el poder, y de su posición ante la ley-. ¿Cómo determinar
quiénes igual –salvo a partir de un acto instituyente que establece la igualdad
y la categoría de individuos entre quienes ella prevalece-? ¿Y cómo, una vez
definidos estos iguales, predeterminar el resultado de su discusión y
deliberación sobre lo que es el derecho? ¿Dónde tomar criterios sustantivos,
fijados y determinados de una vez por todas? ¿Quiénes son los iguales, cuál es
el derecho, a partir de qué éste puede ser determinado? En verdad, ni Platón ni
Aristóteles podrán responder a estas preguntas mejor de lo que lo ha hecho, en
los actos, la democracia; y además, ellos no responden de ningún modo. Platón
piensa que responde estableciendo una fuente y una norma extrasociales de la
norma social –es decir, condenándose a desconocer radicalmente lo que es lo
social, y arrastrando explícitamente con él, en esta condena, veinticinco
siglos de filosofía. La superioridad de Aristóteles sobre Platón, en este punto
preciso, consiste en que reconoce explícitamente que estas preguntas sólo
pueden quedar abiertas: “no hay justo e injusto en
sentido político; pues éste ( sic: lo justo y lo injusto) es según la ley y
para aquellos para quienes hay, por naturaleza, ley: son aquellos para quienes
existe igualdad en cuanto al hecho de gobernar y de ser gobernado” ( Ética
nicomaquea, V, 10, 1134b 12-14). Lo justo y lo injusto son definidos por la
ley; para decir que tal constitución política es justa o injusta, haría falta
que previamente hubiera una ley, que esta constitución respetaría o
transgrediría.
¿Pero quién establecería
esta ley? Una ley no podría ser establecida más que por alguien (individuo o
cuerpo colectivo) a quien la constitución política, precisamente, autorizara
para establecer leyes. Toda justificación (o crítica) de la institución se
mueve en un círculo. El poder instituyente es originario, es vano buscarle una
norma externa. El “por naturaleza” de Aristóteles es aquí pura invocación de
hecho.“Aquellos para quienes existe igualdad en el hecho de gobernar y de ser
gobernado” no están determinados “por naturaleza” –en el sentido en que “por
naturaleza” las mujeres llevan los hijos en elvientre o los pájaros vuelan-;
Aristóteles sabe muy bien que “la igualdad en cuanto al hecho de gobernar yde
ser gobernado” ha sido establecida ante sus ojos –los ojos de su memoria- por una
sucesión de actos históricos de todos los ciudadanos libres, que él mismo
describe minuciosamente en la Constitución de Atenas; y que en otros lugares no
existe más que para una oligarquía o para un solo hombre, “igual” a sí mismo.
Lo político dice quién hace la ley; y esto es “anterior”, necesariamente, a
toda ley. Lo político dice quién es igual en cuanto a lo político, y de qué
manera.
La democracia significa que
el pueblo se establece como pueblo de iguales en cuanto al poder ya la ley.
También significa entonces que el pueblo establece y dice el derecho. ¿A partir
de qué? Reconozcámoslo, y reconozcamos también la grandeza de la democracia que
consiste en reconocer, en acto, este hecho ineliminable: el pueblo establece y
dice el derecho a partir de sí mismo, es decir, en un sentido, a partir de la
Nada. De Nada, radicalmente –si el Algo que aquí se opusiera a la Nada debiera
ser algo garantizado y determinado fuera de la actividad autodeterminante del
pueblo. (Con toda evidencia, el recurso a un Algo de este tipo es pura ilusión,
puesto que si este Algo existiese, aún no tendría eficacia entanto no fuese
retomado en y por la actividad autodeterminante
del pueblo). La democracia es el régimen que sólo tiene que temer sus
propios errores -y donde uno ha renunciado a quejarse ante cualquiera por loque
pasa, porque, en tanto es humanamente factible, es kat’ánthoopon, el autor-. La
democracia es efectivamente el régimen que corre riesgos en razón de su propia
acción. No está garantizada contra sí misma. Los demás regímenes no conocen el
riesgo, siempre están en la certeza de la servidumbre. No están más
garantizados contra sí mismos que la democracia; pero garantizan la esclavitud
para todos. La debilidad contemporánea querría que la política sea el único campo
de la existencia en el que la incertidumbre esté ausente. Y profiere gritos
enardecidos porque nada limitaría, en ausencia de normas trascendentes, aquello
que un régimen democrático y revolucionario podría hacer. Como si no supiésemos
que, en lo esencial, la historia está repleta de las monstruosidades que han
hecho los regímenes que apelan a tales normas. Aquí estamos, después de
veinticinco años de reflexión política.
Es tanto como decir que la
democracia es reconocimiento de que la institución de la sociedad siempre es
autoinstitución, que la ley no nos es dada por nadie, que es hecha por
nosotros. Devuelve este hecho abierto: ella es autoinstitución explícita,
puesto que nada limita el poder legislativo del pueblo, y que todo límite que
se impusiera a este poder sería aún el resultado de un acto de este poder (e
igualmente podría modificarse por un acto semejante). (Son también actos
legislativos los que tan a menudo, en Atenas como durante la Revolución
Francesa, prohíben de antemano tal o cual proposición de ley o amenazan con
penas a quien las formulara.
Pero desde otro punto de
vista, el único esencial cuando salimos de las fantasías infantiles (pues es
infantilismo buscar en una Constitución, cualquiera sea, o en una serie de
mandamientos divinos, cualesquiera sean, una garantía de la sociedad contra sí
misma), la democracia es el único régimen que tiende a –y en principio puede,
mientras sea humanamente factible- realizar los únicos límites internos, como
autolimitación-. Retomaré este asunto en el capítulo final de este libro. Lo
que debe recordarse aquí es la puesta en obra de esta autolimitación en la
democracia griega –ateniense en particular, porque ell afue la que llegó más
lejos, ella fue la más importante históricamente, y también porque sobre ella
estamos informados de manera menos incompleta- y en las instituciones
particulares donde ella se ha encarnado.
La primera, que además no
puede ser calificada de institución particular, pues es equivalente a la
democracia misma, es la creación y constitución de un espacio público
verdadero. He hablado sobre esto más arriba. Pero nunca se podría señalar lo
suficiente este hecho, y su importancia capital para nosotros, hoy, en las
condiciones modernas. La democracia es el único régimen donde existe un espacio
público verdadero. Todo otro régimen hace de una parte –y por lo general, la
más esencial- de lo que importa a la sociedad un “secreto de poder”: aunque
concediera libertades (de prensa, de opinión), no sólo éstas son verdaderamente
otorgadas y pueden ser revocadas según el antojode los gobernantes, sino que,
por el hecho mismo de que son gratuitas, sirven –podría decirse- para muy poca
cosa. No existe espacio público verdadero más que en la medida en que existe un
interés vital de los ciudadanos por este espacio público, y este interés no
existe más que como parte y portador de su interés vital por la cosa pública
–la res pública, ta koiná, opuesta ata idia-, la cual a su vez no puede existir
más que en la medida en que ellos pueden algo en cuanto a esta cosa pública. Un
espacio público no es más que una entidad creada de una vez por todas y que
funciona por sí misma una vez que se ha otorgado algunas libertades de
expresión. No desconozco, por cierto, la diferencia que hay entre un régimen
donde estas libertades existen y otro donde se han suprimido; no sólo es
preferible vivir en el primero más que en el segundo, sino que hay cosas
políticamente importantes que son posibles en uno y no en otro. Pero, como lo
demuestra la mayoría de las sociedades “democráticas” contemporáneas, un
espacio público y formal pierde su importancia y su significación en la medida
en que los ciudadanos son pasivizados con respecto a la cosa pública, por tal o
cual proceso o mecanismo; y lo son fatalmente en la medida en que creen, con
razón, que no pueden hacer nada, o no demasiado. En última instancia –instancia
que hoy hemos alcanzado prácticamente-, el espacio público, en estas
condiciones, sólo sirve para la difusión de la pornografía (por supuesto, la
pornografía sexual es la menos importante: hablo de la pornografía política e
ideológica). Este pseudo espacio público y el papel contemporáneo de los medios
de comunicación van de la mano. El espacio público, el agorá, tal como existió
en Atenas, era sostenido por el interés activo de los ciudadanos, indisociable
de lo que estos mismos ciudadanos iban a tener que decidir, al día siguiente,
sobre tal o cual ley, tal o cual construcción pública, tal o cual política
extranjera, sobre la paz y la guerra que tendrían que hacer ellos mismos.
Sólo por medio de este espacio público, no
gratuito, toman su sentido los procedimientos de discusión, de confrontación,
de control, y por último de deliberación. Esta deliberación, que tiene lugar en
la ekklesía, vale porque está el agorá y la discusión incesante de los asuntos
comunes. E, inversamente, porque saben que hay deliberación y porque la quieren
es que los atenienses discuten seriamente sobre estos asuntos. La condición
intermedia aquí, de hecho crucial, es la democracia directa. Los asuntos
públicos se discuten con pasión, porque uno mismo tendrá que decidir sobre
ellos. No hay nada para discutir –con pasión o sin ella- si se trata de elegir
“representantes” quienes, una vez elegidos, podrían hacer –y hacen
regularmente- cualquier cosa. La democracia “representativa”, de hecho negación
de la democracia, es la gran mistificación política de los tiempos modernos. La
democracia “representativa” es una contradicción en los términos, que esconde
un engaño fundamental. Y de lamano de esta mistificación viene la mistificación
de las elecciones. Las elecciones no son una institución o un procedimiento
democrático. A Herodoto no se le ocurre decir que las elecciones son una
característica de la democracia: la democracia se define, entre otras cosas,
por el sorteo de los magistrados. Los primeros sindicatos ingleses reencuentran
esta verdad profunda en el siglo XIX: los puestos que hay para ocupar son
cubiertos por rotación, lo cual es equivalente. Los atenienses sortean asus
magistrados. Los puestos electivos, en lo esencial, se limitan a los estrategas
donde, por la naturaleza de las cosas (se trata de la conducta de los ejércitos
y de operaciones militares), es indispensable una unidad (colegiada) de mando,
y una pericia y capacidad tienen sentido. Profunda sabiduría, exactamente
opuesta a la chochez contemporánea: los puestos son electivos esencialmente
para tareas de tecnicidad y de pericia. No son los expertos los que deciden
quién es experto, es el pueblo quién lo decide, con razón: él los ha visto en
acción. (Hoy conocemos el resultado de la designación de “expertos” por
“expertos”). Pero para los asuntos políticos, por definición, no hay pericia
particular. (Como sabemos, aquí es Platón quien empieza y “funda” el engaño
mortal de una pericia, de un saber o ciencia particular que habilitaría para
gobernar a los humanos. Y lo hace, lo que vuelve el asunto más grave, con total
conocimiento de causa –como lo muestra el
Protágoras, y el mito de Protágoras, que
expresa completamente, con un ropaje mítico, la filosofía en acto de la
democracia-).
Esto no quiere decir que la
democracia desconoce las diferencias de inteligencia o de juicio políticos que
pueden existir entre individuos: escuchar a algunos de ellos y es
el único régimen que garantiza que, al menos, serán escuchados. Más aún: puede
conferirles y les confiere de hecho no el poder sino la autoridad. Que la
democracia haya reconocido hombres políticos del calibre de Miltíades,
Temístocles, Arístides, Cimón, Efialto,
Pericles, y que les haya permitido desempeñar el papel que desempeñaron, es
también una de las realizaciones sin par de este régimen. La democracia no
aplastaba en una igualdad de indiferenciación: también era capaz de coronar a
Esquilo, a Sófocles, a Eurípides o a
Aristófanes antes que a otros concursantes, también era capaz de elegir a
Ictinos y a Fidias para las construcciones de la Acrópolis, también era capaz
de reconocer la grandeza política de los individuos qu eella misma había
nutrido en su seno. Podemos estar seguros de que en la Pnyx, la calidad del
silencio debía cambiar cuando Pericles se ponía de pie para hablar. Tucídides
llegó a escribir, al hablar de los años de Pericles, que el régimen era
“democracia en las palabras, pero de hecho era el poder del primer ciudadano”
(logo men democratía, ergo de protou andrós arkhé:II, 6, 9). Pero Pericles
nunca ejerció quiso ni pensó, sin duda, en ejercer- el poder fuera y más allá
de los límites que trazaba la democracia: habló ante el pueblo, lo convenció
dándole razones. A él se aplicas eguramente con mayor verdad la hermosa frase
de Michelet sobre Robespierre: “Deseó la autoridad, nunca deseó el poder”.
Frontera quees incierta y permeable, por cierto. Pero también aquí es vano
buscar garantías absolutas. A pesar de Tucídides, la autoridad de Pericles
nunca degeneró en poder, ejercido por uno solo, depositado en él,
incuestionable. Los atenienses pudieron no seguirlo en tal circunstancia, sus
adversarios político siempre pudieron actuar libremente. Al individuo de genio
la democracia le ofrece todavía el campo idealde acción y de realización puesto
que lo obliga a superarse a sí mismo, puesto que le impone superar, como
contrapeso y fuerza antagonista, la crítica y el control de todos.Esta creación
de un espacio público que sostiene la deliberación y es sostenido por ella
también es creación, como ya lo he dicho, de una diacronía explícita. El hecho
de que no hubo verdaderamente historia como memoria colectiva explícita,
consignada y crítica, más que en dos épocas, y solamente enéstas (y, el resto
del tiempo, solamente cronistas más o menos inteligente o hábiles): en la
antigua Grecia y en los tiempos modernos desde el siglo XXVIII, no es una
casualidad ni simple coincidencia resultado de que estas dos épocas, además,
habrían sido épocas donde se constituyó y se desarrolló el saber. La democracia
y la historia se condicionan recíprocamente. Sólo en democracia puede haber
historia explícita, y la democracia crea a la vez la posibilidad y la necesidad
de esta historia. [ Anotaciónmarginal:
cf. ¡historiadores rusos,
por ejemplo, e incluso chinos!] Pues recíprocamente, una memoria histórica
explícita y crítica es a su vez una condición del funcionamiento, de la
existencia misma de la democracia. Esta memoria es una de las instituciones de
autolimitación de la democracia, y una de las manifestaciones de su búsqueda de
referencias relativas para su acción, en cuanto se reconoce, más o menos
abiertamente, que ni ley divina, ni ley natural, ni ley racional pueden dictar
su ley a la sociedad. En las demás sociedades hay o bien tradición ahistórica o
bien crónica mantenida por los escribas, los sacerdotes o los monjes, en
secreto, para el uso exclusivo de la burocracia teocrática o despótica
(generalmente, para ambas); lo cual, además, e independientemente de toda
consideración relativa al “progreso”, o no, del “espíritu científico”, marca
los límites del asunto: estas pseudo historias, estas crónicas, no pueden ser
más que genealogías dinásticas referidas a príncipes o califas, res gestae de
los potentados reales o sacerdotales y del círculo dominante que los rodea.
Según la tradición, Herodoto da lectura a su Historia durante los Juegos
olímpicos, frente a los griegos reunidos. Y esta historia habla de las acciones
de los griegos y de los bárbaros, de las instituciones de unos y otros. Aunque
está repleta de relatos y de anécdotas referidas a reyes y a personas
excepcionales, es necesariamente historia del pueblo
. Y la historiografía
moderna sólo fue, nuevamente, gran historiografía digna de ese nombre cuando la
Revolución Francesa la forzó a ser, por segunda vez, historia del pueblo. El
pueblo crea la ley. Yo digo que la crea a partir de sí mismo, es decir, en un
sentido, a partir de Nada. Este sí mismo contiene, de todas maneras,
implícitamente, su propio pasado. Evidentemente, cada vez el pueblo ya es algo
–es lo que él se ha hecho hasta entonces-. En un sentido, Nada –puesto que lo
que él esno otorga ninguna norma extrasocial referida a lo que debe hacer-. No
es porque los franceses estén habituados a vivir como lo hacen hasta ahora que
lo que hagan a partir de este hábito y de esta mentalidad tenga que ser
necesariamente bueno –bueno para ellos o bueno en general-. “Nada” tiene
también aquí otro sentido: porque el pueblo no sería nada si no fuese poder de
creación, fuente instituyente. Y no podemos determinar ni delimitar lo que hay
en esta fuente. Pero también, desde otro punto de vista, esta Nada es todo
–todo lo que puede ser cap
tado como ya determinado en
el momento de la creación dela ley-. En el momento en que debo decidir lo que
debo hacer, soy Nada: de lo que ya he sido, no puedo extraer nada absoluto y
definitivo en cuanto a lo que tengo que hacer; y si hago de verdad, hago otra
cosa. Pero, también, hago lo que hago por medio de mi propia historia, de lo
que ya me he hecho, incluso como capacidad y posibilidad de hacer, y esta
historia está ahí implícitamente de todas maneras- pero si no estuviese ahí más
que implícitamente, como escondida, muda, encarnada en lo que soy, yo
sería plenamente no consciente y
alienado-. Estoy cada vez en esta relación específica e indescriptible con mi
propia historia: en el espesor de lo que ya he hecho y de lo que me he hecho
–pero puedo comunicar con ella-. Lo mismo ocurre,mutatis mutandi, con la vida
de un pueblo. En el despotismo, o en la oligarquía – y aun en la “democracia”
restringida, parcial en que vivimos-, un pueblo esá condenado a no tener
memoria, o a padecer una pseudo memoria fabricada, lo que es equivalente si no
es peor. Esta memoria – dicho de otro modo: la diacronía del espacio público de
pensamiento, la historia explícita, consignada, crítica- no es una guía, ni
contiene lecciones escolares en cuanto a lo que hay que hacer. Pero es
referencia, en el sentido en que instaura un diálogo silencioso del pueblo con
su
alter ego posible: su propio
pasado. No es respuesta a los problemas del presente, sino experiencia y
lastre; es la luz difusa que baña a la creación histórica, que impide que cada
nuevo acto histórico sea una fulguración instantánea que desgarra una noche
cimeriana sin continuidad. Que “aquellos que ignoran la historia están
condenados a repetirla” no significa que conocer la historia evita volver a
caer en los mismos errores, en un sentido utilitario y pragmático. El hecho
enceguecedor y oscuro es que la ruptura de la repetición histórica –de esta
momificación del pasado en forma de presente perpetuo que efectúa la tradición
en el sentido fuerte del término-, tanto en Grecia como en los tiempos
modernos, ha ido a la par del renacimeinto resplandeciente de lo que aparece
como vuelto hacia el pasado, pero que, precisamente, eslo contrario de la
tradición: la memoria histórica explícita. No solamente no se excluyen una a
otra,sino que se implican y se exigen. Esto se comprenderá un poco mejor, tal
vez, si recordamos, modificándola, la frase de Husserl: “Toda historia es
olvido de los orígenes”. Toda tradición es olvido del origen; no de tal origen
determinado, puesto que la tradición se funda y se garantiza invocando un origen
determinado al que hace elúnico origen y el origen a secas, sino del hecho de
que hubo yhabrá siempre, ahí, aquí y ahora, ante nosotros, origen posible y
origen efectivo, de que nosotros tenemos la posibilidad de ser origen. Como
contraria a la tradición, la historia, al salvar del olvido los orígenes
múltiples que han sido el pasado, es en verdad liberación del presente y
abertura del porvenir.
Cuán consciente de esta
función de la historia había sido la democracia es loq ue muestran tanto la
Revolución Francesa –volveré sobre esto- como el pasaje de la “Oración fúnebre”
donde Pericles esboza la historia de la ciudad y atribuye sus logros a las
generaciones anteriores, para vincular su obra on la de las generaciones que
por entonces están en la plenitud d ela vida (en te kathestykeia helikía,II,
36, 3) y llama a los jóvenes a no mostrarse inferiores; lo cual, en el
contexto, significa claramente: a no innovar menos – y menos bien- que aquellos
que los han precedido.[ Agregado manuscrito: paideia pros ta koiná.][ Agregado manuscrito:Ostracismo y graphé
paranomon. (La profundidad de pensamiento político queimplica esta disposición
hace aparecer a Platón como un niño.)]
Así, la democracia es el
régimen que se instituye como autoinstitución explícita permanentemente –yque,
al mismo tiempo, sabiendo que no puede limitarse más que por sí mismo,
instituye las condiciones de su autolimitación, trata de controlar la hybris, que
no le pertenece de manera propia, que pertenece a todo lo que es humano. Platón
mismo, su enemigo encarnizado, reconoce la grandeza de los primeros tiempos de
la democracia ateniense, donde, según él, aún reinaba ladike (justicia) y el
aidós (vergüenza) ( Leyes, ).
Pero la democracia, como
ninguna otra empresa humana, no contiene en sí misma la garantía automática de
su éxito continuo. Y no contiene una garantía absoluta contra la hybris, su
propia desmesura. La democracia es respuesta a la hybris pero no es y no podría
ser –como tampoco podría ser lo otro régimen- extinción de la hybris .La
democracia produce ella misma su derrota esencial por la guerra del Peloponeso,
e incluso de manera repetida, durante toda esta guerra (de la cual, sin sus
propios errores, su propia desmesura, habría podido salir varias veces
victoriosa). Lo que importa aquí no es esta guerra misma, sino lo que traducen
tanto sus causas como las razones de la derrota de Atenas: los límites de la
universalidad, el rechazo a extender el campo de la justicia (dike) a las
relaciones entre ciudades (ya manifestado mucho tiempo antes de la guerra con
la reducción delos aliados en protegidos y subordinados). Esta historia es una
tragedia en sí misma: el héroe sólo puede encaminarse hacia acciones fatales,
sea cuales fueren las advertencias y los consejos que le prodiga el Coro; los
atenienses prosiguen su ascenso hacia la
dominación de Grecia, a pesar de las lecciones claras dadas por sus propios
poetas, que ellos coronan –desde Los persas de Esquilo, hasta Las troyanasde
Eurípides y varias obras de Aristófanes-.
El fracaso de la democracia
parecía demostrar que el pueblo no era capaz de establecer y decir el derecho,
ni de decidir correctamente sobre lo que hay que hacer y no hacer –de
gobernarse, de limitarse-.Potencialmente, la democracia se había arruinado, aun
antes de desaparecer formalmente, por su doble desmesura, interna y externa. A
esta situación, Platón quiere responder aportando una medida externa a lasociedad.
Respuesta falsa –e incluso vacía-. No podía ser de otro modo. No puede existir
barrera externa ala posibilidad dehybrisde los humanos. Nada ni nadie puede
garantizarlos contra sí mismos.
Nihil timeonisi me ipsum.
Nadie ni nada –no más un teoría “racional” que una “mentira divina”, como
aquellas que inventará Platón, o una ficción teológica cualquiera- puede
garantizar a la sociedad contra sí misma, como lo muestra toda la experiencia
histórica. Decir que la democracia es el régimen de la libertad también es
decir que es el régimen en el que los riesgos de la existencia social e
histórica son los más expícitos – lo que no quiere decir de ninguna manera: los
más grandes, al contrario-. Esto es lo que los ilusionistas contemporáneos
escamotean como se debe, cuando denuncian los riesgos de deslices en la
revolución (la revolución es la democracia que no se detiene, la democracia
continua). La democracia, efectivamente, puede cometer deslices, los otros
regímenes no, porque de todas maneras ya los han cometido. Un observador y
crítico tan agudo como Aristóteles no caía en estas confusiones pueriles.
Al hablar del régimen democrático
“final” de Atenas cuyo funcionamiento (la “undécima revolución”, a partir e
Tracíbulo, 403) había observado, vivido, atentamente, dice: “Pues el pueblo
mismo se ha hecho amo de todo, y todo está regulado por decretos (psephísmata:
decisiones de la Asamblea del pueblo) y por tribunales donde domina el pueblo.
En efecto, incluso los juicios que antes pertenecían a la Boulé están ahora entre
las manos del pueblo. Y pareciera que se ha actuado bien así: pues la minoría
es más fácilmente corruptible que la mayoría, tanto por el dinero como por los
favores” (Constitución de Atenas, XLI, 2). Aristóteles no dice que el pueblo es
incorruptible (o infalible), sino que lo es menos que la minoría, los oligoi , lo cual es verdad-. Ve, sabe bien,
que aquí no hay absoluto que buscar.
Este absoluto es lo que
busca Platón. Quiere encontrar la medida de la ley, el patrón extrasocial de la
sociedad, la norma de la norma. Finalmente ubicará esta medida en el “dios”
mismo (Leyes: “Es el dios cque es medida de todas las cosas”), para trazar el
modelo de una ciudad de la que se ha dicho, con razón, que es teocrática.31El
genio de Platón es le que pudo encontrar y explicitar efectivamente el único
otro término de la alternativa que se opone a la democracia: la teocracia o la
ideocracia (es lo mismo, finalmente). Es evidente que en la realidad histórica,
teocracia e ideocracia nunca pueden ser otra cosa que el poder de una categoría
social particular –Iglesia, partido, etcétera-. Si Dios se interesase
personalmente por los asuntos humanos, ya nos hubiéramos enterado hace tiempo.
Como trasfondo de la
filosofía de Platón, está la otra tragedia: el juicio, la condena y la muerte
de Sócrates. Ya he dicho que no creo que esta injusticia sola haya podido
motivar la actitud de Platón hacia la democracia. Pero me parecen útiles
algunas observaciones sobre este tema –debatido hace tanto tiempo y condenado a
la oscuridad para siempre, ya que lo esencial de cuanto sabemos sobre Sócrates
se ha vuelto indiscernible de lo que Platón escribió-, que se relacionan
directamente con el problema que describimos aquí.
La condena de Sócrates no
fue un crimen judicial. Fue una tragedia. En esta tragedia, Sócrates no es ni
más ni menos inocente que el héroe de otra tragedia. Es innegable que Sócrates
era un hubristés, alguien que ultraja e
insulta a los demás con su desmesura: aquí la desmesura es el perpetuo exétasis, el examen “dialéctico” que
develaba el saber falso o supuesto de los demás. Él mismo lo dice en la Apología{361}(21b-e, 30e, 37d-e): Platón lo
hace llamar hubristés en dos otres oportunidades (cf. Banquete, 219c). Y Sócrates lo sabía, claro
está, y sabía el riesgo que corría. A aquellos que le propusieron una
“apología” antes de su juicio, respondió que no la necesitaba, pues había
pasado su vida reflexionando sobre lo querespondería si alguna vez se lo
acusaba. Extraña idea, por cierto de doble faz (puesto que puede decirse que
con ella comienza la explicitación del “diálogo del alma consigo misma”), pero
que traduce también y sobre todo, de manera innegable, el saber de que sus
actividades podían ser juzgadas por los demás como transgresoras de las reglas
de coexistencia en la ciudad. (Que la simple existencia de alguien que no
cometió ninguna infracción formal pueda ser sentida por la ciudad como
provisoriamente peligrosa puede parecernos inaceptable hoy, pero era una
evidencia admitida por todos los atenienses: el ostracismo significa
exactamente eso). Y hubristés permaneció hasta el final, comenzando por
proponer, después deque fue juzgado culpable, que la ciudad lo alimentara en el
Pritaneo –a saber, que tratara a alguien que, con razón o sin ella, acababa de
declarar culpable de impiedad y de corruptor de la juventud, como trataba a sus
benefactores.
Pero, al mismo tiempo, sigue
siendo un ciudadano, en el sentido pleno del término. Acaso no es un azar si
Platón, en el Banquete, lo alaba en boca de Alcibíades a causa de sus actos de
resistencia física y de valentía militar –que un soldado lacedemonio o aun
persa también habría podido cumplir-. Sucede( sumbainei) que la fecha ficticia
del diálogo no le permitía hablar del acto de valentía más eminente de Sócrates
ya anciano (tenía más de sesenta años), presidente de la Asamblea, negándose,
en contra de la multitud enfurecida, a poner a votación la acusación ilegal e
inicua contra los diez estrategas vencedores en las Arginusas. Como más
adelante dirá Clemenceau, al hablar de Zola: “ha habido hombres que resistieron
a los reyes más poderosos, que se negaron a inclinarse ante ellos, ha habido
muy pocos hombres que resistieron a las multitudes, que se irguieron solos ante
las masas demasiado a menudo extraviadas en los peores excesos de furia, que
afrontaron cóleras implacables sin armas y de brazos cruzados, que, cuando se
exigía un ‘sí’, osaron levantar la cabeza y decir ‘no’. Esto hizo Zola.
Sócrates no sólo es aquel que enseña que “vale más padecer la injusticia que cometerla”.
También es aquel que sabe que no hay justicia más que en y por la ciudad.
Aceptar el exilio antes de su condena, proponerlo como pena después de ésta, no
hubiese sido una injusticia, por cierto. Pero lo que Platón mismo nos transmite
como si hubiera salido de su boca (Critón) es una suerte de teodicea
leibniziana dela ciudad democrática y de sus leyes: si queremos la justicia que
solamente pueden garantizar la ciudad y sus leyes, hay que aceptar también las
injusticias individuales que puedan producirse. Sócrates sabe –lo dice
explícitamente- que la ciudad fue quien lo hizo tal como es, lo cual es
totalmente cierto. Y podemos agregar: la ciudad fue quien le permitió pensar
como lo hizo. (Consideración a la que Platón no presta ninguna atención, Platón,
a quien la ciudad permitió, por una extraña ironía –como observa Finley-, abrir
una escuela y dar una enseñanza en ella durante decenios. Agreguemos que esta
enseñanza hubiese sido prohibida inmediatamente, por no decir inconcebible, en
su adulada Esparta).
Sócrates participa de la
vida en la ciudad, mientras que Platón se retira de ella. Y esto se manifiesta
enla forma misma de sus actividades. Platón funda una escuela más o menos
cerrada, Sócrates va y viene en el Agorá y se convierte en un tábano para todos
los ciudadanos. Visiblemente, Sócrates cree que lo s ciudadanos pueden
despertarse a la verdad; en Platón, tanto sus actos como su teoría (a pesar del
Menón) muestran que no creía
en ello.
En la condena de Sócrates
hay hybris en los dos protagonistas. No vale la pena volver sobre la
hybris de la ciudad –representada por
una pequeña mayoría de heliastas- y la injusticia cometida. Pero la hybris de Sócrates no se encuentra solamente,
ni tanto, en su comportamiento. (Nos gustaría ver, en una cena parisina, cómo
se comportarían frente a un Sócrates los diversos intelectuales que lloran hoy
su muerte, y si aceptarían que se los invitara a cenar con él por segunda vez).
Toca un punto sumamente y ambiguo –y esto es lo que constituye la dimensión
trágica del asunto-. Hablando rápidamente: la democracia es un régimen que se
basa en la pluralidad de las opiniones (doxai) y funciona por ella. La
democracia hace su verdad a través de la confrontación y del diálogo de las
doxai, y no podría existir si la idea (la ilusión) de una verdad adquirida de
una vez por todas lograra una efectividad social. Esta confrontación implica y
exige el control y la crítica recíprocos más agudos –pero precisamente,
recíprocos: cada uno lucha por una opinión que cree justa y políticamente
pertinente-. Si echa abajo las opiniones de los demás, ya sea por nada y para
no poner nada en su lugar, ya sea en nombre de una Verdad absoluta y
definitiva, se pone fuera del juego de la ciudad, transgrede una ley que, no
por no escrita, deja de ser, tal vez, la más fundamental de todas. (En un
sentido, además, estaba escrita: aquel que no tomaba parte en ocasión de un
conflicto interno de la ciudad era castigado con la atimía, deshonor y
privación de los derechos cívicos). Pericles refuta las opiniones que cree
falsas, y expone las suyas. Pero,¿qué hace Sócrates? Refuta las opiniones de
todo el mundo, demuestra a todos que hacen, hablan y deciden como si supieran,
cuando en verdad no saben nada. (Daría igual si, como en los diálogos
postsocráticos de Platón, diera a luz, efectivamente, la Verdad).
Sócrates combate las doxai
,y con esto está en la democracia, la democracia lo produce y lo necesita.Pero
Sócrates combate también la doxa como tal, ya sea en nombre de un oudén oida
que disuelve la acción y la ciudad, ya sea en nombre de una Verdad absoluta que
las disolvería otro tanto. ¿Cómo juzgar? La exétasis de Sócrates es la última
extremidad del cuestionamiento interno de la democracia –cuyo mérito, aquí otra
vez, hay que reconocer a la democracia: Sócrates es inconcebible en otro lugar
que no sea Atenas-. ¿Es posible una democracia – o cualquier forma de
organización política- si se postula que nadie, estrictamente, sabe lo que
dice? Y sin embargo, la democracia debe poder asumir el riesgo mismo de esta
demostración. En el caso de Sócrates, los atenienses no lo aceptaron (mientras
que lo aceptaron en muchos otros casos). Sócrates sabía que corría ese riesgo.
Su tragedia es la tragedia de un filósofo que también es un ciudadano. La
tragedia de Platón sólo será la de un escritor.
Platón retomará el combate
contra la Doxa como tal y hará plenamente suya la conclusión: nadie sabe lo que
dice, a menos que haya seguido la vía platónica. Hay verdad eterna, visión o
vista (theoría) del ser ta lcomo es “en sí mismo” (kath’ hauto). Ninguna verdad
emerge en las actividades, en las discusiones, en las deliberaciones de la
ciudad, éstas no engendran más que el error, y todas las ciudades existentes
están enfermas. Se deja de lado brutalmente aquello que aparece en filigrana en
el pensamiento y en la prácticad e los siglos VI y V en Grecia, y que en los
actos se afirma por la instauración y la actividad legislativa de la
democracia: el reconocimiento del carácter convencional –por posición (thesei)
y no por naturaleza( physei)- de la ley, de la institución, del lenguaje, y por
lo tanto, también, implícitamente, de la creación humana, histórico-social. La
única creación de la cual es capaz la comunidad es creación de la corrupción,
la única historia que puede conocer es la repetición cíclica de los regímenes.
Existe una y sólo una ciudad justa (ideal, en el sentido moderno del término)
cuya ley no es y no puede ser postulada por los humanos, aun si ella está
mediatizada por la acción de algunos de ellos: los filósofos reyes no crean ni
postulan nada, regulan la vida y el orden de la ciudad según la verdad
intemporal a la cual tienen acceso en tanto filósofos. Si hay un ser
intemporal, que es a la vez esencia (y aún más allá de la esencia) y norma (el
agathón), la ciudad no puede estar habilitada para poner leyes justas.
Inversamente, si en los hechos la ciudad es incapaz de postular leyes justas, y
dado que las leyes son necesarias, hace falta que haya un ser intemporal que
sea a la vez esencia y norma. La política de Platón contribuye así a
condicionar una ontología, que será, definitivamente, la de la tradición
greco-occidental: el ser como intemporal (aeí ) y plenamente determinado
(eidosy peras), la exclusión delTiempo, la ocultación de la creación. El dios
platónico a su vez está sometido a las Ideas increadas; el demiurgo del Timeo
no crea nada, fabrica-dispone el mundo según un Paradigma eterno.
Así reaparece –y esta vez,
con una forma reflexionada y “racional”- la posición de una fuente extrasocial
de la institución; y esto no solamente en cuanto a la institución de la ley de
la ciudad, de la constitución política, en sentido estricto, sino también de la
institución en general, de la institución del El arraigo del ser-así de la
representación, por ejemplo, en el ser-así convencional y arbitrario de las
doxai y de los nomoi de la tribu, percibido por los eleáticos, afirmado clara y
fuertemente por Demócrito, luego por los grandes sofistas a los que yo aludía
antes, es ocultado para el único provecho de la búsqueda de las condiciones de
la representación correcta o verdadera (xa orthé meta logou, opinión correcta o
recta que contiene la razón, el metá logou, en verdad, es intraducible), que
debería todo al ser tal como es en sí mismo y nada a nada más.
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