Por Zigmunt Bauman (*)
Las creencias no necesitan
ser coherentes para ser creíbles. Las creencias que tienden a creerse en la
actualidad -nuestras creencias- no son una excepción. Sin duda, consideramos,
al menos en "nuestra parte" del mundo, que el caso de la libertad
humana ya ha sido abierto, cerrado y (salvo por algunas pequeñas correcciones
aquí y allá) resuelto del modo más satisfactorio posible. En cualquier caso, no
sentimos la necesidad (una vez más, salvo algunas irritaciones ocasionales) de
lanzarnos a la calle para reclamar y exigir más libertad o una libertad mejor
de la que ya tenemos. Pero, por otra parte, tendemos a creer con igual firmeza que es poco lo que podemos cambiar -individualmente, en grupos o todos
juntos- del decurso de los asuntos del mundo. o de la manera en que son
manejados; y también creemos que, si fuéramos capaces de producir un cambio.
sería fútil, e incluso poco razonable, reunirnos a pensar un mundo diferente y
esforzarnos por hacerlo existir si creemos que podría ser mejor que el que ya
existe.
La coexistencia simultánea de estas dos
creencias sería un misterio para cualquier persona mínimamente familiarizada
con el pensamiento lógico. Si la libertad ya ha sido conquistada, ¿cómo es
posible que la capacidad humana de imaginar un mundo mejor y hacer algo para
mejorarlo no haya formado parte de esa victoria? ¿Y qué clase de libertad hemos
conquistado si tan solo sir- ve para desalentar la imaginación y para tolerar
la impotencia de las personas libres en cuanto a temas que atañen a todas
ellas? Estas dos creencias no congenian entre sí, pero participar de ambas no
es signo de ineptitud lógica. No son una mera fantasía. Hay, en nuestra
experiencia compartida, suficiente fundamento para ambas. Nuestra percepción es
fruto de una actitud realista y racional. Y, por lo tanto, es importante saber
por qué el mundo en que vivimos sigue enviándonos señales tan evidentemente contradictorias.
Y también es importante saber cómo podemos vivir con esa contradicción; más
aun, por qué casi nunca reparamos en ella y, cuando lo hacemos, no nos preocupa
especialmente. ¿Por qué es trascendente saberlo? ¿Acaso algo cambiaría para
mejor si nos molestáramos en adquirir ese conocimiento? No es para nada seguro.
La comprensión de qué es lo que hace que las cosas sean como son podría tanto
impulsarnos a abandonar la lucha como alentarnos a entrar en acción. Saber cómo
funcionan los complejos y no siempre visibles mecanismos sociales puede inducir
a ambas actitudes.
Una y otra vez, ese
conocimiento ha instado a dos usos distintos, que Pierre Bourdieu ha denominado
sagazmente el uso "cínico" y el uso "clínico". Puede ser
usado "cínicamente" de la siguiente manera: ya que el mundo es como
es, pensaré una estrategia que me permita explotar sus reglas para mi provecho,
sin considerar si es justo o injusto, agradable o no. Cuando se lo usa
"clínicamente", ese mismo conocimiento puede ayudarnos a combatir más
efectivamente todo aquello que consideramos incorrecto, dañino o nocivo para nuestro
sentido moral.
En sí mismo, el conocimiento no determina el
modo en que se lo utiliza. En última instancia, la elección es nuestra. No
obstante, sin ese conocimiento ni siquiera existe la posibilidad de elección.
Si disponen de él, los hombres y las mujeres libres tienen al menos una
oportunidad de ejercer su libertad. Pero ¿qué es lo que hay para saber? De esa
pregunta trata de dar cuenta este libro. La respuesta resultante es, en líneas
generales, que el incremento de la libertad individual puede coincidir con el
incremento de la impotencia colectiva, en tanto los puentes entre la vida
pública y la vida privada están desmantelados o ni siquiera fueron construidos
algu- na vez; o, para expresarlo de otro modo, en tanto no existe una forma
fácil ni obvia de traducir las preocupaciones privadas en temas públicos e,
inversamente, de discernir en las preocupaciones privadas temas de preocupación
pública. Y en tanto que, en nuestra clase de sociedad, los puentes brilan por
su ausencia y el arte de la traducción rara vez se practica en público.
Sin esos puentes, la
comunicación esporádica entre ambas costas -la privada y la pública se mantiene
con ayuda de globos que tienen la aviesa costumbre de caerse o de explotar en
el momento del aterrizaje ... y, casi siempre, antes de llegar a destino. Con
el arte de la traducción en el lamentable estado en que se encuentra
actualmente, las únicas reivindicaciones ventiladas en público son manojos de
angustias y sufrimientos privados que. sin embargo, no se convierten en temas
públicos por el solo hecho de su enunciación pública. En ausencia de puentes
fuertes y permanentes, y con la capacidad de traducir que está fuera de
práctica o totalmente olvidada, los problemas y los agravios privados no llegan
a constituirse, por falta de condensación, en causas colectivas.
En estas circunstancias, ¿qué puede reunirnos?
La sociabilidad, por así llamarla, flota a la deriva, buscando en vano un
terreno sólido donde anclar, un objetivo visible para todos hacia el cual
converger, compañeros con quienes cerrar filas. Existe en el ambiente en
cantidad ..., errante, tentativa, sin centro. Al carecer de vías de
canalización estables, nuestro deseo de asociación tiende a liberarse en
explosiones aisladas ... y de corta vida. como todas las explo- siones. Suele
ofrecérsele salida por medio de carnavales de compasión y caridad: a veces, a
través de estallidos de hostilidad y agresión contra algún recién descubierto
enemigo público (es decir, contra alguien a quien la mayoría del público puede
reconocer como enemigo privado); en otras oportunidades, por medio de un
acontecimiento que provoca en la mayoría el mismo sentimiento intenso que le
permite sincronizar su júbilo, como cuando la selección nacional gana la Copa
del Mundo, o como ocurrió en el caso de la trágica muerte de la princesa Diana.
El problema de todas estas ocasiones es que se agotan rápidamente: una vez que
retornamos a nuestras ocupaciones cotidianas, las cosas vuelven, inalteradas.
al mismo sitio donde estaban. Y cuando la deslumbrante llamarada de solidaridad
se extingue, los solitarios se despiertan tan solos como antes, en tanto el
mundo compartido, tan brillantemente iluminado un momento atrás, parece aun más
oscuro que antes. Y después de la descarga explosiva, queda poca energía para
volver a encender las candilejas. La posibilidad de cambiar este estado de
cosas reside en el agora, un espacio que no es ni público ni privado sino, más
exactamente, público y privado a la vez. El espacio en el que los problemas
privados se reúnen de manera significativa, es decir, no solo para provocar
placeres narcisistas ni en procura de lograr alguna terapia mediante la exhibición
pública, sino para buscar palancas que. colectivamente aplicadas, resulten
suficientemente poderosas como para elevar a los individuos de sus desdichas
individuales; el espacio donde pueden nacer y cobrar forma ideas tales como el
"bien público", la "sociedad justa" o los "va- lores
comunes".
El problema es, sin embargo,
que poco ha quedado hoy de los antiguos espacios privados-públicos, y no hay
tampoco otros nuevos que puedan reemplazarlos. De los antiguos agoras se han
apropiado emprendedores entusiastas y han sido reciclados en parques tiranticos,
mientras poderosas fuerzas conspiran con la apatía política para negar el
permiso de construcción de otros nuevos. El rasgo más conspicuo de la política
contemporánea, le dijo Cornelius Castoriadis a Daniel Mermet en noviembre de
1996, es su insignificancia: "Los políticos son impotentes. [...] Ya no
tienen un programa. Si el único objetivo
es seguir en el poder".
Los cambios de gobierno -o incluso de
"sector político"- no implican una divisoria de aguas, sino, ciii el mejor
de los casos, apenas una burbuja en la superficie de una corriente que fluye
sin detenimiento, monótonamente, con oscura determinación, en su propia
dirección, arrastrada por su propio impulso. Un siglo atrás, la fórmula
política del liberalismo era la ideología desafiante y audaz del "gran
salto hacia adelante". Hoy es tan solo una auto- disculpa de su derrota:
"Este no es el mejor de los mundos posibles, si- no el único que hay.
Además. todas las alternativas son peores, deben ser peores y demostrarán ser
peores si se las lleva a la práctica". El liberalismo de hoy se reduce al
simple credo de "no hay alternativa". Si se desea descubrir el origen
de la creciente apatía política, no es necesario buscar más allá. Esta política
premia y promueve el conformismo. Y conformarse bien podría ser algo que uno
puede hacer solo: entonces, ¿para qué necesitamos la política para
conformarnos? ¿Por qué moles- tarnos si los políticos, de cualquier tendencia,
no pueden prometernos nada, salvo lo mismo? El arte de la política, cuando se
trata de política democrática, se ocupa de desmontar los límites de la libertad
de los ciudadanos, pero también de la autolimitación: hace libres a los
ciudadanos para permitirles establecer, individual y colectivamente, sus
propios límites, individuales y colectivos.
Esta segunda parte de la proposición
es la que se ha perdido. Todos los límites son ilimitados. Cualquier intento de
autolimitación es considerado el primer paso de un camino que conduce
directamente al gulag, como si no existiera otra opción más que la de la
dictadura del mercado y la del gobierno, como si no hubiera espacio para los
ciudadanos salvo como consumidores. Solo en esa forma son soportados por los
mercados financiero y comercial. Y esa es la forma que promueve y cultiva el
gobierno de turno. El único gran argumento que queda es (citan- do nuevamente a
Castoriadis) la acumulación de basura y más basura. Para esa acumulación no
debe haber límites (es decir, todos los límites son considerados anatema y
ninguno sería tolerado). Pero de esa acumulación debe surgir la autolimitación.
si es que surge de algún lado. No obstante, la aversión a la autolimitación, el
conformismo generalizado y la consecuente insignificancia de la política tienen
un precio. Un precio muy alto, en realidad. El precio se paga con la moneda en
que suele pagarse el precio de la mala politica: el sufrimiento humano. Los
sufrimientos vienen en distintas formas y colores, pero todos pueden rastrearse
al mismo origen. Y estos sufrimientos tienen la cualidad de perpetuarse. Son
los que nacen de la mala práctica política, pero quien también se convierten en
el obstáculo supremo para corregirla.
El problema contemporáneo
más siniestro y penoso puede expresarse más precisamente por medio del término
" Unsicherheit", la palabra alemana que fusiona otras tres en español:
"incertidumbre", "inseguridad" y "desprotección".
Lo curioso es que la naturaleza de este problema es también un poderosísimo
impedimento para instrumentar remedios colectivos: las personas que se sienten
inseguras, las personas preocupa- das por lo que puede deparar el futuro y que
temen por su seguridad, no son verdaderamente libres para enfrentar los riesgos
que exige una acción colectiva. Carecen del valor necesario para intentarlo y
del tiem- po necesario para imaginar alternativas de convivencia; y están demasiado
preocupadas con tareas que no pueden pensar en conjunto, a las que no pueden
dedicar su energía y que solo pueden emprenderse colectivamente. Las
instituciones políticas existentes, creadas para ayudar a las personas en su
lucha contra la inseguridad, les ofrecen poco auxilio. En un mundo que se
globaliza rápidamente, en el que una gran parte del poder político -la parte
más seminal- queda fuera de la política, estas instituciones no pueden hacer
gran cosa en lo referido a brindar certezas o seguridades. Lo que sí pueden
hacer -que es lo que hacen casi siempre- es concentrar esa angustia dispersa y
difusa en uno solo de los ingredientes del Unsicherheit: el de la seguridad, el
único aspecto en el que se puede hacer algo y en el que se puede ver que se
está haciendo algo.
La trampa es, no obstante, que aunque hacer
algo eficaz para remediar o al menos para mitigar la inseguridad requiere una acción
conjunta, casi todas las medidas adoptadas en nombre de la seguridad tienden a
dividir; siembran la suspicacia mutua, separan a la gente, la inducen a suponer
conspiradores y enemigos ante cualquier disenso o argumento, y acaban por
volver más solitarios a los solos. Y lo peor de todo: aunque esas medidas están
muy lejos de dar en el centro de la verdadera fuente de angustia, sin embargo
consumen toda la energía que esa fuente genera, energía que podría emplearse
más eficazmente si se la canalizara en el esfuerzo de devolver el poder al
espacio público gobernado por la politica. Esta es una de las razones que
explica la escasez de demanda de es- pacios privados-públicos, y el hecho de
que los pocos que existen estén vacíos casi todo el tiempo condiciona su
reducción e incluso su desaparición.
Otra razón para que los
espacios públicos tiendan a desaparecer es la flagrante carencia de importancia
de todo lo que ocurre en ellos. Si suponemos por un momento que sucede algo
extraordinario, y los espacios
privados-públicos se llenan de ciudadanos deseosos de debatir sobre sus valores y de discutir las leyes que los
guían ..., ¿dónde encontrarían la agencia* suficientemente poderosa como para
llevar a cabo sus resoluciones? Los poderes más fuertes circulan o fluyen, y
las decisiones más decisivas se toman en un espacio muy distante del agora o
incluso del espacio público políticamente institucionalizado; para las
instituciones políticas de turno, esas decisiones están fuera de su ámbito y
fuera de su control. Y así, el mecanismo, autoimpulsado y autoalimentado, sigue
impulsándose y alimentándose a sí mismo. Las fuentes del Unsicherheit no se
agotarán, ya que el coraje y la resolución de combatirlas no han sido concebidos
inmaculadamente; el verdadero poder siempre permanecerá a una distancia segura
de la política, y la política será impotente para hacer lo que se espera de
ella: exigir a todas y cada una de las formas de asociación humana una
justificación en términos de libertad humana de pensar y actuar, y pedirles que
salgan de escena si se niegan a hacerlo.
Un nudo gordiano, sin duda
alguna; y un nudo demasiado enredado y retorcido para que alguien pueda
desatarlo limpiamente, de modo que solo puede ser cortado. La desregulación y
la privatización de la inseguridad, de la incertidumbre y del riesgo parecen
mantener el nudo apretado y, por lo tanto, parecen ser el lugar adecuado para
cortar, si se quiere desatarlo.
Para ser franco, es más
fácil decirlo que hacerlo. Atacar el origen de la inseguridad es una tarea que
exige temeridad y que requiere, por lo menos, repensar y renegociar algunos de
los presupuestos fundamentales del tipo de sociedad actual, presupuestos mucho
más inconmovibles por ser tácitos, invisibles o inmencionables, situados más
allá de toda discusión o disputa. Como lo expresara Cornelius Castoriadis, el
problema de nuestra civilización es que dejó de interrogarse. Ninguna sociedad
que olvida el arte de plantear preguntas o que permite que ese arte caiga en
desuso puede encontrar respuestas a los problemas que la aquejan, al menos
antes de que sea demasiado tarde y las respuestas, aun las correctas, se hayan
vuelto irrelevantes. Afortunadamente para todos nosotros, c.so es algo que no
debe ocurrir necesariamente: ser conscientes de que podría ocurrir es una de
las maneras de evitarlo. En este punto, la sociología entra en escena; tiene
ante sí un papel responsable y no tendría ningún derecho a disculparse si
rechazara esa responsabilidad.
Toda la argumentación de
este libro se encuadra dentro de la idea de que la libertad individual solo
puede ser producto del trabajo colectivo (solo puede ser conseguida y garantizada
colectivamente). Hoy nos desplazamos hacia la privatización de los medios de
asegurar-garantizar la libertad individual; si esa es la terapia de los males
actuales, está conde- nada a producir enfermedades iatrogénicas más siniestras
y atroces (pobreza masiva, redundancia social y miedo generalizado son algunas
de las más prominentes).
Para hacer aun más compleja la situación y sus
perspectivas de mejoría, pasamos además por un período de privatización de la
utopía y de los modelos del bien (con los modelos de "vida buena" que
emergen y se separan del modelo de sociedad buena). El arte de rearmar los
problemas privados convirtiéndolos en temas públicos está en peligro de caer en
desuso y ser olvidado; los problemas privados tienden a ser definidos de un modo
que torna extraordinariamente difícil "aglomerarlos" para poder
condensarlos en una fuerza política. (…)
(*).- De la Introducción del libro. “En Busca de la política”.-
.-Zygmunt Bauman. Fondo de Cultura Económica de Mejico 2001.
No hay comentarios:
Publicar un comentario