Por Jean Pierre Vernant
La aparición de la polis
constituye, en la historia del pensamiento griego, un acontecimiento decisivo.
Sin duda, tanto en el plano intelectual como en el terreno de las instituciones,
sólo al final llegará a sus últimas consecuencias; la polis conocerá múltiples
etapas y formas variadas. Sin embargo, desde su advenimiento, que se puede
situar entre los siglos VIII y VII, marca un comienzo, una verdadera creación;
por ella, la vida social y las relaciones entre los hombres adquieren una forma
nueva, cuya originalidad sentirán plenamente los griegos.
El sistema de la polis
implica, ante todo, una extraordinaria preeminencia de la palabra sobre todos
los otros instrumentos del poder. Llega a ser la herramienta política por excelencia,
la llave de toda autoridad en el Estado, el medio de mando y de dominación
sobre los demás. Este poder de la palabra -del cual los griegos harán una
divinidad: Peitho, la fuerza de
persuasión- recuerda la eficacia de las expresiones y las fórmulas en ciertos
rituales religiosos o el valor, atribuido a los «dichos» del rey cuando
soberanamente pronuncia la themis;
sin embargo, en realidad se trata de algo enteramente distinto. La palabra no
es ya el término ritual, la fórmula justa, sino el debate contradictorio, la
discusión. Supone un público al cual se dirige como a un juez que decide en
última instancia, levantando la mano entre las dos decisiones que se le
presentan; es esta elección puramente humana lo que mide la fuerza de persuasión
respectiva de los dos discursos, asegurando a uno de los oradores la victoria
sobre su adversario.
Todas las cuestiones de
interés general que, el soberano tenía por función; reglamentar y que definen el
campo dela arkhé, están ahora
sometidas al arte oratorio y deberán zanjarse al término de un debate; es
preciso, pues, que se las pueda formular en discursos, plasmarlas como
demostraciones antitéticas y argumentaciones opuestas. Entre la política y el logos hay, así, una realización
estrecha, una trabazón recíproca. El arte
político es, en lo esencial, un ejercicio del lenguaje; y el logos, en su
origen, adquiere conciencia de sí mismo, de sus reglas, de su eficacia, a través de su
función política: Históricamente, son la retórica y la sofística las que,
mediante el análisis que llevan a cabo de las formas del discurso como
instrumento de victoria en las luchas de la asamblea y del tribunal, abren el
camino a las investigaciones de Aristóteles y definen, al lado de una técnica
de la persuasión, las reglas de la denostación; sientan una lógica de lo
verdadero, propia del saber teórico, frente a la lógica de lo verosímil o de lo
probable, que preside los azarosos debates de la práctica.
Un segundo rasgo de la polis
es el carácter de plena publicidad que se da a las manifestaciones más importantes de la vida
social. Hasta se puede decir que la polis existe únicamente en la medida en que se ha separado un dominio
público, en los dos sentidos, diferentes pero solidarios, del término: un
sector de interés común en contraposición a los asuntos privados; prácticas
abiertas, establecidas a plena luz del día, en contraposición a los
procedimientos secretos. Esta exigencia de publicidad lleva a confiscar
progresivamente en beneficio del grupo y a colocar ante la mirada de todos, el
conjunto de las conductas, delos procedimientos, delos conocimientos, que
constituían originariamente el privilegio exclusivo del basiléus, o de los gene detentadores de la arkhé. Este doble movimiento de democratización y de divulgación
tendrá decisivas consecuencias en el plano intelectual.
La cultura griega se constituye abriendo a un
círculo cada vez mayor -y finalmente al demos en su totalidad- el acceso a un
mundo espiritual reservado en los comienzos a una aristocracia .de carácter
guerrero y sacerdotal (la epopeya homérica es un primer ejemplo de este
proceso: una poesía cortesana, que se canta antes que nada en las salas de los
palacios, después sale de ellos, se amplía y se transforma en poesía de
festival).
Pero esta ampliación implica
una transformación profunda .Al convertirse en elementos de una cultura común, los,
conocimientos, los valores, las técnicas mentales, son llevadas a la plaza
‘pública y sometidos a crítica y controversia. No se los conserva ya, como
garantías de poder, en el secreto de las tradiciones familiares; su publicación
dará lugar a exégesis, a interpretaciones diversas, a contraposiciones, a
debates apasionados. En adelante, la discusión, la argumentación, la polémica, pasan
a ser las reglas[E1] del
juego intelectual, así como del juego político. La supervisión constante de ]a
comunidad se ejerce sobre las creaciones del espíritu lo mismo que sobre las magistraturas del Estado. La ley de la polis,
en contraposición al poder absoluto del monarca, exige que las unas y las otras
sean igualmente sometidas a «rendiciones de cuentas», éudyna. No se imponen ya por la fuerza de un prestigio personal o
religioso; tienen que demostrar su rectitud mediante procedimientos de orden
dialéctico. La palabra constituía, dentro del cuadro de la ciudad, el
instrumento de la vida política; la escritura suministrará, en el plano
propiamente intelectual en medio de una
cultura común y permitirá una divulgación completa de los conocimientos
anteriormente reservados o prohibidos. Tomada de los fenicios y modificada para
una transcripción más precisa de los fonemas griegos, la escritura podrá
cumplir con esta función de publicidad porque ha llegado a ser, casi con el
mismo derecho que la lengua hablada, el bien común de todos los ciudadanos. Las
inscripciones más antiguas en alfabeto griego que conocemos muestran que, desde
el siglo VIll, no se trata ya de un saber especializado, reservado a unos escribas,
sino una técnica de amplio uso, libremente difundida en el Público
Junto a la recitación
memorizada de textos de Hornero o de Hesíodo -que continúa siendo tradicional-,
la escritura constituirá el elemento fundamental de la paideia griega. Se comprende así el alcance de una reivindicación
que surgió desde el nacimiento de la ciudad: la redacción de las leyes. Al
escribirlas no se hace más que asegurarles permanencia y fijeza; se las sustrae
a la autoridad privada delos basiléis, cuya función era la de «decir» el
derecho; se transforman en bien común, en regla general, susceptible de ser
aplicada por igual a todos.
En el mundo de Hesíodo, anterior al régimen de
la Ciudad, la diké actuaba todavía en
dos planos, como dividida entre el cielo y la tierra: para el pequeño
cultivador beocio, la diké es, aquí
abajo, una decisión de hecho que depende del arbitrio de los reyes,
«devoradores de dones»; 'en el cielo es una divinidad soberana pero remota e
inaccesible. Por el contrario, en virtud de la publicidad que le confiere la
escritura, la diké, sin dejar de
aparecer como un valor ideal, podrá encarnarse en un plano propiamente humano,
realizándose en la ley, regla común a todos pero superior a todos, norma
racional, sometida a discusión y modificable por decreto pero que expresa un
orden concebido como sagrado. Cuando los individuos, a su vez, deciden hacer
público su saber mediante la escritura, sea en forma de libro, como los que
Anaximandro y Ferécides serían los primeros en haber escrito o como el que Herác1ito
depositó en el templo de Artemisa en Éfeso, sea en forma de parápegma, inscripción monumental en piedra, análoga a las que la
ciudad hacía grabar en nombre de sus magistrados o de sus sacerdotes (los
ciudadanos particulares inscribían en ellas observaciones astronómicas o tablas
cronológicas), su ambición no es la de dar a conocer a otros un descubrimiento
o una opinión personales; quieren, al depositar su mensaje es lo meson, hacer de él el bien común de la
ciudad, una norma susceptible, como la ley, de imponerse a todos. Una vez
divulgada, su sabiduría adquiere una consistencia y una objetividad nuevas: se
constituye a sí misma como verdad.
No se trata ya de un secreto
religioso, reservado a unos cuantos elegidos, favorecidos por una gracia divina.
Cierto es que la verdad del sabio, como el secreto religioso, es revelación de
lo esencial, descubrimiento de una realidad superior que sobrepasa en mucho al
común de los hombres; pero al confiarla a la escritura, sela arranca del
círculo cerrado de las sectas, exponiéndola a plena luz ante las miradas de la
ciudad entera; esto significa reconocer que ella es, de derecho, accesible a
todos, admitir que se la someta, como en el debate político, al juicio de
todos, con la esperanza de que en definitiva será aceptada y reconocida por
todos. Esta transformación de un saber secreto de tipo esotérico en un cuerpo
de verdades divulgadas públicamente, tiene su paralelo en otro sector de la
vida social. Los antiguos sacerdocios pertenecían en propiedad a ciertos gené y señalaban su familiarización
especial con una potencia divina; cuando se constituye lapo/is, ésta los
confisca en su provecho y hace de ellas los cultos oficiales de la ciudad. La
protección que la divinidad reservaba antiguamente a sus favoritos va a
ejercerse, en adelante, en beneficio de la comunidad entera. Pero quien dice
culto de ciudad dice culto público. Todos los antiguos sacra, signos de
investidura, símbolos religiosos, blasones,
xóana de madera, celosamente conservados como talismanes de poder en el
secreto de los palacios o en el fondo de las casas sacerdotales, emigrarán
hacia el templo, residencia abierta, residencia pública.
En este espacio impersonal, vuelto hacia
afuera, y que proyecta ahora hacia el exterior el decorado de sus frisos
esculpidos, los antiguos ídolos se transforman a su vez: pierden, junto con su
carácter secreto, su virtud de símbolos eficaces; se convierten en «imágenes»,
sin otra función ritual que la de ser vistos, sin otra realidad religiosa que
su apariencia. De la gran estatua cultural alojada en el templo para manifestar
en él al dios, se podría decir que todo su «esse»
consiste desde este momento en un «percipi».
Los sacra, cargados antiguamente de una fuerza peligrosa y sustraídos a la
mirada del público, se convierten bajo la mirada de la ciudad en un
espectáculo, en una «enseñanza sobre los dioses», como bajo la mirada de la
ciudad los relatos secretos, las fórmulas ocultas, se despojan de su misterio y
de su poder religioso, para convertirse en las «verdades» que debatirán los
Sabios. Sin embargo, no es sin dificultad ni sin resistencia que ]a vida social
se ha entregado así a una publicidad completa.
El proceso de divulgación se realiza por
etapas; en todos los terrenos encuentra obstáculos que limitan sus progresos.
Incluso en el plano político, ciertas prácticas de gobierno secreto conservan
en pleno período clásico una forma de poder que opera por vías misteriosas y
medios sobrenaturales. El régimen de Esparta ofrece los mejores ejemplos de
tales procedimientos secretos. Pero la utilización, como técnicas de gobierno,
de santuarios secretos, de oráculos privados, exclusivamente reservados a
ciertos magistrados o de co]ecciones adivinatorias no divulgadas que se
apropian ciertos dirigentes, está también testimoniada en otras partes. Además,
muchas ciudades cifran su salvación en la posesión de reliquias secretas:
osamentas de héroes, cuya tumba, ignorada del público, no debe ser conocida,
bajo pena de arruinar al Estado, más que por los únicos magistrados calificados
para recibir, a tomar posesión del cargo, tan peligrosa revelación. El valor
político atribuido a dichos talismanes secretos no es una simple supervivencia
de] pasado. Responde a necesidades sociales definidas. ¿La salvación de la
ciudad no pone necesariamente en juego fuerzas que escapan al cálculo de la
razón humana, elementos que no es posible apreciar en un debate ni prever al
término de una deliberación? Esa intervención de un poder sobrenatural cuyo
papel es finalmente decisivo -la providencia de Heródoto, la tykhe de Tucídides-, debe tomarse muy
en cuenta, reconociendo su parte en ]a economía de los factores políticos.
Ahora bien, el culto público de las divinidades olímpicas no puede responder
más que en parte a esa función. Se refiere a un mundo divino demasiado general
y también demasiado lejano; define un orden de lo sagrado que se opone
precisamente, como lo hierós a lo hosios, al dominio profano en que se
sitúa la administración de la ciudad. La laicización de todo un plano de la
vida política tiene como contrapartida una religión oficial que ha establecido
sus distancias en relación con los asuntos humanos y que ya no está tan
directamente comprometida en las vicisitudes de la arkhé. Sin embargo, cualesquiera que sean la lucidez de los jefes
políticos y la sabiduría de los ciudadanos, las decisiones de la asamblea se
refieren a un futuro que continúa siendo fundamentalmente opaco y que la inteligencia
no puede captar completamente. Por lo tanto, es esencial poder dominarlo en la
medida de lo posible, con otros recursos que pongan en juego no ya medios
humanos, sino la eficacia del rito.
El «racionalismo» político
que preside las instituciones de la ciudad se opone, sin duda, a los antiguos
procedimientos religiosos de gobierno, pero sin excluirlos, no obstante,
radicalmente.4 Por lo demás, en el terreno de la religión se desarrollan, al
margen de la ciudad y paralelamente al culto público, asociaciones basadas en
el secreto. Las sectas, cofradías y misterios son grupos cerrados, jerarquizado
s, que implican escalas y grados. Organizados sobre el modelo de las sociedades
de iniciación, su función es la de seleccionar, a través de una serie de pruebas,
una minoría de elegidos que gozarán de privilegios inaccesibles al común. Pero,
contrariamente a las iniciaciones antiguas a que se sometía a los jóvenes
guerreros, a los kouroi, y que les
conferían una habilitación para el poder, las nuevas agrupaciones secretas
estarán en adelante confinadas a un terreno puramente religioso. Dentro del
cuadro de la ciudad, la iniciación no puede aportar más que una transformación
«espiritual», sin incidencia en lo político. Los elegidos, los epoptés, son puros, santos; emparentados
con lo divino, están ciertamente consagrados a un destino excepcional, pero que
ellos conocerán en el más allá. La promoción de que han sido objeto pertenece a
otro mundo. A todos cuantos deseen conocer la iniciación, el misterio les ofrece,
sin restricción de nacimiento ni de categoría, la promesa de una inmortalidad
bienaventurada que en su origen era privilegio exclusivamente real; divulga, en
el círculo más amplio de los iniciados, los secretos religiosos que
antiguamente pertenecían como propiedad a familias sacerdotales, como los Kérykes o los eumólpides.
Pero, a pesar de esta
democratización de un privilegio religioso, el misterio en ningún momento se coloca
en una perspectiva de publicidad. Por el contrario, lo que lo define como misterio
es la pretensión de alcanzar una verdad inasequible por las vías normales y que
no podría en modo alguno ser «expuesta», obtener una revelación tan excepcional
que abre el acceso a una vida religiosa desconocida en el culto del Estado y
que reserva a los iniciados una suerte sin paralelo posible con la condición
ordinaria del ciudadano. El secreto adquiere de este modo, en contraste
con>la publicidad del culto oficial, una significación religiosa particular:
define una religión de salvación personal que aspira a transformar al individuo
con independencia del orden social, a realizar en él una especie de nuevo
nacimiento que lo arranque del nivel común y lo haga llegar a un plano de vida
diferente.
Pero en este terreno, las
investigaciones delos primeros Sabios iban a continuar las preocupaciones de
las sectas hasta el punto de confundirse a vecescon ellas. Las enseñanzas de la
Sabiduría, como las revelaciones de los misterios, pretenden transformar el
hombre desde dentro, elevarlo a una condición superior, hacer de él un ser
único, casi un dios, un theios anér.
Si la ciudad se dirige' al Sabio cuando se siente presa del desorden y la
impureza, si le pide la solución para sus males, es precisamente porque él se
le presenta como un ser aparte, excepcional como un hombre divino a quien todo
su género de vida aísla y sitúa al margen de la comunidad. Recíprocamente,
cuando el sabio se dirige a la ciudad, de palabra o por escrito, es siempre
para transmitirle una verdad que viene de lo alto y que, aun divulgada, no deja
de pertenecer a otro mundo, ajeno a la vida ordinaria. La primera sabiduría se
constituye así en una suerte de contradicción, en la cual se expresa su
naturaleza paradójica: entrega al público un saber que ella proclama al mismo
tiempo inaccesible a la mayoría. ¿No tiene por objeto revelar lo invisible,
hacer ver ese mundo de los ádela que
se oculta tras las apariencias? La sabiduría revela una verdad tan prestigiosa
que debe pagarse al precio de duros esfuerzos y que continúa estando, como la
visión de los epoptés, oculta a las
miradas del vulgo; aunque expresa el secreto y lo formula con palabras, el
común de las gentes no puede captar su sentido. Lleva el misterio a la plaza
pública; lo hace objeto de un examen, de un estudio, pero sin que deje de ser,
sin embargo, un misterio. Los ritos de iniciación tradicionales que protegían
el acceso a revelaciones prohibidas, la sophia
y la philosophía, los reemplazan por otras pruebas: una regla de vida un
camino de ascesis, una senda de investigación que, junto a las técnicas de
discusión y argumentación o de nuevos instrumentos mentales como las
matemáticas, siguen manteniendo las antiguas prácticas adivinatorias, los
ejercicios espirituales de concentración, de éxtasis, de separación del alma y
del cuerpo. La filosofía se encuentra, al nacer, en una posición ambigua: por
su marcha y por su inspiración está emparentada a la vez con las iniciación : llesde
los misterios y las controversias del ágora; flota entre el espíritu de
secreto, propio de las sectas y la publicidad del debate contradictorio que
caracteriza a la actividad política.
Según los medios, los
momentos, las tendencias, se la ve, como a la secta pitagórica en la Magna
Grecia en el siglo VI, organizarse en cofradía cerrada y rehusarse a entregar a
la escritura una doctrina puramente esotérica. Así podrá, como lo hará el movimiento
de los sofistas, integrarse plenamente en la vida pública, presentarse como una
preparación para el ejercicio del poder en la ciudad y ofrecerse libremente a
cada ciudadano por medio de lecciones pagadas en dinero. Acaso la filosofía
griega no pudo desprenderse nunca del todo de esta ambiguedad que marca su
origen. El filósofo oscilará siempre entre dos actitudes, titubeará entre dos
tentaciones contrarias. Unas veces afirmará que es el único calificado para
dirigir el Estado y,tomando orgullosamente el puesto del rey divino,
pretenderá, en nombre de ese «saber» que lo eleva por encima de los hombres,
reformar toda la vida social yordenar soberanamente la ciudad. Otras veces se
retirará del mundo para replegarse en una sabiduría puramente privada;
agrupando en derredor de sí a unos cuantos discípulos, querrá instaurar con
ellos, en la ciudad, otra ciudad al margen de la primera y, renunciando a la
vida pública, buscará su salvación en el conocimiento y en la contemplación.
A los dos aspectos que
acabamos de señalar -prestigio de la palabra, desarrollo de las prácticas
públicas-, se agrega otro rasgo para caracterizar el universo espiritual de la polis.
Los que componen la ciudad,
por diferentes que sean en razón de su origen, de su categoría, de su función,
aparecen en cierto modo «similares» los unos a los otros. Esta similitud funda
la unidad de la polis, ya que para los griegos sólo los semejantes pueden
encontrarse mutuamente unidos por la Philía,
asociados en una misma comunidad. El vínculo del hombre con el hombre adoptará
así, dentro del esquema de la ciudad, la forma de una relación recíproca,
reversible, que reemplazará a las relaciones jerárquicas de sumisión y
dominación. Todos cuantos participen en el Estado serán definidos como homoioi, semejantes, y, más adelante en
forma más abstracta, como Isoi,
iguales.
A pesar de todo cuanto los
contrapone en lo concreto de la vida social, se concibe a los ciudadanos, en el
plano político, como unidades intercambiables dentro de un sistema cuyo
equilibrio es la ley y cuya norma es la igualdad. Esta imagen del mundo humano
en:ontrará en el siglo VI su expresión rigurosa en un concepto, el de isonomía: igual participación de todos
los ciudadanos en el ejercicio del poder. Pero antes de adquirir ese valor
plenamente democrático y de inspirar en el plano institucional. reformas como las de Clístenes, el ideal de isonomía pudo traducir o prolongar
aspiraciones comunitarias que remontan mucho más alto, hasta los orígenes
mismos de la polis. Varios testimonios
muestran que los términos de isonomía
y de isocratía han servido para
definir, dentro de los círculos aristocráticos, en contraposición al poder
absoluto de uno solo (la monarkhía o
la tyrannís), un régimen oligárquico
en que la arkhé se reservaba para un pequeño número con exclusión de la masa,
pero era igualmente compartida por todos los miembros de ese selecta minoría.
Si la
exigencia de isonoía pudo adquirir a
fines del siglo VI una fuerza tan grande, si pudo justificar la reivindicación
popular de un libre acceso del démos a
todas las magistraturas, fue sin duda porque hundía sus raíces en una tradición
igualitaria antiquísima, porque respondía, incluso, a ciertas actitudes psicológicas
de la aristocracia de los hippéis. En
efecto, fue aquella nobleza militar la que estableció por primera vez, entre la
calificación guerrera y el derecho a participar en los asuntos públicos, una
equivalencia que no se discutirá ya. En la polis el estado de soldado coincide
con el de ciudadano: quien tiene su puesto en la formación militar de la
ciudad, lo tiene asimismo ensu organización política. Ahora bien, desde
mediados del siglo VII las modificaciones del armamento y una revolución de la
técnica del combate transforman el personaje del guerrero, cambian su puesto en
el orden social y su esquema psicológico.
La aparición del hoplita,
pesadamente armado, que combatiendo en fila, en formación cerrada, siguiendo el
principio de la falange, asesta un golpe decisivo a las prerrogativas militares
de los hippéis. Todos cuantos pueden
costearse su equipo de hoplitas -es decir, los pequeños propietarios libres que
forman el demos, como son de Atenas los Zeugites-,
están situados en el mismo plano que los poseedores de caballos. Sin embargo,
la democratización de la función militar -antiguo privilegio aristocrático-
implica una renovación completa de la ética del guerrero. El héroe homérico, el
.buen conductor de carros, podía sobrevivir aun en la persona del hippéus; ya no tiene mucho de común con
el hoplita, este soldado-ciudadano. Lo que contaba para el primero era la
proeza individual, la hazaña realizada en combate singular. En la batalla;
mosaico de individuales en que se
enfrent~9an los prómakhoi, el valor
militar se afirmaba en forma de una aristeia,
de una superioridad enteramente personal. La audacia que permitía al guerrero
realizar aquellas acciones brillantes, la encontraba en una suerte de
exaltación, de furor, bélico, la Iyssa,
a que lo arrojaba, poniéndolo fuera de sí, el menos, el ardor inspirado por un
dios. Pero el hoplita no conoce ya
el combate singular; tiene que rechazar, si se le ofrece,,la tentación de una
proeza puramente individual. Es el hombre de la batalla codo a codo, de la
lucha hombro a hombro. Se lo ha adiestrado para guardar)a fila, para marchar en
orden, para lanzarse a,un mismo paso con los demás contra el enemigo, para
cuidar, en lo más enconado del combate, de no abandonar su puesto. La virtud
guerrera no es ya fruto, de la orden del thymós;
es resultado de la sophrosyne: un
dominio completo de sí, una constante vigilancia para someterse a una
disciplina común, la sangre fría necesaria para refrenar los impulsos
instintivos que amenazan con perturbar el orden general de la formación. La
falange hace del hoplita, como la ciudad del ciudadano, una unidad
intercambiable, un elemento similar a todos los otros y cuya aristeia, cuyo valor individual, no debe
manifestarse ya nunca sino dentro del orden impuesto por la maniobra de
conjunto, la cohesión de grupo, el efecto de masa, nuevos instrumentos de la
victoria. Hasta en la guerra, la Eris,
el deseo de triunfar sobre el adversario, de afirmar la superioridad sobre los
demás, tiene que someterse a la Philía,
al espíritu de comunidad; el poder de los individuos tiene que doblegarse ante
la ley del grupo. Heródoto, al mencionar, después de cada relato de batalla,
los nombres de las ciudades y los individuos que se mostraron más valientes en
Platea, da la palma, entre los espartanos, a Aristódamo: el hombre que formaba
parte de los trescientos lacedemonios 'que habían defendido las Termópilas;
sólo él había regresado sano y salvo; ansioso de lavar el oprobio que los
espartanos atribuían a aquella supervivencia, buscó y encontró la muerte en
Platea; realizando admirables hazañas. Pero no fue él a quien los espartanos
otorgaron, con el premio al valor, los honores fúnebres tributados a los
mejores; le negaron la aristeia
porque, combatiendo furiosamente, como un enajenado por la Iyssa, había abandonado su puesto. Este relato ilustra en forma
sorprendente una actitud psicológica que no se manifiesta sólo en el dominio de
la guerra, sino que, en todos los planos de la vida social, acusa un viraje
decisivo en la historia de la polis.
Llega un momento en que la ciudad rechaza las
conductas tradicionales dela aristocracia tendentes a exaltar: el prestigio, a
reforzar el poder de los individuos y de los gene, a elevarlos por encima del
común. Al igual que el furor guerrero y la búsqueda en el combate de una gloria
puramente privada, se condenan también como desorbitancias, como hybris, de la riqueza, el lujo en el vestir,
la suntuosidad en los funerales, las manifestaciones excesivas de dolor en caso
de duelo y el comportamiento muy llamativo de las mujeres, o el demasiado
seguro de sí, demasiado audaz, de la juventud noble. Todas estas prácticas son
en adelante rechazadas porque acusan las desigualdades sociales y el
sentimiento de distancia entre los individuos, provocan la envidia, crean
disonancias en el grupo, ponen en peligro su equilibrio, su unidad, y dividen
la ciudad contra sí misma. Lo que ahora se encomia es un ideal austero de
reserva y contención, un estilo de vida severo, casi ascético, que esfuma entre
los ciudadanos las diferencias de costumbres y condición a fin de aproximarlos
los unos a los otros y unirlos como a miembros de una sola familia.
Fuente. : CAPÍTULO
IV del libro. . “ Los orígenes del pensamiento griego”.-Jean Pierre Vernant.
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