Por Atilio
A. Boron (*)
América
Latina viene protagonizando, desde finales del siglo pasado, una tremenda
batalla por construir una democracia digna de ese nombre. Esto quiere decir,
algo que vaya más allá de la sola alusión a la mecánica electoral y que se
sintetiza en la tentativa de fundar sociedades más justas en este, el
continente más desigual e injusto del planeta. En otras palabras, completar el
tránsito entre una democracia eleccionaria a otra de carácter sustantiva y
fundamental.
En
nuestro Aristóteles en Macondo vimos que la experiencia enseña que en la medida
en que las democracias admitan resignadamente la injusticia, la desigualdad y
la opresión inherentes al sistema capitalista sus gobernantes no tropezarán con
obstáculo alguno que trabe su funcionamiento. Claro, la pregunta es si a un
tipo de régimen como ese le cabe el nombre de democracia y la respuesta es un
rotundo no. Pero si, conmovidos por los sufrimientos y las desdichas de sus
pueblos, esos gobernantes se propusieran
poner fin a aquellos flagelos, o hacer real la soberanía popular, allí
comenzarían los problemas. Y tal como lo comprueba la historia, en tales casos
la respuesta de las clases dominantes es brutal. Insistíamos en el libro arriba
mencionado en una tesis que hemos desarrollado y comprobado una y otra vez: que
capitalismo y democracia son incompatibles, que son como el agua y el aceite.
Que las premisas fundamentales de uno y otra son antagónicas, y que la
reconciliación entre ambos –durante la fase keynesiana de posguerra, clausurada
con la contrarrevolución neoliberal de los ochentas- fue más aparente que real,
y siempre parcial y transitoria.[1]
En
nuestros días se está escribiendo un nuevo capítulo de esa triste historia en
Grecia.. Allí la coalición gobernante, Syriza, cometió un “error” imperdonable:
honrar el proyecto democrático y consultar al pueblo ante una decisión crucial
como el infame ajuste que le proponía la Troika. En una jornada memorable aquel
rechazó el ajuste con casi las dos terceras parte del voto. Ante ello Angela
Merkel y sus mandantes respondieron con inusitada ferocidad: llamaron a Alexis
Tsipras al orden, le obligaron a votar en el parlamento griego un ajuste aún
peor y, ante la sorpresa general, la coalición gobernante convalidó este atropello
al mandato popular y a la degradación de Grecia, convertida luego del zarpazo
de la Troika en un enclave neocolonial
de la banca europea y, sobre todo, alemana. Sorpresa, decíamos, porque luego de
la notable lección de sensatez del electorado griego al rechazar el primer
ajuste Tsipras debería haber encabezado el rechazo al segundo y, en caso de no
poder hacerlo por las presiones recibidas desde Bruselas, denunciarlas ante su
pueblo y organizar la rebelión ante las exacciones exigidas por la Troika.
Reformismo
y contrarrevolución
En
América Latina y el Caribe (ALC) conocemos desde hace mucho tiempo esa brutal y
despótica actitud de las clases dominantes y la ferocidad con que se reprime la
desobediencia de sus víctimas. El listado sería interminable: recordemos nomás
algunos casos paradigmáticos como los de Jacobo Arbenz, en Guatemala; Juan
Bosch en República Dominicana; Salvador Allende en Chile; Joao Goulart en
Brasil; Omar Torrijos en Panamá; Jaime Roldós en Ecuador y Juan J. Torres en
Bolivia. Salvo Bosch y Arbenz ninguno de ellos murió de “muerte natural”,
seguramente que de pura casualidad nomás. Y la lista es incompleta: agreguemos
a René Schneider y Carlos Prats, militares constitucionalistas chilenos, y
también a Pablo Neruda y tantos más que no viene al caso rememorar en esta
ocasión pero que atestiguan lo peligroso que puede ser en esta parte del mundo
intentar construir una sociedad mejor.
Más
recientemente, la reacción ante la oleada democratizadora puesta en movimiento
con la elección de Hugo Chávez Frías en 1998 no se hizo esperar, procurando
arrancar la maleza de raíz y evitar su propagación. La reacción ante el nuevo
clima político instalado en la región se tradujo en el golpe de estado en
Venezuela, en Abril 2002, derrotado por la formidable respuesta de la población
que evitó el magnicidio y restituyó a Chávez Frías en el poder. Luego de eso,
el paro petrolero que tanto daño hiciera a la economía venezolana. Derrotada
también esta intentona, en 2008 la
coalición oligárquico-imperialista vuelve a las andadas en Bolivia: tentativa
de golpe y secesión, frustrada por la decisión de Evo y la rápida reacción de
la UNASUR. En 2009 derrocan a Mel Zelaya en Honduras, país que es uno de los
pilares fundamentales de la estrategia antisubversiva de Estados Unidos en la
región. El bloque reaccionario sufre una
derrota en Septiembre del 2010 cuando trata de deponer a Rafael Correa en
Ecuador. Pero no bajan los brazos: se repliegan, toman aliento y vuelven a la carga
en el 2012, liquidando al gobierno de Fernando Lugo en Paraguay, otro pilar de
la estrategia norteamericana en la región por su presencia en la gran base
militar de Mariscal Estigarribia.[2] Es que con “gobiernos amigos” en Honduras,
Colombia y Paraguay se garantiza el éxito de la operación “Frog leap” (salto de
rana) del Comando Sur, concebida para concretar el rápido despliegue de sus
tropas hasta los confines septentrionales
de la Patagonia en veinticuatro horas, en caso de que las circunstancias
así lo exijan. Si no hubiera gobiernos de
ese tipo, serviciales y serviles, siempre dispuestos a colaborar con
Washington, la logística de la operación restauradora del orden imperial sería
mucho más complicada, y de inciertos resultados.
Esta
vocación por rediseñar el tablero sociopolítico latinoamericano no debería
causar sorpresa alguna. si se tiene en
cuenta que los lineamientos generales de la política de EEUU hacia ALC han
permanecido invariables desde 1823, cuando fueran establecidos por la Doctrina
Monroe: mantener la desunión a las repúblicas al Sur del Río Bravo; fomentar
sus discordias y sabotear cualquier tentativa de unión o integración,
directivas puntualmente seguidas desde el Congreso Anfictiónico convocado por
Simón Bolívar en 1826 hasta nuestros días. Fiel a estas premisas, ante los
riesgos que entraña la institucionalización de la UNASUR y la CELAC el imperio respondió con su más
reciente táctica divisionista: la Alianza del Pacífico. Esta no es otra cosa
que una estratagema del imperio que le da el curioso nombre de “alianza” a un
conjunto de países que casi no tienen vínculos comerciales entre sí y que,
aparte de servir como caballos de Troya a los efectos de debilitar la UNASUR y
la CELAC tiene como mal disimulado propósito neutralizar la presencia de China
en el área. Nada nuevo: ya el Libertador había advertido sobre estas maniobras
en su célebre Carta de Jamaica de 1815, hace exactamente doscientos años.
Por
lo tanto, gobiernos que se tomaron –o se toman- en serio al proyecto
democrático se convierten automáticamente en mortales enemigos de los poderes
establecidos. En la cosmovisión burguesa del mundo y la política –que prevalece
en el mundo de las ciencias sociales- la democracia nada tiene que ver con la
justicia social. Es apenas el rostro hipócritamente amable de la dominación, y
será tolerada siempre y cuando no ponga en riesgo a esta última. Si con sus
“excesos”, su “demagogia” o sus desvaríos “populistas” algunos gobernantes
amenazan con poner fin a la dominación clasista y a la injusticia, su suerte
estará echada y todas las fuerzas del imperio y sus aliados locales se pondrán
en marcha para destruirlos. Si no los pueden derrocar por la vía rápida del
clásico golpe militar se los somete a intensas presiones desestabilizadoras
hasta que, eventualmente, se produce su derrumbe. Para esto se sirven de las
recomendaciones del manual de Eugene Sharp sobre la “no violencia estratégica”,
que en realidad es un compendio sobre la utilización racional, fría y calculada
de la violencia tal y como fuera aplicada sobre todo por la CIA en sus hazañas
“liberadoras” en Guatemala, Irán e Indonesia. La historia reciente de países
como Honduras, Paraguay y Venezuela ilustra con elocuencia que clase de “no
violencia” es la que se emplea cuando se sigue esta metodología, y cuán
“blando” puede ser el golpe de estado en curso.[3] Desestabilización aplicada,
en diferentes grados y apelando a distintas tácticas, contra los gobiernos
progresistas de la región, no importa si se trata de sus variantes “moderadas”
(como en Argentina, Brasil y Uruguay); o uno “muy moderado”, o “inmoderadamente
moderado”, como en Chile; o de gobiernos como los bolivarianos (Venezuela,
Bolivia y Ecuador, por estricto orden de aparición) cuyo horizonte de cambio
provoca, a diferencia de los casos anteriores, la virulenta animosidad de las
clases dominantes.
Condiciones
de la democratización
La
realización del proyecto democrático exige la presencia de una serie de
factores que faciliten su pleno desenvolvimiento: a) la organización del campo
popular a los efectos de constituir el nuevo “bloque histórico”
contrahegemónico del que hablaba Antonio Gramsci porque sin él, sin la
organización, la mayoría social conformada por los pobres, los explotados, los
excluidos carecerá de efectos políticos y mal podría alterar la correlación de
fuerzas en su favor; b) la concientización, porque una mayoría social, aún
organizada, puede convertirse en fácil presa de la minoría dominante que ha
ejercido su dominio desde siempre. Un movimiento obrero altamente organizado
pero sin conciencia de clase lejos de ser una amenaza es una bendición para la
hegemonía burguesa, como lo prueban hasta el hartazgo la historia del
sindicalismo peronista en la Argentina, la CTM dominada por el PRI en México y
la AFL-CIO en Estados Unidos. ¿Basta con estas dos condiciones para darle
impulso a una democratización fundamental, no de forma? No. Se requiere,
además, y este es el tercer factor, contar con un sistema de medios de
comunicación que torne posible la circulación de las ideas “subversivas” de un
orden social que debe ser subvertido porque condena a la humanidad y a la Madre
Tierra a su extinción.
Por
eso la creación de Telesur significó un valioso aporte en el proceso de avance
y consolidación democrática en los países de ALC. Y es también por eso que Telesur
es perseguido y/o silenciado en los países gobernados por la derecha, que no
quieren que los contenidos de esa señal informativa hagan mella en el blindaje
ideológico con el que protegen a sus poblaciones. No se puede ver a Telesur en Colombia, en Chile,
en Brasil, en tantos otros países, excepto a través de la Internet. Y esto no
es casual ni debido a problemas técnicos sino pura y exclusivamente por una
opción política interesada en impedir –o en todo caso dificultar- el debate de
ideas y alimentar todas las variantes del pensamiento conservador, manteniendo
a esos países en la ignorancia de lo que ocurre en los vecinos, promoviendo el
chauvinismo y la xenofobia que nos divide, fomentando el consumismo y la
despolitización, la imitación del “modo americano de vida”, satanizando a los
líderes y procesos políticos emancipatorios y exaltando al capitalismo como el
único sistema posible y racional para organizar la vida económica de las
naciones. De ahí la centralidad de luchar en el plano de las ideas apelando a
los instrumentos propios de nuestra época, desde la televisión hasta las redes
sociales. Esta necesidad había sido precozmente detectada entre nosotros por
Simón Bolívar cuando concebía a la “opinión pública como la primera de todas
las fuerzas políticas”, razón por la cual le solicitó a Fernando Peñalver, uno
de sus colaboradores, que le mande “de un modo u otro una imprenta que es tan
útil como los pertrechos.” José Martí
compartía esta visión al decir que “trincheras de ideas valen más que trincheras
de piedras”. Fidel, digno heredero del Apóstol, convocó hace más de veinte años
a librar la “batalla de ideas”, al comprobar que el fracaso económico y
político del neoliberalismo no se traducía en la conformación de un nuevo
sentido común posneoliberal.
Desgraciadamente,
la izquierda demoró mucho en tomar nota de todo esto. Pero el imperio, por el
contrario, siempre tuvo un oído muy perceptivo a la necesidad de controlar la
conciencia de sus súbditos y vasallos, tanto dentro como fuera de Estados Unidos.
No de otra manera se puede comprender la importancia asignada a los estudios de
opinión pública y comportamiento de los consumidores por la sociología
norteamericana desde los años treinta en adelante. Estudios orientados a fines
prácticos muy concretos: modelar la conciencia, los deseos y los valores de la
población, en una escalada interminable que comenzó con investigaciones
motivacionales para dilucidar los mecanismos psicosociales puestos en marcha en
las estrategias de los consumidores en la sociedad de masas hasta llegar hoy a
los “focus groups” para saber qué quiere escuchar el electorado y quién quiere
que se lo diga y como y, de ese modo, garantizar que los personajes “correctos”
y aceptables triunfen en las elecciones, fabricando candidatos con el perfil
exacto de lo que quiere la amorfa mayoría.
Noam
Chomsky y sus asociados examinaron este asunto en gran detalle y a su obra me
remito. Pero no pensemos que este esfuerzo es cosa del pasado. Como lo revelara
hace un tiempo Gilberto López y Rivas en México, hay un multimillonario
proyecto de investigación, llamado Minerva, por el cual el Pentágono encomendó
a partir del 2008 el estudio de la dinámica de los movimientos sociales en el
mundo con el objeto de neutralizar el
contenido potencialmente revolucionario de organizaciones populares calificadas
sin más como “terroristas”. Esto es la actualización del famoso proyecto
Camelot que culminara con un escándalo a mediados de la década de los sesentas
del siglo pasado y que tenía las mismas intenciones, precipitadas luego del
triunfo de la Revolución Cubana.[4]
Estos
estudios fueron muy importantes para elaborar ciertos aspectos de la doctrina
estadounidense en materia de política exterior. Desde finales de la Segunda
Guerra Mundial Washington identificó a dos actores clave para garantizar la
estabilidad del nuevo orden imperial en la periferia: los pensadores
-académicos, intelectuales y, más generalmente, los comunicadores sociales- y,
por otro lado, los militares, imprescindible reserva última en caso de que la
labor de los primeros no produjese los frutos deseados. Todos los grandes
programas de becas para estudiar en universidades norteamericanas así como los
numerosos programas de intercambio cultural con jóvenes intelectuales y
artistas, periodistas y comunicadores en general tienen esa misma fuente de
inspiración. Lo mismo cabe decir de los voluminosos programas de “ayuda
militar” que Washington administra a escala mundial, porque junto al suministro
de armas y el entrenamiento militar viene la identificación de los enemigos
internos. En ambos casos el papel de las ideas mal podría ser subestimado.
Sobre
el papel de los medios de comunicación
En
esta “batalla de ideas”, emprendida por el imperio antes que por la izquierda,
el papel de los medios de comunicación es de excepcional importancia, sobre
todo en las sociedades de masas.[5] Es
por eso que en una audiencia ante la Comisión de Relaciones Exteriores del
Senado de Estados Unidos un miembro informante del Pentágono decía que “en el
mundo de hoy la guerra antisubversiva se libra en los medios, no en las junglas
y selvas o en los suburbios decadentes del Tercer mundo. Ese es el principal
teatro de operaciones.”
Las
nuevas tecnologías de información y comunicación potenciaron hasta límites
inimaginables esta operación de manipulación de conciencias y lavado de
cerebros. Para calibrar los alcances de la misma es oportuno recorrer los
principales hitos de esta historia. La prensa gráfica, el primer medio de
comunicación de masas, veía recortada su influencia por el analfabetismo y los
problemas logísticos de circulación los que, sumados a las restricciones
económicas que podían afectar a sus lectores, hacían que llegara apenas a un
sector muy pequeño de la población. La “opinión pública” era, en realidad, la
de un sector privilegiado por su posición en la estructura social. Con la aparición de la radio se produjo un
salto de enorme importancia, potenciando
una vía de comunicación que superaba los obstáculos de los medios gráficos, lo
que le permitía llegar a los más apartados rincones del país y, sobre todo, de
ser eficaz vehículo de transmisión al alcance de quienes no sabían leer. La
introducción del transistor y la subsecuente irrupción de la radio portátil
multiplicó significativamente la eficacia comunicacional de este medio. En el
caso argentino es difícil comprender los primeros años del peronismo al margen
del enorme impacto producido por los discursos transmitidos por radio de Perón
y Evita, que cautivaron a millones de radioescuchas y los impulsaron a
participar activamente en la vida política del país.
Con
el advenimiento de la televisión el sistema de medios alcanzó una penetración
y, sobre todo, una eficacia proselitista sin precedentes. La combinación de la
imagen y el sonido, amén de la instantaneidad de los productos televisivos y
sus continuos progresos tecnológicos (paso del blanco y negro al color, cable,
HD, etcétera), hicieron de este medio el dispositivo por excelencia de la
formación de la opinión pública. Un hallazgo decisivo de los estudios de
comunicación en Estados Unidos fue quien dio un decisivo impulso a este proceso
y se produjo a raíz del primer debate presidencial televisado, en 1960, entre
John F. Kennedy y Richard Nixon. Este era el candidato oficialista, que hasta
ese momento lideraba las preferencias. Sin embargo, en la elección fue
derrotado, por un estrecho margen (aproximadamente un 1%). ¿Qué fue lo que
encontraron los investigadores? Que quienes escucharon el debate por radio
decían que el ganador había sido Nixon, pero quienes vieron el debate por TV se
inclinaban mayoritariamente por JFK. La radio transmitía un mensaje, la voz; la
TV, la voz y la imagen, y esta resultó ser decisiva, porque a Nixon se lo vio
mal en las pantallas televisivas, luciendo desprolijo con una barba incipiente
y sudoroso, que contrastaba desfavorablemente con la apostura y juventud de su
contrincante.
Reflexionando
sobre la “sociedad teledirigida”, el politólogo italiano Giovanni Sartori,
escribió en Homo Videns que:
En
la televisión el hecho de ver prevalece sobre el hecho de hablar. Como
consecuencia, el telespectador es más un animal vidente que un animal
simbólico. Para él las cosas representadas en imágenes cuentan y pesan más que
las cosas dichas con palabras. Y esto es un cambio radical de dirección, porque
mientras que la capacidad simbólica distancia al homo sapiens del animal, el
hecho de ver lo acerca a sus capacidades ancestrales, al género al que
pertenece la especie del homo sapiens.[6]
En
otras palabras, la televisión nos hace retroceder en la escala animal, según
este autor, produciendo un progresivo menoscabo de nuestras facultades de
simbolización a favor de las más elementales de visualización. Puede parecer
exagerado pero conviene tener en cuenta esta observación y relacionarla con la
decadencia de la vida política en la sociedad de masas. Podría argüirse,
siguiendo a Sartori, que la declinación en la calidad de los liderazgos
políticos en el mundo desarrollado –pensemos en la trayectoria descendente que
va de un Woodrow Wilson o Franklin D. Roosevelt a un Ronald Reagan, Lyndon
Johnson o George W. Bush, o el abismo que separa a Konrad Adenauer de Angela
Merkel, o Charles de Gaulle de François Hollande, o de Alcides de Gasperi a
Silvio Berlusconi- expresa la nefasta influencia producida por la televisión,
el medio por excelencia de la época actual. Es algo muy preocupante, y digno de
ser pensado y examinado cuidadosamente
Concentración
mediática
Ahora
bien, el poderío manipulatorio de la TV creció paso a paso con un fenomenal
proceso de concentración de la propiedad de los medios de comunicación. Es
decir, con una deriva de signo claramente antidemocrático, y esto por dos
razones: (a) porque los medios se fueron agrupando en un pequeño núcleo de propietarios
–que luego se transnacionalizó- dotado de una capacidad de chantaje y extorsión
que puede colocar a gran parte de los gobiernos de rodillas ante su
prepotencia; (b) porque tanto los contenidos que difunden los medios como su
organización y las características de su inserción en el éter están fuera de
cualquier tipo de control democrático. Los monopolios mediáticos se escudan
detrás de la defensa de la propiedad privada, la libertad de prensa y de
pensamiento para desbaratar cualquier intento de regulación democrática.
Aducen, también, que al ser entidades de derecho privado esos medios se deben
encontrar a salvo de cualquier clase de fiscalización estatal que pudiera
erigir trabas a su derecho a disponer de sus medios de la forma que estimen más
conveniente. Pero se cuidan de señalar que son privados en cuanto al régimen
que preserva sus relaciones de propiedad, pero por sus efectos y sus
consecuencias son entes eminentemente públicos, y por lo tanto deben ser
sometidos a control democrático. Cabe recordar aquí las incisivas observaciones
de Antonio Gramsci sobre este tema, aplicado, en su caso, al papel público que
tenían otras instituciones no-estatales en la Italia de finales del siglo
diecinueve, como la Iglesia, y la necesidad de la fiscalización democrática de
sus actividades educacionales. En el caso latinoamericano esta concentración
encuentra en los casos de Televisa de México, O Globo de Brasil, Clarín de
Argentina y el grupo de Cisneros en Venezuela
los ejemplos más emblemáticos de concentración de medios de comunicación
en los países latinoamericanos.[7]
En
relación a esta tendencia el cineasta y documentalista australiano John Pilger
concluye que este proceso de acelerada concentración remata en la instauración
de un “gobierno invisible” e incontrolable, que no rinde cuentas ante nadie y
que actúa sin ninguna clase de restricciones efectivas a su enorme poderío:
“Hay que considerar cómo ha crecido el poder de ese gobierno invisible. En
1983, 50 corporaciones poseían los principales medios globales, la mayoría de
ellas estadounidenses. En 2002 había disminuido a sólo nueve corporaciones.
Actualmente son probablemente unas cinco. Rupert Murdoch predijo que habrá sólo
tres gigantes mediáticos globales, y su compañía será uno de ellos.” [8]
La
concentración mediática se encuentra íntimamente a la aparición del llamado
“periodismo profesional, objetivo, ‘independiente´”, términos muy utilizados en
el debate político latinoamericano a la hora de justificar la ofensiva
destituyente que los grandes medios lanzan sobre los gobiernos progresistas de
la región. Pilger lo relata de esta
manera:
“A
medida que las nuevas corporaciones comenzaron a adquirir la prensa, se inventó
algo llamado ‘periodismo profesional.’ Para atraer a grandes anunciantes, la nueva
prensa corporativa tenía que parecer respetable, pilares de los círculos
dominantes – objetiva, imparcial, equilibrada. Se establecieron las primeras
escuelas de periodismo, y se tejió una mitología de neutralidad liberal
alrededor del periodista profesional. Asociaron el derecho a la libertad de
expresión con los nuevos medios y con las grandes corporaciones.”
Y
la dependencia de este periodismo con el “pensamiento dominante” y los límites
del “periodismo objetivo” queda en
evidencia cuando nuestro autor recuerda que“…
numerosos periodistas famosos del New York Times, como por ejemplo el celebrado
W.H. Lawrence … ayudó a ocultar los verdaderos efectos de la bomba atómica
lanzada sobre Hiroshima en agosto de 1945. ‘No hay radioactividad en la ruina
de Hiroshima,’ fue el título de su informe, y era falso.”
Se
propalaba una espantosa mentira porque la creciente penetración de los
intereses empresariales y de los gobiernos en las salas de redacción de la
“prensa libre” (en este caso, el NYT) hacía que ciertas noticias debían ser
presentadas de un modo particularmente sesgado o, simplemente, no ser dadas a
conocer al público. Tendencia que si ya era perceptible a fines de la Segunda
Guerra Mundial lo es mucho más en la actualidad, cuando los reportes de los
diversos frentes de guerra en que se encuentran las tropas de Estados Unidos
son todos, sin excepción, censurados previamente por el Pentágono. Ya no hay
más fotos de soldados de Estados Unidos regresando en ataúdes a su patria, como
sí las había durante la Guerra de Vietnam. Tampoco imágenes que muestren los
desastres de sus huestes en terceros países. La sangre y el lodo de las guerras
que libra Estados Unidos en sus incesantes aventuras están cuidadosamente
eliminados de las noticias. Las víctimas de la barbarie pentagonista son
abstracciones, entelequias irrepresentables incapaces de suscitar dolor, ira o
ánimos de venganza.
Conclusión:
no puede haber estado democrático, o una democracia genuina, si el espacio
público, del cual los medios son su “sistema nervioso”, no está democratizado.
Son los medios quienes “formatean” la opinión política, imponen su agenda de
prioridades y, en algunos casos –no siempre- hasta fabrican a los líderes
políticos (caso de Silvio Berlusconi en Italia) que habrán gobernar. La amenaza
a la democracia es enorme porque un sistema de medios altamente concentrado y
hegemónico consolida en la esfera pública un poder oligárquico (en la Argentina
es básicamente el multimedia Clarín y
algunos otros socios de menor rango) que, articulado con los grandes intereses
empresariales y con el imperialismo, puede manipular sin mayores contrapesos la
conciencia de los televidentes y del público en general, instalar agendas
políticas y candidaturas e inducir comportamientos políticos de signo
conservador o reaccionario, todo lo cual desnaturaliza profundamente el proceso
democrático.
Es
más, en la situación actual de América Latina, cuando el virus neoliberal –para
usar la gráfica expresión de Samir Amin- ha destruido a los partidos políticos
y los reemplazó por heteróclitos “espacios” o efímeras coaliciones, donde los
políticos se convierten en verdaderos camaleónicos saltimbanquis que pasan del
oficialismo a la oposición y viceversa sin mayores escrúpulos (como ha ocurrido
recientemente en Argentina en un fenómeno que en Brasil se llama
“fisiologismo”) y cuando el impacto disolvente del neoliberalismo terminó por
diluir los pocos componentes ideológicos que aún restaban, los medios
hegemónicos -todos íntimamente vinculados a la dominación imperialista- han
pasado a asumir las funciones de los partidos del establishment, convirtiéndose
en los organizadores de la oposición de derecha ante los procesos
transformadores en curso en la región. Ante la vacancia de los partidos
tradicionales son los grandes medios en los países de ALC quienes reclutan la
tropa de la derecha, aportan las orientaciones tácticas de su accionar,
establecen la agenda del proyecto y lo militan día y noche a través de su
impresionante aparato comunicacional, y se encargan de encontrar los líderes
capaces de llevar a buen término estas iniciativas.
No
puede ser casual que Maduro, Evo y Correa enfrenten virulentas campañas de
desestabilización organizadas o, cuando menos, animadas por la prensa. Y lo
mismo ocurre en países como la Argentina, Brasil y Uruguay, en donde la voz
cantante para erosionar la imagen de la presidenta argentina, o a favor del
impeachment a Dilma Rousseff en Brasil, la llevan los grandes medios. Por el
contrario, estos han respaldado, sin el menor recato en algunos casos, a
gobiernos como los de la Concertación en Chile; a Fox, Calderón y Peña Nieto en
México; a Uribe y Santos en Colombia, Alan García y Alejandro Toledo en el
Perú, para no citar sino los casos más evidentes. En Argentina y Brasil este
papel “organizador” de los medios hegemónicos convertidos en filosos sucedáneos
de la derecha partidaria adquirió en los últimos tiempos ribetes francamente
escandalosos. ¡Y a esto le llaman “periodismo independiente”!
Telesur
y la democratización del espacio público
De
ahí la enorme importancia de esta señal
de noticias, creada por inspiración del Comandante Hugo Chávez Frías, que
percibió como pocos la gravísima amenaza que para el futuro de ALC
representaban los medios controlados por una coalición irreconciliablemente
enemiga de cualquier proyecto democratizador o de reforma social. Era preciso
iniciar una lucha frontal en contra de esos bastiones del autoritarismo y la
reacción, y esa batalla no podía darse tan sólo a nivel nacional. La ofensiva
era continental, y tenía su estado mayor en Washington. Para neutralizarla, o
al menos para atenuar sus efectos, necesariamente debía ser librada a escala
latinoamericana.
En
Argentina y Ecuador se han venido librando grandes batallas para
democratizar los medios de comunicación.
En otros países, como Brasil, según el analista Denis de Moraes, la lucha
apenas si ha comenzado porque el conglomerado mediático dirigido por la red O
Globo impide la instalación de este asunto en la agenda pública. En Ecuador,
una consulta popular convocada el año 2011 aprobó una normativa mediante la
cual las empresas periodísticas quedan inhabilitadas para realizar negocios o
inversiones en otras áreas de la economía, reduciendo significativamente la
posibilidad de hacer que los órganos de prensa se conviertan en arietes para
promover los intereses de grandes conglomerados empresariales bajo el ropaje
del periodismo. Desgraciadamente esto es lo que ocurre en casi todos los
países, pero afortunadamente está prohibido en Ecuador.
Por
lo tanto, no habrá avances democráticos si no se democratizan los medios. Este
es el objetivo de la Ley de Medios en la Argentina: facilitar, según lo
establece la propia ley, “la promoción, desconcentración y fomento de la
competencia, el abaratamiento, la democratización y la universalización de las
nuevas tecnologías de la información y la comunicación”. Pero la implementación
de esta norma se ha visto en parte obstaculizada por sucesivos amparos
judiciales promovidos por el Grupo Clarín, mismos que hasta ahora impidieron
avanzar como se esperaba en la
desmonopolización del sistema mediático. Por otra parte, para que este se
democratice será necesario que el estado nacional inyecte una importante
cantidad de dinero para facilitar el desarrollo del tercio del espectro radial
y televisivo reservado a las organizaciones populares y comunitarias, cosa que
aún no ha ocurrido en la magnitud suficiente. Al mismo tiempo, en el tercio
reservado para el sector público, es de fundamental importancia evitar que esos
medios reduzcan su papel al de simples voceros del oficialismo. Sería altamente
perjudicial, inclusive para el mismo gobierno, obrar de esa manera. Por otra
parte, uno de los problemas es que la agencia de aplicación que preside todo lo
relacionado con la comunicación audiovisual, la Autoridad Federal de Servicios
de Comunicación Audiovisual (AFSCA), depende de la Presidencia de la república
y del Congreso. Son ambas ramas del estado quienes designan a los miembros del
Directorio, sin ninguna intervención de organizaciones de la sociedad civil. De
este modo, la AFSCA como organismo rector que debe garantizar la
democratización del sistema mediático es conformado exclusivamente por la
dirigencia política, lo que conspira contra la legitimidad democrática que
debería tener un órgano tan crucial como ese en momentos en que aquella no
cuenta precisamente con un alto grado de aprobación popular.
Ahora
bien, ¿cómo combatir a los poderes mediáticos? Como en tantas otras cosas de la
vida pública no basta la ley. Es importante pero insuficiente. Pero lo decisivo
es algo más: no reproducir en espejo, simétricamente, la agenda, el estilo y la
temática de los oligopolios mediáticos. No se combate a los medios del Grupo
Clarín haciendo cada día un “anti-Clarín”, ni se lucha contra O Globo o El
Mercurio haciendo un “anti” de esos medios. La experiencia indica que esta
táctica de lucha termina por producir un resultado exactamente opuesto al
esperado.
Por
otra parte, es preciso comprender que para torcerle el brazo a los conglomerados
monopólicos se requiere algo más que ganar una batalla dialéctica. Es preciso
impulsar con energía la aparición de nuevas voces desde el campo popular. La
sola desmonopolización será insuficiente para democratizar a los medios si las
organizaciones populares de todo tipo siguen sin poder hacer oír su voz. Para
eso es necesario dotarlas de toda suerte de recursos: desde dinero y
equipamiento adecuado hasta formación técnica. Sin ello no podrán hacer una
diferencia en el sistema. Democratizar a los medios requiere de gobiernos que
garanticen la sustentabilidad financiera de esta batalla comunicacional, que
por eso es también una batalla económica y política crucial para el futuro de
la democracia.
Lo
anterior es suficiente para comprender la trascendental labor hecha por Telesur
desde el momento en que fuera creada, hace diez años. No sólo estamos
informados, cuando antes estábamos desinformados; sino que estamos bien
informados, con periodistas que comparten nuestra cultura y nuestros sueños,
que nos muestran lo que las oligarquías locales y el imperialismo no quieren
que veamos o que sepamos. No querían que se supiera que en Honduras había un
golpe de estado en marcha; o que en Bengasi no había “combatientes por la
libertad” masacrados por Gadafi; o que
quienes despacharon casi 10.000 misiones de bombardeo a Libia, con
innumerables víctimas civiles fueron los aviones de la OTAN, para no citar sino
unos pocos ejemplos. Aún si su contribución a lo largo de estos años hubiera
sido la de aportar información verídica sobre temas cruciales Telesur
justificaría con creces su existencia. Pero hizo algo más: fue un factor muy
importante en la consolidación de una conciencia crítica nuestroamericana.
Gracias a ese medio hoy somos más latinoamericanos que antes, y mejores
latinoamericanos también. El gran proyecto bolivariano, relanzado por Chávez,
encontró en Telesur un instrumento singularmente valioso para acelerar su
concreción y un arma muy potente, en esa artillería de pensamiento a la que
aludía el líder bolivariano, para librar con éxito la batalla de ideas que
nuestro tiempo y el futuro nos reclaman. Tiene razón Pilger cuando, en su
artículo reseñado más arriba, recuerda una sentencia notable de Tom Paine: “si
a la mayoría de la gente se le niega la verdad y las ideas de la verdad, es
hora de tomar por asalto la Bastilla de las palabras.” Ese es, sin duda, uno de los mayores desafíos
con que tropieza la democracia en el mundo actual.
(*) Ponencia presentada
al Congreso Internacional “Comunicación e Integración Latinoamericana
desde y para el Sur en el Décimo Aniversario de TeleSUR ” CIESPAL, Quito, Julio
22-23, 2015
[1] Cf. Atilio Boron,
Aristóteles en Macondo (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg-Editorial Espartaco,
2015. Nueva edición corregida y aumentada). En otras anteriores, ya disponibles
en la web, desarrollamos esta tesis con amplitud. Ver sobre todo Estado,
capitalismo y democracia en América Latina, libro que recoge algunos artículos sobre
el tema escritos en la década de los ochentas, y Tras el Búho de Minerva,
donde el asunto es abordado a la luz de
los estragos producidos por la globalización neoliberal en la década del
noventa. Fuera de América Latina y el Caribe autores como Ellen Meiksins Wood,
Leo Panitch, Sam Gindin, Gianni Vattimo y Sheldon Wolin, en Estados Unidos y
Europa, hace tiempo que vienen aportando nuevos fundamentos a la contradicción
entre capitalismo y democracia
[2] Sobre esto ver Marcos
Roitman Rosenmann, Tiempos de Oscuridad. Historia de los golpes de estado en
América Latina (Buenos Aires: Akal, 2013)
[3] La obra de Sharp es
motivo de fuertes polémicas. Director del Albert Einstein Institute de Boston,
sus libros y panfletos han sido fuente de inspiración de muchas de las
rebeliones en contra de los regímenes de Europa Oriental en la época de la
Unión Soviética, y China. Sharp niega cualquier vinculación, financiera o
política, con el gobierno de Estados Unidos a través de cualesquiera de sus
agencias. Sin embargo, en su record no figura absolutamente nada que lo vincule
a las luchas de los pueblos latinoamericanos contra sus dictaduras, ni a la de
los palestinos por su autodeterminación, ni la de las poblaciones negras en
contra de los regímenes racistas africanos. Resulta por lo menos paradojal que
su sitio web esté traducido a 31 lenguas, mientras que el del Banco Mundial lo
esté a 20, el de la bloguera contrarrevolucionaria cubana Yoani Sánchez a 18 y
el de la Unesco apenas a 6. Que cada quien saque sus conclusiones.
[4] Cf. su “Los
académicos al servicio del imperio”, en https://dedona.wordpress.com/2014/04/12/los-academicos-al-servicio-del-imperio-the-minerva-research-iniciative-gilberto-lopez-y-rivas/
[5] Sobre este tema remito al lector a consultar
la notable obra de Fernando Buen Abad Domínguez, tanto sus ensayos de largo
aliento como sus intervenciones más coyunturales. Entre los primeros sobresale
su Filosofía de la Comunicación (Caracas: Ministerio de Comunicación e
Información, 2006), disponible en
http://www.cta.org.ar/IMG/pdf/filosofia-de-la-comunicacion.pdf
[6] Ver su Homo videns.
La sociedad teledirigida (Madrid: Taurus, 1998) pg. 3.
[7] Ver Guillermo
Mastrini y Martín Becerra, “Estructura, concentración y transformaciones en los
medios del Cono Sur latinoamericano”, Revista Digital Comunicar, Nº 36, Vol
XVIII, 2011, pp. 51-59.
[8] Cf. John Pilger,
“Geopolìtica y concentración mediática”, en Rebelión, 10 de Agosto de 2007.
http://www.iade.org.ar/modules/noticias/article.php?storyid=1925
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