Hannah Arendt, 1906-1975, es otra filósofa que
vivió la amarga experiencia del exilio. Su condición de judía alemana le hizo
participar, como víctima, de la terrible barbarie nazi. Conoció el peregrinaje
sin retorno del exilio. Huyendo del nazismo, tuvo que abandonar su tierra,
pasando por Ginebra, Praga, hasta llegar a París. El avance del nazismo sobre
Francia le hizo conocer la prisión y el campo de concentración, Gurs22, hasta
1941, cuando consiguió huir hacia Estados Unidos. Arendt conoció la experiencia
del exilio y de ser apátrida. En Estados Unidos permaneció como apátrida hasta
1951. Después, aunque volvió en diversas oportunidades a Alemania, nunca más
consiguió regresar definitivamente a su tierra ni hacer la nueva tierra algo
suyo. Peregrinó existencial y políticamente como exiliada.
En
1943, escribe un artículo, We refugees, para una pequeña revista Menorah, en
que aborda de forma reflexiva la condición de los refugiados a partir de su
propia experiencia. Arendt inicia su reflexión con una afirmación contundente:
“No nos gusta que nos llamen de refugiados”23. Entre nosotros mismos, escribe
Arendt, preferimos llamarnos emigrantes o recién llegados. En este punto,
Arendt traza la paradoja que atraviesa a muchos de los refugiados con los que
convive. Hasta ese momento, el término refugiado es un nombre que daba a
aquellos que tuvieron que procurar refugio porque cometieron algún delito
político de opinión u oposición. Con ellos, con los refugiados judíos, cambia
el sentido del término refugiados. Muchos de los que tuvieron que huir y
abandonar su tierra en Alemania, Francia, Italia no tenían una opinión política
ni una militancia social definida. Llegaron a la condición de refugiados al ser
perseguidos por su mera condición de judíos y porque fueron acogidos por
“Comités de refugiados”.
Antes
de la guerra era común que los que tenían que salir se auto-convenciesen de que
lo hacían como emigrantes o nuevos pobladores, ocultando la condición judía
que, en muchos casos, les obligaba a salir. La condición de emigrantes parecía
ofrecer un horizonte de optimismo y nuevas posibilidades. Envueltos por este
optimismo, ocultaban la realidad de que fueron forzados a salir y con la salida
dejaron para atrás grandes pérdidas existenciales. Perdieron la casa, lo que
significa perder la familiaridad de la vida cotidiana; perdieron sus trabajos,
que equivale a perder la confianza en el saber hacer de este mundo; perdieron
la lengua, lo que trae consigo perder la familiaridad de los gestos, la
espontaneidad de expresar los propios sentimientos; perdieron familiares y
amigos en los guetos y campos de concentración, lo que supuso una ruptura
abismal en sus vidas particulares.
Todas
estas pérdidas son arrastradas silenciosamente en cada nueva adaptación,
exigida por las circunstancias de cada nueva tierra y nación. A cada lugar que
llegaban, intentaban adaptarse como su nueva casa, esforzándose por ser buenos
franceses en Francia, buenos americanos en Norte América, como fueron buenos
alemanes en Alemania. Incluso los más optimistas pretendían pensar que su
antigua vida era un exilio pasado y que la nueva vida es mucho mejor. Arendt
presenta, irónicamente, el ejemplo de Mr Cohn que en Berlín había sido 150%
alemán, un alemán super-patriota. En 1933, se encontró refugiado en Praga y muy
rápidamente se volvió un patriota 150% checo. En 1937, expulso de Praga por el
gobierno Nazi, se refugia en Viena, donde decide ser definitivamente un
patriota 150º% austríaco, como era requerido. La invasión alemana le obliga a
ir para Paris, donde Mr. Cohn nunca recibió un permiso de residencia
regularizado. A pesar de estas pequeños inconvenientes administrativos, decide
de forma convicta que su vida futura está en Francia y que se debe preparar
para ser un buen francés, como "nuestro" antecesor Vercingetorix
En
muchos casos, se evitaba hablar de las persecuciones y de los campos de
concentración, para que no se interpretase como pesimismo o desconfianza de la
nueva tierra. Aparentemente, nadie estaba interesado en conocer el horror del
infierno tan próximo, ni el tipo de seres humanos a que habíamos sido reducidos
en los campos de concentración25.
Quien
es forzado a abandonar su tierra, deja para atrás lo que él era. En la nueva
situación, el tratamiento burocrático le rebaja la condición de persona
ciudadana a la de mero ser humano indiferente e potencialmente indigno. Todos
los refugiados dejan para atrás su historia y pasan a incorporar el vacio de un
formulario; ellos son simples datos formales rellenados por un funcionario. Un
número abstracto que debe ser recibido y encajado en procedimientos
burocráticos. La gran paradoja es que los refugiados son acogidos en los
diversos países en nombre de los derechos humanos, pero: “aprendemos
rápidamente que en este mundo pervertido es más fácil ser aceptado como un
‘gran hombre’ que como un mero ser humano”. Arendt anota que hay leyes no
escritas que vigoran más eficientemente que las leyes formalmente establecidas.
Esas leyes no escritas, las del prejuicio cultural, las del desprecio social,
aunque no son oficialmente admitidas, son las que más directamente afectan a
los refugiados. Esas leyes tienen la fuerza de una opinión pública. Lo que
lleva a concluir, a Arendt, que la silenciosa opinión pública es más importante
en sus vidas (la vida de los refugiados) que todas las declaraciones oficiales
de hospitalidad y bienvenida. Eso provocaba que: “´podíamos fácilmente detectar
el desespero enfermizo de la asimilación”.
Arendt, como hizo María Zambrano, reflexiona
sobre la condición de los refugiados a partir de su experiencia personal. Por
ello, su reflexión está cargada de matices existencialistas y de vivencias
humanas con un tono crítico muy acentuado. Para Arendt, una parte importante de
la asimilación forzada proviene de otro problema previo y mayor. Ellos se
encontraban desposeídos de ciudadanía, en la condición de apátridas,
abandonados de todo derecho, eran meros judíos. Eso significaba que, en una
especie de insulto conceptual, eran, sólo, meros seres humanos.
.
Este
es uno de los puntos críticos del pensamiento de Arendt sobre la relación entre
el derecho y la vida humana. A partir de la experiencia concreta ocurrida con
el nazismo, aquellos que perdieron la ciudadanía y se tornaron apátridas no
están protegidos por el derecho porque son meros seres humanos. En un efecto
paradójico, ocurre que por encontrarse en la condición de apátridas, sin un
derecho nacional y una ciudadanía que recubra su mera condición de seres
humanos, incluso en los Estados de derecho, sus vidas son, para el derecho,
meras vidas naturales o biológicas abandonadas a su suerte. El vacio del
derecho, provocado por la ausencia de ciudadanía, es ocupado por el prejuicio
de aquellos que mantienen este estatuto, en cierta forma, privilegiado. Ciudadanos
que no se sienten meros seres humanos, como los refugiados apátridas, y que
miran aquellos desterrados como extraños que llegan en la condición de
intrusos. El refugiado llega como extranjero y es acogido por un acto de
benevolencia, pero su condición de extraño permanece. El extrañamiento, su
diferencia distante, es el caldo de cultivo de la discriminación. Lo que lleva
a concluir a Arendt que:“desde que la sociedad ha descubierto que la
discriminación es una poderosa arma social por la cual alguien puede ser muerto
sin derramar sangre […] ya no son necesarios papeles para materializar la
distinción social”.
Arendt
desarrolla más ampliamente la contradicción entre el derecho y la vida humana
de los refugiados apátridas en el capítulo 5, El declinio del Estado-nación y
el fin de los derechos del hombre, de la II parte, El Imperialismo, de su obra,
Orígenes del Totalitarismo29. La actual formulación de los derechos humanos
vincula, de forma inexorable la vigencia efectiva de los derechos a la
existencia del Estado nacional moderno, de tal modo que la falta del Estado
equivale a la usencia de derechos. Lo paradójico es que el refugiado apátrida,
figura que debería encarnar por excelencia los derechos de la vida humana,
muestra el vacio que aparece cuando su vida, que reclama por derechos
fundamentales, no encuentra medios efectivos que implementar esos derechos. La
declaración formal de derechos está muy lejos de ser una garantía real de los
mismos. El refugiado es un testigo palpable de que hay un abismo entre mera
vida humana y el derecho30. El concepto de derechos del hombre, según Arendt,
basado en la mera existencia del ser humano como tal, se ha arruinado a partir
de todos los acontecimientos que muestran que aquellos que han perdido todas
las otras formas de identidad política y sólo les resta el ser meros seres
humanos, están en un total abandono del derecho. La vida humana despojada de
los derechos otorgados por el Estado se encuentra totalmente desprotegida, por
lo que esos derechos sólo pueden denominarse de derechos de los ciudadanos de
un Estado y difícilmente derechos de la persona o de la vida humana.
Esta
cisión ya está explícita en el propio título de la Declaración de 1789,
Declaration des droits de l'homme et du citoyen. El título de la declaración
refleja la ambigüedad y el dualismo que existe entre hombre y ciudadano. No
deja claro si son dos realidades diferentes e in-asimilables una en la otra, o
una especie de dualismo en que el segundo término (ciudadano) ya estaría
contenido en el primero (hombre). En esta última hipótesis, cabría preguntarse:
¿Por qué diferenciar dos tipos de derechos si los derechos del hombre engloban
los del ciudadano? La separación no es casual ni anodina, muestra la cisión que
separa el derecho de la vida humana, y que no hemos conseguido superar.
Arendt
concluye la reflexión de su artículo, We refugees, afirmando una especie de
tesis política según la cual: “los refugiados que viajan de un país para otro
representan la vanguardia de sus pueblos”. Esta afirmación no es desarrollada
por la autora en otros textos que sean de nuestro conocimiento, y aparentemente
se pierde en el contexto de su comentario anterior. Pero ella apunta para un
nuevo significado político del refugiado, más allá del estatuto de marginalidad
y tolerancia benevolente que se le otorga. Afirmar que los refugiados “son la
vanguardia de su pueblo” los posiciona como paradigma de una nueva conciencia
histórica. En la condición de vanguardia del pueblo, dejan aquella condición de
deshecho social acogido por caridad, para a vigorar como modelo de un nuevo
estatus político.
Castor M.M. Bartolomé Ruiz
https://revdh.revues.org/988
Castor M.M. Bartolomé Ruiz
https://revdh.revues.org/988
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