Antoni
Domenech(*)
1.
El Estado moderno, los grandes
poderes privados y la tolerancia-
El Estado moderno se forjó en Europa tras un complejo proceso multisecular de expropiación forzosa de los poderes privados feudales y tardofeudales. Al final de ese proceso, la concentración de poder potencialmente violento en una esfera ―pública‖ llegó a ser tan exitosa, que acabó monopolizando la capacidad para exigir legítimamente obediencia sobre un territorio dado. La tolerancia y la neutralidad modernas traen también su origen en ese largo proceso de expropiación de los poderes privados y de constitución de un poder público monopólico: al menos en Europa y en Iberoamérica, el logro de la tolerancia vino de la mano de la expropiación de las riquezas inmuebles de las iglesias y de la destrucción de la inveterada capacidad de éstas, como potencias feudales privadas –y señaladamente, de la católica—, para desafiar con éxito el derecho del Estado a determinar el bien público.
2.
Republicanismo, pre- y postabsolutista
Esta
es, sin embargo, sólo una cara del proceso que alumbró al Estado moderno.
Habría podido ser de otro modo. Todavía en el siglo XV, para el republicanismo
moderno incipiente estaba abierta la posibilidad de remodelar la vida política
tardofeudal, no concentrando el poder político en manos de un príncipe absoluto
(la solución que llevó a los Estados-nación contemporáneos), sino reafirmando
la revigorización en curso de la antigua tradición mediterránea de las póleis,
de las repúblicas-ciudad independientes (Florencia, Luca, Venecia, ciudades
libres flamencas y alemanas, etc.). Y en lo que hace a la necesidad de dominar
públicamente, sometiéndolo al orden civil, el poder de la Iglesia Católica como
gran potencia feudal privada, todavía estaba abierta en el siglo XV la
posibilidad de socavarlo, no desde fuera, desde un Estado burocrático independizado
de la vida civil, sino desde dentro: proponiendo, en la tradición de Okham
recogida por el republicano Marsiglio de Padua, la reconversión de la Iglesia
en asamblea democrática de fieles. Maquiavelo es importante en la tradición
republicana moderna, porque está en esa encrucijada histórica, y la refleja y
teoriza.
2.
Republicanismo post-absolutista El republicanismo postabsolutista partió de la
consolidación del absolutismo como un dato firme de la realidad
histórico-política. No discutió ya más el carácter tendencialmente monopólico
del poder público moderno. Combatió sobre todo la forma en que ese poder era
ejercido por parte de príncipes y monarcas absolutistas. Los programas del
republicanismo moderno, pre- y postabsolutista (de Marsiglio de Padua y
Maquiavelo a Locke, Rousseau, Tom Payne, Kant y Robespierre), se presentaron
sin apenas excepciones como una especie de palingénesis de la libertad
republicana de los antiguos (particularmente de Roma y Esparta, y también,
algunos –la extrema izquierda—, de Atenas). Pero en la influyente versión del
postabsolutista Locke el punto básico era la insistencia en que el monarca no
podía ser sino un agente fiduciario –un trustee— de la ciudadanía, y como tal,
tenía que poder ser depuesto a voluntad de la ciudadanía, si traicionaba su
confianza. En la ulterior y más radicalizada versión de Rousseau, el pueblo
mismo (el conjunto de ciudadanos) es el soberano, y todos sus representantes no
son sino agentes fiduciarios del mismo, deponibles o revocables sin más que la
voluntad del pueblo soberano. En el republicanismo incipientemente
contemporáneo (y en las dos cristalizaciones institucionales del mismo
históricamente más cumplidas: las Revoluciones norteamericana y francesa), se
acepta, pues, el carácter monopólico del poder público, y se rechaza a la vez
de un modo radical la incareabilidad popular de ese poder, tan característica
de las monarquías y principados absolutistas modernos. Se invierte el
ideologema absolutista hobbesiano: veritas, non auctoritas, facit legem. El
poder no puede ejercerse arbitrariamente, y la única manera de despojar de
arbitrariedad a un poder tan enorme, tan concentrado, como el del Estado
moderno, es concibiendo institucionalmente a sus detentadores y servidores
(magister y minister, magistrado y ministro) como meros agentes fiduciarios,
deponibles a voluntad, del conjunto de los ciudadanos libres e iguales, es
decir, de la sociedad civil toda.
3.
Democracia y sociedad civil
Pero
sociedad civil no es, sin más, ―sociedad‖ o ―conjunto de la población‖. Sociedad civil es sólo el conjunto asociado de los
ciudadanos. Y la ciudadanía
puede ser un bien escaso, y aun muy escaso. En la tradición republicana (tanto
antigua como moderna) sólo son ciudadanos, es decir, individuos libres, dotados
de igual capacidad para realizar actos y negocios jurídicos (sui iuris,
individuos de derecho propio), quienes no dependen de otro para vivir. Eso
excluía, por supuesto, a los esclavos y a los sujetos a distintos grados de
servidumbre, pero también a los asalariados –―esclavos a tiempo parcial‖
(Aristóteles)—, a los niños, a las mujeres, y las más veces, también a los extranjeros. Es decir: eso
excluía de la sociedad civil (encargada de controlar fiduciariamente el
ejercicio del poder político) al grueso de la población. La democracia moderna
–como la antigua de Ephialtes y Pericles— arrancó como un intento de ensanchar
la sociedad civil, de incorporar a más y más gentes al ámbito de los libres e
iguales. Ese intento tuvo distintos grados de radicalidad: Jefferson se acordó
de las poblaciones pobres ya libres, pero ignoró a los esclavos (él mismo tenía
esclavos).
4.
Democracia fraternal
Robespierre y el ala plebeya de los jacobinos
franceses llegaron más lejos que nadie: hasta a los esclavos de las colonias
francesas; hasta a los asalariados, ―esclavos a tiempo parcial‖,
sometidos a un ―patrón‖; y al final de sus días, hasta a las
mujeres, inveteradamente sujetas a la dominación patriarcal-patrimonial. La
famosa fraternité jacobina expresaba precisamente eso: la necesidad de
emancipar de la dominación patriarcal-patrimonial al conjunto de las ―clases
domésticas‖, de incorporar a la sociedad civil,
hermanándolas en ella,
al grueso de las clases sociales subalternas, sometidas a una inveterada loi de
famille subcivil (Montesquieu) que, por lo mismo que las mantenía fuera de la vida civil, las excluía también de cualquier posibilidad remota de
control de la vida política supracivil. En un panfleto contrarrevolucionario
anónimo publicado en Alemania en 1799 se recoge perfectamente el significado
común y corriente en la Europa de la época de la democracia fraternal: La vida
civil no puede existir sin trabajos manuales bajos, a encargarse de los cuales
sólo puede llevar la pobreza y la incapacidad para las cosas superiores. Si las
numerosísimas ocupaciones, tan sucias a menudo, no encontraran manos activas,
las clases superiores se irían a pique. Hacer a los hombres iguales por arriba,
es imposible. Introducir la igualdad entre los hombres, sólo puede hacerse denigrando
a los hombres superiores. (...) En el fondo, la fantaseada fraternidad es una
bufonada huera, y para el estamento inferior, en modo alguno un medio de
promover su bienestar (Wohlfahrt) personal. Quien no alivia mis necesidades,
quien no calma mi hambre, ése sólo se burla de mí, y no me hace más feliz.
Quien a mi necesidad instila, encima, orgullo, añade a mi pobreza necedad, y
acrece mi sufrimiento. ¿O acaso no subsiste la diferencia entre Amo y Siervo
cuando un hombre togado ordena guillotinar a otros, mientras los demás deben
conformarse con matar pollos? Padre e hijo no pueden ser hermanos. Con esta co
fraternidad civil (bürgerliche Mitbrüderschaft) nadie es verdaderamente
socorrido, nada mejora, pero el orden y la subordinación se ven dañados.”
Así
pues, en resolución, la democracia republicana moderna fue, con distintos
grados de radicalidad, un intento de universalizar la libertad republicana, de
ensanchar el círculo de los libres e iguales, de principiar la civilización de
la sociedad aboliendo la loi politique supracivil del Estado burocrático
moderno heredado de las monarquías absolutas europeas; y en su versión más
radical – la de la fraternidad jacobina, de abolir también toda loi de famille,
de disolver, sometiéndolas a la loi civil, todas las zonas sociales de vigencia
de cualquier despotismo ―privado‖ patriarcal-patrimonial. El anónimo panfleto citado muestra que a esa
universalización pancivilizatoria de la libertad republicana reclamada por el
―cuarto estado‖ europeo ―infectado‖
de robiesperrismo, los autores reaccionarios sólo podían ya oponer con cierta eficacia un
bienestarismo paternalista: siempre habrá Amos y Siervos, padre e hijo nunca
podrán ser hermanos, y el ―hijo‖ (el trabajador dependiente) cubrirá mejor sus necesidades, pondrá mejor remedio a su privación material, si se acoge resignadamente
a la autoridad y a la discreción del ―padre-patrón‖.
El sueño democrático-republicano por excelencia de
finales del XVIII y comienzos del XIX fue, en los dos lados del atlántico, una sociedad basada en la pequeña propiedad agraria más o menos universalmente distribuida
(Jefferson, Robespierre). O, en su defecto, una especie de derecho de
existencia social públicamente garantizado (Robespierre) o aun de ingreso
material incondicionalmente asignado a todos los ciudadanos por el solo hecho
de serlo (Tom Payne), lo que ahora llamamos renta básica garantizada. 1 La libertad política o republicana era eso, y
nada menos que eso: no tener que pedir cotidianamente permiso a nadie para
poder subsistir.2 La democracia
republicana tradicional era, desde tiempos inveterados, la promesa de que
tampoco los pobres libres tendrían que pedir permiso a nadie para existir
socialmente. Y la democracia fraternal republicana de impronta europea era la
promesa, aún más radical, de que también los pobres no-libres –esclavos
propiamente dichos, y esclavos ―a tiempo parcial‖
(asalariados)—, sujetos a una
ancestral loi de famille subcivil, se emanciparían, accediendo de pleno derecho a la
vida civil de los plenamente libres e iguales (recíprocamente libres).
5.
Socialismo
El
socialismo del movimiento obrero europeo decimonónico se entendió a sí mismo,
desde la constitución de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), o I
Internacional, en 1864 como continuación por otros medios, y en condiciones
económicas y sociales muy cambiadas, de la tradición revolucionaria de la
democracia fraternal. Después del fracaso de la II República francesa de 1848
–la llamada República ―fraternal‖—, los socialistas políticos consideraron con buenas razones
que, en la era de la industrialización,
no era ya viable el viejo programa democrático-fraternal revolucionario de una
sociedad civil fundada en la universalización de la libertad republicana por la
vía de universalizar la propiedad privada; para ellos no se trataba tanto de
una inundación democrática de la sociedad civil republicana clásica, cuanto de
la creación de una vida civil no fundada ya en la apropiación privada de las
bases de existencia, sino, como dijo Marx, basada en un ―sistema republicano de
asociación de productores libres e iguales‖. Es decir, en un sistema de
apropiación en común, libre e igualitaria, de las bases materiales de
existencia de los individuos. Marx y Engels –y aun Bakunin, que compartió,
entusiasta, con ellos el programa inicial de la AIT— nunca perdieron de vista
la conexión de ese ideal socialista con el viejo ideal republicano-democrático
fraternal.
En
el programa fundacional del Partido Socialista Obrero francés, redactado por el
propio Marx en 1881, se declara: ―que los productores sólo pueden ser libres,
si se hallan en posesión de los medios de producción. Que sólo hay dos formas
en que pueden pertenecerles esos medios: la forma individual, que nunca fue una
forma universal, y que, por causa del desarrollo industrial, tiende más y mas a
ser eliminada; y la forma colectiva, cuyos elementos materiales e intelectuales
son creados por el mismo desarrollo de la sociedad capitalista.‖
La base social de la democracia revolucionaria fraternal como movimiento político fue el ‖cuarto
estado‖, un démos relativamente heterogéneo, compuesto por todos quienes
vivían por sus manos en los albores de la revolución industrial: artesanos,
pequeños comerciantes, aparceros, campesinos acasillados, jornaleros, aprendices,
oficiales, población urbana asalariada. Segmentados verticalmente por su
ubicación subcivil doméstica en la vida social del Antiguo Régimen, aspiraban a
emanciparse del yugo patriarcal tradoseñorial hermanándose horizontalmente como
libres, como adultos, en una sociedad civil de libres e iguales fundada en la
universalización de la pequeña propiedad privada sostenida en el trabajo
personal. Esos estratos se venían sintiendo amenazados por la voraz dinámica
desposesora y expropiatoria del capitalismo incipiente, y oponían a la
―economía política tiránica‖ de éste su propia y ancestral ―economía política popular‖
(Robespierre). Pero la base social del socialismo como movimiento político, a partir de la segunda mitad del
XIX, fue ya la clase obrera masivamente concentrada en los distritos
industriales. En el textito programático
de Marx recién citado, que
es una declaración explícita de que el socialismo moderno se funda en los
tradicionales valores de libertad universal de la democracia fraternal republicana,
se ve también que para los socialistas de esa época fueron centrales dos
previsiones de tendencia. Primera previsión. La revolución industrial y el
vigoroso desarrollo de la cultura económica capitalista que la siguió trajo
consigo la progresiva disolución del antiguo démos preindustrial, y a cambio,
el crecimiento exponencial de uno de sus componentes: los trabajadores urbanos
asalariados (los ―esclavos a tiempo parcial‖).
La dinámica
capitalista no sólo
era acumulativa; era también
expropiatoria: tendía
a desposeer a millones y millones de personas de sus bases tradicionales de
existencia social. Esa tendencia observada iba a continuar en el futuro: el
viejo ―cuarto estado‖ iba camino de una colmada, y sociológicamente homogeneizante, proletarización industrial. Segunda previsión. Así como el surgimiento del Estado
moderno había sido la
culminación de un proceso secular de expropiación y monopolización pública de
los medios privados de ejercer la violencia (física y espiritual); así también
el desarrollo de la cultura económica capitalista era un proceso acelerado de
expropiación de los medios privados individuales de producir, y por
consecuencia, de creciente concentración y centralización de la propiedad de
esos medios. Convicción rectora de los socialistas de finales del XIX era que
esa tendencia centralizadora y concentradora de la propiedad de los medios de
producir haría técnicamente inmanejable la vida económica productiva moderna, a
no ser que cambiaran radicalmente las viejas formas de producir fundadas en la
apropiación privada burguesa descentralizada tradicional de los recursos
productivos y de las decisiones de inversión. La concentración y la
centralización capitalistas tenían que verse también, pues, como tendencias
históricas favorecedoras de un nuevo modo social –socialista— de producir,
fundado en la ―asociación republicana de productores libres e iguales‖
que se apropian en común
de los medios de existencia social, resolviendo de un modo democrático y eficaz los innumerables problemas
de agencia que plantea una producción
crecientemente social. 3
6.
Tres posibilidades socialistas
Con
el desarrollo de las monarquías absolutas se fueron centralizandoy concentrando
los medios de coerción física y espiritual, expropiando de los mismos a las
potencias feudales privadas y socavando así la capacidad de éstas para desafiar
a su arbitrio la esfera pública de los intereses civiles comunes. A diferencia
del republicanismo preabsolutista, el republicanismo postabsolutista no puso ya
en cuestión ese proceso histórico de concentración monopólica, sino que su
empeño consistió entonces en socializar, en civilizar hasta disolverlo en la
loi civil el burocrático aparato administrador de ese monopolio. Con el
desarrollo del capitalismo parecía estar dándose un proceso, más o menos
paralelo, de expropiación de los medios privados de producir. Aceptada la
analogía, el movimiento obrero socialista tenía tres posibles caminos de
acción: a) Buscar un paralelo fácil con el republicanismo moderno postabsolutista:
esperar más o menos pacientemente a que la situación estuviera industrialmente
madura para un socialismo capaz de ―expropiar a los capitalistas expropiadores‖;
tomar posiciones y preparar y organizar a los trabajadores para ese momento; y
apoyar entretanto a toda costa los procesos de concentración y centralización
de la economía tiránica del capitalismo, despreocupándose con mejor o peor
conciencia de los daños que ese proceso causaba en las bases de existencia
social de centenares de millones de personas condenadas a la ―proletarización‖
en Europa y, más cruelmente aún, en los pueblos sometidos
colonialmente. La vía
―progresista‖
que acabó transitando la
socialdemocracia ortodoxamente marxista de la II Internacional obrera. b)
Buscar un paralelo con el republicanismo preabsolutista, resistirse a los
procesos de concentración y centralización. Lo que quiere decir: centrar el
grueso de la política anticapitalista del movimiento socialista en la lucha
contra los procesos de expropiación y desposesión. La vía de muchos
anticapitalistas ―románticos‖ y de algunas variantes del
socialismo, sobre todo libertario. c) Combinar los dos esquemas republicanos de
acción política. Y en ese sentido podía
entenderse el programa de acción de la I Internacional obrera diseñado por Marx
y Engels y aplaudido por Bakunin: no esperar a una hipotética ―proletarización‖
de las viejas capas populares del ―cuarto
estado‖ europeo, sino convertir a la nueva
clase obrera asalariada generada por la industrialización capitalista en el
núcleo motor y organizador del conjunto del démos dañado y socavado por los
procesos de expropiación y desposesión grancapitalistas en las metrópolis y en
las colonias. No sólo en los valores de base; también, en buena medida, en la
táctica política era ese socialismo de la I Internacional heredero directo de
la democracia fraternal republicana.
7.
El futuro del socialismo
Ciento cuarenta años después de la I
Internacional muchas cosas han cambiado, ocioso es decirlo. Pero si algún
socialismo anticapitalista ha de tener futuro, será el que sea capaz de poner a
la altura de los tiempos el programa pancivilizatorio de la democracia
revolucionaria fraterna, el que consiga sostener con mayor resolución y
realismo los cuatro frentes de la vieja lucha: contra el despotismo de un
Estado incontrolable fiduciariamente por la ciudadanía (contra la loi politique
heredada de las monarquías absolutas); contra el despotismo de unos patronos
incontrolables fiduciariamente por los trabajadores, por los consumidores y por
el conjunto de la ciudadanía (la empresa capitalista moderna hereda en
condiciones modernísimas el viejo despotismo de una ancestral loi de famille);
contra el despotismo doméstico dentro de lo que ahora entendemos propiamente
por familia (la potestad arbitraria del varón sobre la mujer y aun los niños);
y, por último, contra la descivilización de la propia sociedad civil que se
produce por consecuencia de la aparición, en el contexto de mercados ferozmente
oligopolizados, de una economía tiránica alimentada por grandes poderes
privados substraídos al orden civil común de los libres e iguales, enfeudados
en nuevos privilegios plutocráticos, y por lo mismo, más y más capaces de
desafiar a las repúblicas, de socavar la tolerancia moderna y de disputar con
éxito a los poderes públicos su derecho inalienable a determinar el interés
público. ■
1 Ya desde el mismo
título, en su útil introducción a la propuesta de una renta básica garanizada
para toda la ciudadanía, se cauerda Daniel Raventós de estos ilustres
ancestros: El derecho de existencia, Ariel, Barcelona, 1999. 2 ―La libertad
consiste menos en hacer según dicte la propia voluntad, que en no estar
sometido a la de otro; y también consiste en no someter la voluntad de otro a
la nuestra‖, dice Rousseau las Lettres de la Montagne. Y no era una innovación:
en realidad, es la única idea seria de libertad que conoció la cultura europea
desde el mediterráneo antiguo. También está en el Quijote: ―La libertad,
Sancho, es uno delos más preciados dones que a los hombres dieron los cielos
(...) ¡venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede
obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!‖
3 Para el socialismo como
problema de agencia, cfr. A. Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una
revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona, Crítica, 2004,
capítulo V.
Fuente. http://www.sinpermiso.info/textos/el-socialismo-y-la-herencia-de-la-democracia-republicana-fraternal
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