Hay un tópico de cariz
anticlerical que niega de raíz cualquier atisbo de auténtica espiritualidad
de la Iglesia y la presenta como una multinacional sin escrúpulos. Una gran
empresa con su fundador carismático (Jesucristo), sus productos (Dios, el perdón,
la salvación), su logotipo (la cruz), sus oficinas centrales (el Vaticano), su
presidente ejecutivo (el papa), su consejo de administración (el colegio
cardenalicio), sus delegaciones en todo el mundo y su clientela-rebaño. La
comparación tiene su ingenio y hasta su interés. Pero hay que matizarla por
inexacta.
La Iglesia dedica una enorme cantidad de esfuerzo e interés al dinero, sí, pero no persigue como fin primordial el beneficio económico ni el reparto de dividendos. Sí carga, al igual que la empresa convencional, con una marcada tendencia a la inmoralidad en su comportamiento económico. Y los
escándalos de las finanzas vaticanas han demostrado que también es permeable
a la corruptela. Mucha culpa tiene el alto clero del éxito de la caricatura
del cardenal lustroso, enjoyado y rijosín devorando manjares y dejándose
besar el anillo. Pero sería impreciso equiparar sin más a la Iglesia con una
sociedad anónima.
La Iglesia dedica una enorme cantidad de esfuerzo e interés al dinero, sí, pero no persigue como fin primordial el beneficio económico ni el reparto de dividendos. Sí carga, al igual que la empresa convencional, con una marcada tendencia a la inmoralidad en su comportamiento económico. Y los

La Iglesia es otra cosa. Distinta de una gran empresa. No necesariamente mejor, pero otra cosa. La Iglesia persigue la riqueza, sí, pero lo hace para el mantenimiento o la extensión de su estructura. Fíjense, no digo que lo prioritario sean sus mensajes, sino su estructura en sí misma. La Iglesia aspira a seguir, seguir y seguir. A vivir, sobrevivir. A ver pasar el mundo y que el mundo pase por ella. A influir en una generación, en otra, en otra... Y para eso necesita estar, ser, existir. La Iglesia es devota de sí misma, se necesita, es su razón de ser. Y para lograrlo, para mantenerse, necesita una fabulosa cantidad de recursos. Organizaciones como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo no son más que «Iglesias» dentro de la Iglesia que han sublimado la devoción por el metal, por el poder, por sí mismas, por su extensión e influencia. Su lógica va un paso más allá que la de la Iglesia en su conjunto, pero quizá nos ayuden a comprenderla mejor. La Iglesia es una empresa única en el mundo porque es un fin en sí misma, porque ni siquiera a su tarea teóricamente fundamental, predicar la palabra de Cristo, le otorga el menor sentido fuera de la Iglesia misma.
La Iglesia es rica, por supuesto. Por sus posesiones, por su patrimonio, por sus conexiones con el poder, incluso por el variado abanico de empresas que posee, en las que participa o invierte. Ingenuidad encontrarán poca en estas páginas. Claro que la Iglesia es rica. Pero no es ese su rasgo esencial. Más que rica, la Iglesia es cara. Más que lucrativa, es onerosa. Por desgracia, desconocemos su balance económico, tanto el vaticano como el español. No sabemos si en España está en pérdidas o en beneficios, porque sus finanzas están instaladas en el secreto y la dispersión.

Sin dinero, la Iglesia muere. Sencillamente se apaga.
Si aceptáramos que la Iglesia es una empresa, sería, pese a su grandiosidad económica, una empresa mal adaptada al capitalismo. No puede moverse con la agilidad que reclaman las reglas del libre mercado. No puede aceptar fusiones, no puede cotizar en bolsa, no puede admitir que le entren fondos de un private equity, no puede hacer una ampliación de capital, no puede sacar nuevos productos al mercado ni retirar los que ya tiene, no puede imitar productos de la competencia... Claro, claro que la Iglesia ha incurrido en muchas de las peores prácticas del capitalismo, incluyendo la especulación y la elusión fiscal. Pero lo ha hecho sin el descaro y el convencimiento necesarios para extraerle verdadero rédito a la economía de casino.
La Iglesia necesita el dinero para vivir, pero no puede hacer todo lo que querría hacer para ganarlo y multiplicarlo. Y su problema –un problema cada vez mayor– es que en las sociedades secularizadas no tiene cómo generar dinero en cantidad suficiente para mantener su estructura. En el caso de España, una estructura gigantesca. ¿Cómo sostenerse entonces? Por supuesto, rascando dinero de donde puede. Recabando de sus fieles. Explotando sus bienes, vendiendo todo lo que puede vender –viviendas, libros, estampitas o dulces, tanto da–, cobrando por todo lo que puede cobrar, invirtiendo hasta donde sus reglas y la opinión pública permiten, alquilando todo lo alquilable. Y haciéndolo, como veremos, con múltiples exenciones fiscales.
Pero con eso no le llega. Ni de lejos. Porque por su colosal estructura necesitaría una operativa mucho más ágil que la que se permite realizar. Además, la explotación económica siempre es incómoda y arriesgada. Miren cómo les salió Gescartera, ¡qué bochorno! Y genera contradicciones y dudas y miedos y quién sabe si pecados. Y cuando sale a la luz alguna práctica contraria a esa caridad cristiana tan complicada de compatibilizar con la agresividad capitalista, pues los fieles se decepcionan, braman los anticlericales, se sonrojan sus eminencias. No, por más que la Iglesia se permita hacer negocios, nunca serán suficientes para mantenerse. Es demasiado grande, demasiado pesada, demasiado antigua. Hay algo en su naturaleza íntima que acaba chirriando en contacto con el mercadeo puro y duro. Necesita una fuente de ingresos más segura, más estable, menos sometida a sustos y vaivenes. Con menos margen de error.
Necesita al Estado, que en España es a la vez su espejo y su reflejo. Su otro yo. La Iglesia en España, desde siempre asociada con el Estado, no sabe vivir de otra manera que del Estado. Y eso es lo que le garantiza el acuerdo económico de 1979.
Fuente: https://www.infolibre.es/noticias/cultura/2019/02/24/iglesia_a_92191_1026.html
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