María Julia Bertomeu (*)
La verdad es que la cuestión de la filosofía y el pensamiento político en castellano es asunto no sólo plagado de tópicos (de malos tópicos), sino de enigmas también. Recordemos sumariamente, y a modo de indicios, unos cuantos hechos que, por sí solos, deberían haber facilitado no ya la aparición de una buena filosofía en castellano, sino aun la conversión de España y de su ámbito de influencia lingüístico en la cuna de la filosofía moderna.
1. El
castellano es la
primera lengua vulgar
a la que se vierten
y en la
que se desarrollan
materias filosóficas. Ya en el
siglo XII, con
la asombrosa Escuela
de Traductores de
Toledo. Pero sobre
todo en el
siglo XIII, unos
pocos años después
de que Fernando
III de Castilla
(1230-1252) declarara el
castellano lengua oficial de la Cancillería Real, en tiempos de su hijo Alfonso
X, con las Flores de filosofía(anteriores
a 1252, todavía
en vida de
Fernando III), las
celebradas Partidas del rey
Sabio, así como
en la Grande e
General Estoria y
en el Saber
de Astronomía. Américo
Castro ha recordado que “en
Alfonso el Sabio lo castellano se concibe como un no querer ya ser latino”
(Castro, 1936, LXV). Como muchos
autores han destacado,
la precocidad del uso de la lengua vulgar castellana tiene
mucho que ver en España, también en la corte de Alfonso X, con el papel
desempeñado por los sabios judíos, que no sólo no tenían ninguna relación con
la tradición latino-medieval, sino que por una cuestión de fe sentían aversión
por la lengua latina. Tal vez el primer tratado de filosofía moral en
castellano son los Proverbios morales del rabino toledano Don Sem Tob (en la
primera mitad del XIV), y son, desde luego, como subrayó en su día Max Aub, “la primera muestra de literatura aforística
en castellano” (Aub, 1966, vol. I, 115).
Todo apuntaba pues, a este
respecto, a un rápido cumplimiento por parte del vulgar castellano de las
promesas que, al despuntar el siglo XIV, se hacía el gran Dante a propósito del
desarrollo del volgare:“Questo sarà luce
nuova, sole nuevo, lo quale surgerà là dove l’usato tramonterà, e darà lume
coloro que son in tenebre ein
oscuritade, per lo
usato solo que
aloro non luce
(Dante, 2006, I, xiii, 12)”1.
Tanto más, cuanto que, como
ha sido repetidamente seña-lado por críticos,
historiadores e hispanistas
tan distintos como
Gerald Brenan, Max
Aub y Américo
Castro, la obra
política de reconquista
forzó en Castilla
una democratización de
su estructura social
y de su
vida municipal 2. ¿Dónde, si
no en Castilla,
podía encontrarse, como
en el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita, la
idea “de que las personas viles y feas también pueden amarse o de que la
sociedad humana también puede ganar algo con esto”? (Brennan, 1958, 86).
2. Segundo hecho: España es
la primera nación política moderna, la primera en que unos monarcas absolutos
(Isabel de Castilla y Fernando de Aragón) consiguen reclamar con éxito el
monopolio de la violencia sobre un territorio dado. Naturalmente, y es lo que
aquí importa sobre todo, el monopolio de la violencia tiene traducción en el
empleo de la lengua. En 1492, el año en que culmina la reconquista con la
caída de Granada,
y el año
en que iba
a empezar la
conquista de los
territorios americanos, publica
Lebrija la primera
gramática completa y
sistemática de que ha dispuesto ninguna lengua vulgar. Y en su
prólogo destinado a la reina
castellana, escribe –se me
permitirá el adjetivo– con atroz premonición:“... después
que vuestra Alteza
metiesse debaxo de
su iugo muchos pueblos bárbaros e naciones de
peregrinas lenguas, e con el
vencimiento de aquéllos
tenían necesidad de
re-cebir las leies
quel vencedor pone
al vencido, e
con ellas nuestra lengua, entonces por esta mi Arte
podrían venir en el conocimiento della,
como agora nosotros
deprendemos el arte de la
gramática latina para deprender el latín” (Aub, 1966, 203).
(Digámoslo entre paréntesis,
porque tal vez avanza una de las pistas del fracaso del castellano como lengua
filosófi-ca moderna, y
ocasión habrá de
volver sobre este
punto: la de
idea de imponer
la propia lengua,
como lengua de
“vencedores”, contra otras “peregrinas lenguas”, choca con el programa
de desarrollo del
volgare del Dante,
quien precisamente, a
falta en Italia
de una estructura
política unificadora de la lengua
desde el poder
político, busca su
canon entre sus
familiares et domestici,
es decir, en
la lengua espontánea
del pueblo bajo,
y particularmente, en
las mujeres (quia
locutio vulgaris in
qua et muliercule
comunicant).
No
cosa muy distinta
había dicho Gonzalo
de Berceo un siglo antes: “Quiero
fer una prosa en román paladino/en
la cual suele
el pueblo fablar
con su vezino” (Coletti,
2000, VII-XXXI). Limitémonos,
pues, por ahora,
a constatar que
el logro de
una temprana unidad
nacional bajo la monarquía
absoluta podría estar en tensión con el programa, digámoslo así,
dantesco-berceano de democratización por dignificación del habla popular.)
3. Y por último, y lo más importante: España es la nación que, a través de la conquista de América, abre la página de la Era moderna, lo que incluye al pensamiento “moderno”. El “descubrimiento” de tierras y culturas radicalmente distintas y el rimero de
expolios, etnocidios y aun genocidios (la “Conquista”, propiamente dicha, a la que certeramente llamó Las Casas “la destrucción de las Indias”) que siguieron a ese “descubrimiento” fueron sin disputa uno de los veneros, tal vez el principal, de que se nutrió la reflexión filosófico-política moderna: el “salvaje”, o a veces, “el civilizado de otro modo”, está centralmente presente en toda la filosofía moderna, como es tópico reconocer. Está por lo pronto en Montaigne:“Ce que nous voyons par experience en ces nations
là, surpasse, non seulement toutes les peintures decqoy la poësie a embelly
l’age doré, et
totes ses inventions
à feindre une
hereuse condition d’hommes, mais encore la concepcion et le desir mesme
de la philosophie. Ils [los antiguos] n’ont peu imaginer une nayfveté si pure
et simple, comme nous la vo-yons par experience; n’y ont peu croire que notre
societé se peut mantenir avc si peu d’artifice et de soudeur humaine” (Montaigne,
1946, 214)3.
Bodino sentó en el libro V
de su República la “admirabilis ac pene
incredibilis dissimilitudo” entre los hombres. Y se calla por sabido que los
pueblos americanos están vivamente presentes en Grocio, en Hobbes, en
Puffendorf, en Locke, en Leibniz, en Vico, en Rousseau. ¿Qué más? Que las fuentes
son, inequívocamente, españolas:
Locke ha leído,
entre muchos otros,
al Inca Garcilaso
(también a Mariana).
Y Grocio ha estudiado a
Francisco de Vitoria,
a Mariana y,
probablemente, a Bartolomé
de Las Casas,
quien a su vez fue leído con toda seguridad por el Abbé Gregoire –el
amigo político de
Robespierre: “¡perezcan las
colonias, antes que
los principios!”– y
estudiado por Marx4.
Si el castellano fue la primera lengua vulgar volcada a la filosofía desde el siglo XII; si España fue el primer Es-tado moderno desde fines del XV; si España dispuso, en consonancia con su temprana estatalización moderna, de la primera gramática concebida –¡en 1492!– con el explícito empeño de imponer el castellano como lengua de “vencedores” a “otras peregrinas lenguas” de pueblos “subyugados”; si España abrió la primera página de la Era moderna –y a lo que se ha visto, del pensamiento político-social moderno– con la “conquista y destrucción” de los pueblos americanos; ¿por qué la infertilidad del castellano filosófico moderno? Hay un pensamiento español en el siglo XVI indiscutible-mente original, y en cierto sentido, fundador del pensamiento filosófico-político moderno.
Es el pensamiento que va del
dominico Francisco de Vitoria (1483-1546) al jesuita Juan de Mariana
(1536-1623), pasando por Bartolomé de las
Casas, Domingo de
Soto, Melchor Cano
o Francisco Suárez. Ese pensamiento es original y es
moderno, porque es reflexión radical –y radicalmente crítica– sobre la
conquista de América, la colonización de sus tierras, el expolio de sus
recursos y el genocidio de sus pueblos. Pero hay que observar dos cosas:1. La
primera, que el
grueso de ese
pensamiento no se
expresa filosóficamente en
castellano, sino en
(excelente) latín renacentista.
En latín
dejó sentado Vitoria que el
“emperador no es señor del orbe” (imperator
non est dominus
orbis); en latín
dejó sentado Vitoria
que las relaciones
naturales entre los
pueblos y naciones
(no sólo entre
los individuos) tenían
que regirse por
el derecho de
gentes o de los pueblos (“quod naturalis ratio inter omnes gentes constituit,
vocatur jus gentium”)5; en
latín afirmó Vitoria
que, “de acuerdo con
el derecho de los
pueblos (ius gentium), lo que no tiene propietario se convierte en propiedad de
quien lo descubre; pero las posesiones de
que estamos hablando
tenían propietario, y por lo tanto, no cabe hablar de descubrimiento”; y
en primoroso latín
dejó dicho Vitoria
que la conquista
de América no
se había regido hasta entonces por esos principios y
que “los españoles son
culpables de numerosos
escándalos, crímenes e
impiedades”.2.
Segunda
observación. La afirmación
de que las reflexiones
radicalmente críticas sobre la conquista española de América inauguradas por la
Escuela de Salamanca en la primera mitad del XVI son pensamiento “moderno”
merece ser precisada. Se habla, por
lo pronto, con
demasiada alegría de “modernidad”, como
si de un
conjunto de pasos
homogéneos se hubiera
tratado, de una
especie de crecimiento
ontogenéticamente desplegado a
partir de un
“programa” bien establecido (el
“programa de la modernidad”, se dice a
veces con sorprendente
y ahistórico candor).
Y ocurre, además,
que los siglos
posteriores, y particularmente, el XX,
han reinterpretado anacrónicamente los procesos históricos que
llevaron al mundo
que ahora consideramos
“moderno”. Hobbes, por ejemplo –por señalado ejemplo– es para muchos el
prototipo de la filosofía política moderna: ¡Hobbes, el apologeta de la
monarquía absoluta; Hobbes, el restaurador del nomón empsychon –de la lex
animata– de los imperios occidentales y orientales antiguos, destructores de la
libertad republicana; Hobbes, el enemigo acérrimo de la revolución inglesa y
del parlamento largo! 6. Si Hobbes fuera
el epítome de
la modernidad –de
una modernidad entendida como proceso homogéneo y simple–,
no habría desde luego sitio en la modernidad para Vitoria y para la
Escuela de Salamanca...,
pero tampoco para
Milton, para Locke, para Kant, para Jefferson o para
Robespierre.
¿Habrá que
recordar que, cien
años antes de que
Hobbes
(en la dedicatoria del De Cive) popularizara un dicho latino que no es precisamente
moderno (homo homini
lupus), Vitoria lo había confutado? Réplica de Vitoria: inter omnes homines cognatio (...) Non
enim homini homo lupus est, ut ait Ovidius, sect
homo (“entre todos
los hombres hay parentesco
(...) Porque el hombre no es lobo para el hombre, según escribiera Ovidio, sino
hombre”)7. ¿Habrá que recordar que, unas décadas antes de que Hobbes
recuperara para su noción de soberanía la lex animata–el monarca
por encima de la ley,
o como alma
de la ley–
del imperialismo antiguo,
Mariana, súbdito del
más grande imperio moderno, la
había hecho añicos?:“Andando el
tiempo, ya por el deseo
de de adquirir
más, ya impelidos
por la sed
de glorias y
alabanzas, o algunos
también ofendidos de
injurias, sometieron a
gentes libres, haciendo la guerra por la ambición de mandar,
arrojando de
sus
dominios a otros reyes para mandar solos en los Estados de los
demás, como hicieron
Nino, Ciro, Alejandro
y César, que fueron los primeros en constituir y
fundar grandes imperios, no siendo
reyes legítimos, no
habiendo domado los
monstruos, ni desterrado los vicios, ni hecho desaparecer de la tierra
la tiranía, como pretendían hacer ver, sino ejerciendo todo género de
depredaciones...” (Mariana, 1945, 35)8.
Digámoslo rápida
y sumariamente. Hay
una modernidad crítica,
confiada tanto en
la verdad9 como
en el pueblo
llano10: la que, con distintas variantes, va de la Escuela de Salamanca
a la proclamación de los derechos humanos por la ONU después del aplastamiento
militar del fascismo en 1945, pasando por la Ilustración europea, las
declaraciones de derechos humanos
y ciudadanos en
las revoluciones holandesa,
inglesa, norteamericana y
francesa, las revo-luciones
de independencia latinoamericanas, la
lucha y, parcialmente,
conquista de la
democracia política por
el movimiento obrero
de la segunda
mitad del XIX
y primer cuarto del XX y los empeños descolonizadores
en la franja central del XX.Y hay una modernidad tan desconfiada de la verdad11
como del pueblo llano12; negadora de los derechos individuales y de los
pueblos, apologética del autoritarismo, de la colonización, de la expropiación
de los modos de existencia material fundados en el trabajo personal –en nombre,
a veces, del “progreso”– y del etnocidio y el genocidio a gran escala –en
nombre, a veces, de la “utilidad”, o de la “eficiencia”, o de la
“civilización”–: la “modernidad” que, con distintas variantes, va
del protoutilistarista Hobbes
al nacionalsocialismo, o aun al
neoimperialismo belicista y globalizador de nuestros días, pasando por los
fisiócratas, por Malthus o por la influyente impugnación liberal-utilitarista
radical de los derechos
por parte del
inveterado enemigo de la independencia americana que fue Bentham
(rights are non sense, and human rights are non sense at stilts)13.
El Leviathan es
un libro escrito
en buena medida
contra la influencia aristotélica
neorrepublicana española (Mariana, en particular) en el puritanismo
revolucionario inglés; de ahí la
malévola sugerencia de
que los revolucionarios arguyen como católicos papistas.
Si Mariana se había manifestado
ardientemente a favor de que el pueblo inspirara temor al príncipe14, Hobbes le
da la vuelta y cree de todo punto
necesario que, al
revés, sea el
monarca absoluto quien infunda “terror” al pueblo 15. Mariana
no es menos “moderno” que Hobbes. Acaso tampoco
lo sea más.
Son dos versiones
en pugna –aún
hoy irresuelta– de
una “modernidad” harto
más compleja y
conflictiva de lo que han acostumbrado a pensar los filó-sofos y los
críticos culturales en el siglo XX.Pero Hobbes tradujo el grueso de su obra
filosófico-política al inglés materno, mientras que la obra filosófico-política
de Mariana quedó en elegante y acendrado latín renacen-tista. Y la lengua
materna, como había vislumbrado Dante en
el De vulgari
eloquentia tres siglos
antes, era la
que estaba en
trance de sustituir
al latín en
punto a facilitar
la comunicación por encima de la tiranía del tiempo y de las estrecheces
del espacio (Dante, 2000, 11).
III ¿Por qué en todo el siglo XVII, y aun en la segunda mitad XVI, no se trasladó sistemáticamente a vulgar castellano el rico, original, crítico –y autocrítico– y modernísmo pensamiento filosófico-político español que tan cabalmente se había expresado en refinado latín entre Vitoria y Mariana? Es verdad que Mariana escribió en o tradujo al castellano (con “estilo limpio y equilibrado modelado en el latín de Livio y muy propio para que discurra sin resistencias por el oído del lector”, al decir de Gerald Brenan) (Brenan, 1958, 170); pero su historia de España, no sus ensayos fi-losóficos (como Del Rey...) o económico-políticos (como su importante trabajo sobre política monetaria –De monetae mutatione–, que le llevó a la cárcel).Hay varios elementos que lo explican.
Por lo pronto, los esfuerzos del pensamiento crítico de Vitoria y Las Casas, que prometedoramente habían cristalizado en las Leyes Nuevas de 1542 –que ponían a los indios directamente bajo la protección de la Corona–, pronto se vio que quedaban en nada: en la política colonial española triunfaron en toda regla los “encomenderos”.
Pero 1492
no data sólo
el comienzo de
la carrera colonial
de la monarquía española; es la fecha que señala también el inicio de un
proceso profundamente transformador de la vida interior castellana, y por
extensión, española. En ese proceso hay que contar: la expulsión de los judíos
reacios a convertirse es decir, del grueso de la intelligentzia española–, la
entro-nización de la Inquisición como un instrumento de terrorismo de Estado
–para la que, hecho capital en la comprensión de la cultura
española del siglo
XVI, los judíos
conversos y sus
descendientes eran objeto de perpetua sospecha–; ya con el Emperador
Carlos I, la destrucción de la democracia municipal medieval en
Castilla (comuneros) y
Aragón (germaníes), y
a comienzos del XVII, la
expulsión de los moriscos.
La filosofía y la
investigación científica habían sido culti-vadas durante siglos por árabes y
judíos. Su expulsión y la presión
inquisitorial sobre la
pureza de sangre
y doctrina de los “cristianos nuevos”, llevó, como han
insistido tantos desde Américo Castro,
a una verdadera
catástrofe filosófico-cultural y
a un desprestigio de la vida intelectual que dura hasta
hoy (el castellano
es la única
lengua europea en
la que “intelectual”
se dice con
“retintín”, como bien
dicen los españoles).
Tal vez nadie lo expresó
mejor, ni más condensadamente, que Cervantes en este satírico diálogo entre
Bachiller y Humillos en Los alcaldes de Daganzo: “Bachiller: ¿Sabéis leer Humillos? Humillos: No por cierto, ni tal se
probará que en mi linaje /haya persona tan de poco asiento, /que se ponga a
aprender esas quimeras /que llevan a los hombres al brasero, /y a las mujeres a
la casa llana.”
IV Podemos tal vez
consolarnos los filósofos de lengua caste-llana recordando que el caso de la
filosofía no es ni único ni especial. Algo parecido sucedió con la novela
moderna, que también nació
en España, y
a mayor abundamiento,
en vulgar castellano: “Hasta este momento [cuando aparece La Celestina
(1499)], y hasta mucho
después en otros
idiomas –aunque El
Cid fuera un precursor–, los personajes
estereotipados pertenecieron
exclusivamente a la
literatura: no salen
de la vida.
Y se volverán
a hundir, en
España [después de
Cervantes], cuando la
Contrarreforma les obligue a ello, aun con Lope. No habrá
literatura ‘humana’ más
que en la
lírica. No resucitarán
personajes –personas– en
España hasta fines
del siglo XIX, de manos de
Galdós...” (Aub, 1966, vol. I, 208).
Tampoco la
Ilustración europea, contra
lo que a
veces se sostiene, echó raíz filosófica en España
(incluida la Améri-ca española). Américo Castro lo vio certeramente así:“En la
llamada Ilustración europea (...) culminaba un lento proceso mental cuyas
raíces llegaban hasta el siglo XI. Pero los
ilustrados de nuestro
siglo XVIII no
tenían nada a
qué referirse en el pasado,
porque lo que hubiera podido servir de
arranque o de
referencia (...) no
está [ya] presente.
La imagen
que los españoles
se trazaban de
sí mismos era
la reflejada por
el agudo jesuita
Baltasar Gracián: “Hay naciones
enteras y majestuosas,
así como otras
sagaces y despiertas.
La española es
por naturaleza señoril;
parece soberbia, lo que no
es sino un
señorío connatural... Así
como otras naciones
se aplican al
obsequio, ésta no,
sino al mando’” (Castro,
1985, 181).
Si el pensamiento español
había iniciado la reflexión crítica y
autocrítica sobre la
modernidad en el
siglo XVI como
un ataque iusfilosófico
inclemente a la
“Conquista”, los escritores españoles pretendidamente
ilustrados del XVIII no sólo no
tienen empacho en
hacer la supuestamente
patriótica apología del genocidio
y la catástrofe americanos, sino que se permiten también la dudosamente
patriótica difamación de los filósofos y activistas políticos españoles que,
los pri-meros, habían hecho la crítica de las armas y del expolio.
Oigamos al benedictino Feijoo
hacer la apología del genocidio, refutando punto por punto, sin mencionarle y
con sin par mediocridad, al Vitoria de las Relectiones:“Los excesos a
que inducen, ya
el ímpetu de
la cólera, ya
la ansia de
la avaricia, son,
atenta la fragilidad
humana, inseparables de
la guerra. ¿Cuál
ha habido tan
justa, tan sabiamente
conducida, en que
no se viesen
innumerables insultos? En la de
América son sin duda más disculpables que
en otras. Batallaban
los españoles con
unos hombres que apenas creían ser en la naturaleza
hombres, viéndolos en las acciones
tan brutos. Tenía
alguna apariencia de
razón [sic] el
que fuesen tratados
como fieras los
que en todo obraban como fieras. ¿Qué humanidad, qué
clemencia, qué moderación merecían a unos extranjeros aquellos naturales,
cuando ellos, desnudos de toda humanidad [sic],
incesantemente se
estaban devorando unos a otros.
Más irracionales que
las mismas fueras
[sic], hacían lo
que no hace
bruto alguno (...)
Si otras naciones,
en los países
donde entraron, fueron más benignas con los americanos, que lo dudo, no
es de creer que esto dependiese de tener el corazón más blando que los
españoles, sino de tener más estómago
para ver [sic]
tales atrocidades y
hediondeces”
(Feijoo, 1965, 158).
Compárese esta visión de las
indígenas “fieras” feijooanas con la de Las Casas, que había sido testigo
presencial dos siglos largos antes:“Verlos
por una parte causaban gozo, por venir a poblar sus casas, que era lo que
entonces deseaba, y por otra, lástima, y compasión grande, considerando su
mansedumbre, humil-dad, su pobreza,
su trabajo, su
escándalo, su destierro,
su cansancio que
tan sin razón
alguna se les
había causado, dejando
ya aparte, como
olvidado, el estrago
y mortandad que en sus padres y hijos y hermanos y
parientes y vecinos, tan cruelmente se
habían perpetrado” (Bataillon, Saint-Lu,
1976, 88).
Pero, para Feijoo, Las Casas
no pasaba de ser un “letradillo envidioso”:“¡Qué lastima ver arriesgado el
honor de tan gloriosas em-presas [sic] en las cavilaciones de un letradillo,
que oraba en el tribunal por el furor del envidioso”... (Feijoo, 1965, 162).Y
antipatriótico:“... pero lo que yo me inclino a creer es que los excesos de los
españoles llegaron a noticia de todo el mundo, porque no faltaban
entre los mismos
españoles algunos celosos
que los notaban,
reprehendían y acusaban:
los de otras
naciones se respetaron,
porque entre sus
individuos nin-guno levantó
la voz para
acusarlos o corregirlos”
(Feijoo, 1965, 164).
No faltan tampoco en los escritores filosóficos “ilustrados” españoles del XVIII los dos motivos capitales que, en la hipótesis que estoy aquí sosteniendo, cerraron el paso a la filosofía moderna expresada en lengua castellana: un elitismo hostil al vulgo, profundamente desconfiado del pueblo llano, y un antiintelectualismo no menos desconfiado del uso de la razón. De la máxima de que por la voz del pueblo habla la de Dios dejó esto escrito Feijoo: “Aquella mal entendida máxima de que Dios se explica por la voz del pueblo, autorizó la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una potestad tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria. Es éste un error de donde nacen infinitos (...) El vulgo de los hombres, como la más ínfima y más hu-milde porción del orbe racional, se parece al elemento de la tierra, en cuyos senos se produce poco oro, pero muchísimo hierro” (Feijoo, 1965, 85-88).Y el padre Isla satiriza en su Fray Gerundio de Campazas–seguramente la mejor novela en castellano del, para las letras hispánicas, mediocrísimo siglo XVIII– a los filósofos modernos como otros tantos “Fray Gerundios de la filoso-fía”, ganapanes e ignorantes, y reprocha a la epistemología moderna (Locke) el que:“... por las ciencias naturales se [haya] atrevido a esca-lar hasta el sagrado alcázar de la religión” (de Isla, 1979, LXXXII)16.
El brillante
pensamiento político y
iusfilosófico español –expresado, salvo en Las Casas, en latín–
quedó sepultado en el siglo XVII, y las circunstancias históricas, que
empuja-ron a la vulgarización en francés y en inglés de ese mismo pensamiento,
hicieron imposible su vulgarización castella-na. Pensar
y escribir lo
pensado en castellano
se convirtió hasta el siglo XX en aventura ingrata y
demasiado peligrosa. Por eso, seguramente, el mejor pensamiento en castellano
no se expresó hasta entonces técnico-filosóficamente, sino literaria y
narrativamente en cumbres como la entera obra de Cervantes. Quien, como Don
Quijote, su hijo (y su padre: que él decía ser “hijo de sus obras”), se vio
reducido a desear lo imposible y a buscar salida en lo cerrado: “Busco en la muerte la vida, salud en la
enfermedad, en la prisión libertad, en lo cerrado salida y en el traidor
lealtad. Pero mi suerte, de quien jamás espero algún bien, con el cielo ha
estatuido, que, pues lo imposible pido, lo posible aún no me den.”
NOTAS1“Eso será
luz nueva, un sol nuevo,
el cual saldrá
allí donde lo
gastado entrará en ocaso, y dará
luz nueva a quienes se hallan en tinieblas y en la obscuridades sólo por
causa de que lo
gastado ahora no luce.”2 “España es
la única nación
europea que ve
combatido el feudalismo
por la democracia
municipal –y combati-do con éxito– hasta su desaparición a
manos de la monarquía absoluta. Este doble
germen aristocrático –culto
o erudito– y
popular cuyos elementos
han convivido siglos
en la península
no deja de
manifestarse en todas
las artes y
aun explica el
gusto demo-crático de
las aristocracias, y
la aris-tocracia de
lo popular...” (Aub,
1966, Vol. I, 219). “Los
españoles (...) fueron el primer pueblo de Europa occidental que alcanzó,
dentro de la
estructura de la vida medieval,
cierta especie de madurez social y
política. (...) la
ra-zón principal fue, desde luego, que la guerra incesante
con los moros
llevó a un
firme movimiento de
cambio y liberación sociales, porque, con objeto
de obtener voluntarios
para la lucha,
los reyes y nobles tenían que manumi-tir esclavos, conceder tierras y
ofrecer fueros generosos” (Brenan, 1958, 66).3“Lo que
vemos por experiencia
en esas naciones de ultramar
sobrepasa, no sólo todas las figuraciones con que la poesía
ha embellecido la
Edad de Oro, y todas sus invenciones, fabula-doras de
una condición humana feliz, sino incluso la concepción y el deseo mismo de
la filosofía. [Los
antiguos] no pudieron
imaginar una ingenui-dad
tan pura y
tan simple, como
la que ahora
vemos por la
experiencia; ni habrían
podido creer que
nuestra sociedad pudiera
mantenerse con tan poco artificio y sudor humanos.”4Como puede
comprobarse en el
vo-lumen 32 de
la nueva MEGA
(Aka-demie Verlag, Berlín,
1999), editado por Hans-Peter Harstik, Richard Sperl y Hanno
Strauss, y consagrado al es-tudio de las bibliotecas personales de Marx y
Engels.5Se ha sostenido
a veces que
Vito-ria citaba aquí
(párrafo inicial de
la sección tercera
de su De
Indis) de memoria la clásica fórmula de Gayo recogida
en las Instituciones de Jus-tianiano,
y que confundió
individuo (homines) con
pueblos o naciones
(gentes). La crítica
moderna ha de-secho
esa presunción, mostrando
que Vitoria habla
–por vez prime-ra– con toda conciencia de derechos de
los pueblos y las naciones y con-cibe,
innovadoramente, el derecho
de gentes como
un auténtico ius inter
naciones; no meramente
como un derecho
de individuos, sino
de naciones compuestas
por esos in-dividuos,
lo que le
convierte en el
fundador del derecho
internacional público moderno.
Dicho sea de pasa-da: unos pocos
años después, en
su Pantagruel (1545), Rabelais
traducía ya al vulgar
ius gentium por
droit des peuples.6Cfr.
Antoni Domènech, De
la ética a
la política, Barcelona,
Crítica, 1989, cap. V.7El dicho latino es más viejo que
Ovi-dio; se remonta a la Asinaria o Come-dia
de los asnos
de Plauto: lupus
est homo homini, non homo, quom
qualis sit non novit”. La fórmula latina em-pleada por Hobbes, dicho sea de
paso, se parece más,
en la ordenación
de palabras –una
lengua tan comple-ja
morfológicamente como el
latín puede permitirse
esas alteraciones de orden– a la que Vitoria atribuye a Ovidio
que a la original de Plauto: ¿la tomaría Hobbes de Vitoria?
Cito por la
traducción de Barriobero
Durán.9Mariana: “Las raíces de la verdad son amargas; pero los frutos,
suavísimos” (Mariana, 1945, 80).
Jefferson: “No hay
verdad a la
que tema, ni
verdad cuya ignorancia
por parte del
mundo me parezca
deseable” (Carta a
William Duane, 1806).10La
sentencia de Vitoria:
inter omnes homines cognatio es suficientemente
expresiva. Tres ejemplos
en su este-la:
Mariana, Jefferson y
Robespierre. Mariana: “Cuando
la plebe pobre
y miserable está
destituida por toda
fortuna, ningún mal se puede conce-bir que no sea en daño de los
ciuda-danos.” (Mariana, 1945, 85).
Maria-na, de nuevo: “Debe estar persuadido el príncipe
de que la
autoridad de la
república es mayor
que la de
él mismo...” (Mariana,
1945, 102). Je-fferson:
“Los hombres se dividen
de forma natural en dos partidos.
Quie-nes temen al
pueblo y desconfían
de él,... y
quienes se identifican
con el pueblo,
confían en él,
lo estiman y
lo consideran como
la parte más
honrada y sana...,
depositaria del interés
público” (1824). Y
por “pue-blo” entendía esto
Jefferson: “No me cuento entre quienes
temen al pue-blo. De él, y no de los ricos, depende
la continuidad de
nuestra libertad” (1816). Por último, Robespierre: “Que el
pueblo es bueno, y los magistrados corruptibles” (1793).11Hobbes:
auctoritas non veritas
facit legem.12Hobbes: “La
fuente del honor
civil está en
el Estado, y
depende de la
voluntad del soberano (...) Dominio y victoria son cosas honorables
porque se adquieren por la fuerza; y la servi-dumbre, por
necesidad o por
temor, es deshonrosa.
La buena fortuna
(si dura) es
honorable, como signo
que es del favor de Dios. La mala
fortuna y el infortunio
son deshonrosos. Los
ricos son honorables
porque tienen poder.
La pobreza es
deshonrosa” (Hobbes, 1940,
73). Hamilton (en
la Convención constituyente
de Fi-ladelfia): “Todas
las comunidades se
dividen entre los pocos y los muchos. Los primeros
son ricos y de buena
estirpe; los otros, la masa del pueblo. Se ha
dicho que la
voz del pueblo
es la voz
de Dios; y por mucho
que esa máxima se haya citado y
creído, no es de hecho verdadera. El pueblo es turbulento y tornadizo;
raramente juzga o resuelve correctamente. Dad, pues, a la primera clase una
partici-pación distinta y
permanente en el
gobierno” (1787). Hamilton
(1792): “Su pueblo,
señor mío, es
una gran bestia”.13Para esta
visión compleja de
dos “modernidades” en pugna, cfr.
Antoni Domènech, El eclipse de
la fraterni-dad, 2004.14“... es
un pensamiento saludable
el que entiendan
los príncipes que,
si oprimen la
república y se
hacen in-sufribles por
sus crímenes y
vicios, viven con
tal condición que
no sólo de
derecho, sino con
gloria y ala-banza,
pueden ser despojados
de su vida”
(Marina, 1945, 102).
“Tema, pues, el
que oprime; ni
sea mayor la
opresión que el
temor recibido. No
es tanta la
confianza que dan las
armas, las fuerzas y los ejércitos, cuando
es grande el
peligro a que
expone el odio
del pueblo, que
se amenaza con
el castigo” (Mariana,
1945, 108).15“... que por el terror que inspira es ca-paz de
conformar las voluntades
de todos ellos para la paz, en su
propio país, y para
la ayuda mutua
contra sus enemigos, en el
extranjero” (Hob-bes, 1940, 141).16El padre Isla conocía probablemente a Locke
por el tratado filosófico que el portugués Luis Antonio Verney, el Barbadiño, había
publicado en Lis-boa en 1746 (Verdadeiro método de
estudar), que se
tradujo al caste-llano
en 1760. Se
han perdido, por
otra parte, los
manuscritos de crí-tica
filosófica del padre
Isla, quien murió
en Italia, desterrado,
con la Compañía
de Jesús, por
Carlos III. Seguramente
serían una fuente
in-teresante para conocer la cultura fi-losófica de la España de la
segunda mitad del XVIII.BIBLIOGRAFÍAActon,
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ARBOR CLXXXIV734 noviembre-diciembre [2008]
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(*) Universidad Nacional de
La Plata (Argentina)y Conicet (Centro de Investigaciones Filosóficas)Miñones,
2073. Ciudad de Buenos Airesmjbertomeu@gmail.com
Fuente: http://arbor.revistas.csic.es/index.php/arbor/article/view/249
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