EL HUMANISMO CIVICO CASTELLANO: ALONSO DE MADRIGAL, PEDRO DE OSMA Y FERNANDO DE ROA. Iº parte
Por Cirilio Flórez Miguel (*)
Alonso del Madrigal |
Dentro del amplio espacio de la modernidad nos encontramos también con una modernidad política, cuyo comienzo podemos situar en la recuperación que algunos pensadores humanistas, como es el caso de Bruni (1361-1444), van a hacer del republicanismo tanto griego (Aristóteles), como romano (Ci-cerón). Esta recuperación del republicanismo antiguo va asociada al «humanismo cívico», que es el punto que va a ocupar nuestra atención1.
1.
El humanismo cívico
La mejor caracterización del que Hans Baron2 ha denominado como «humanismo cívico» la podemos hacer a partir de la relevancia concedida por esta tradición a la vida activa del ciudadano dentro de la ciudad. Desde los tiempos de los griegos se discute sobre la relevancia de dos tipos de vida: la activa y la contemplativa. La tradición platónica concedió la primacía a la vida contemplativa e hizo del filósofo el gobernante de la ciudad. Subordinó la retórica a la sabiduría e hizo del ideal del sabio el modelo del hombre bueno; y de la contemplación la forma suprema de vida. Una de las características del «humanismo cívico» del siglo XV es la de reivindicar el valor positivo de la vida activa; y para ello se va a apoyar tanto en Aristóteles como en Cicerón. El «humanismo cívico» que tiene a Florencia como su lugar de surgimiento y a Leonardo Bruni como a uno de sus defensores va a encontrar en la época de Juan II un lugar destacado en el contexto del que podemos denominar humanismo castellano. Este, en la figura de Alonso de Madrigal, El Tostado, defiende la primacía de la ética sobre la filosofía natural, contraponiendo el ideal del «hombre bueno» al del «hombre sabio». La cuestión onceava de las Catorce cuestiones la comienza de la siguiente manera: «La cuestión era si la filosofía moral sea más útile é más fructuosa que la natural, tracte de cosas más altas, porque es mejor ser muy bueno que muy sabio 3.
El Tostado, como vemos, reivindica el ideal del «hombre bueno» sobre el ideal del «hombre sabio»; y hace del ideal del hombre bueno un modelo humano, que podemos interpretar como un modelo de participación en la vida activa de la ciudad. El hombre llega a ser bueno practicando las virtudes morales, de entre las cuales destaca las cuatro virtudes cardinales. La posición de El Tostado no es intelectualista y por lo tanto defiende que el ser bueno no tiene nada que ver con el ser sabio. La sabiduría no nos hace buenos, ya que es una virtud noética, y la bondad tiene que ver con la acción. Para ser bueno no basta con saberlo, sino que solamente se es bueno en la práctica. En esta tradición aristotélica la perfección moral del hombre está íntimamente unida a la práctica. Uno no llega a ser virtuoso, si no es debido al esfuerzo que practica para la realización de actos virtuosos, lo cual trae consigo una revalorización de la vida activa, que va a ir adquiriendo más y más relevancia a medida que avanza la modernidad4.
J.G.Pcock |
Podemos hacer una primera caracterización del
«humanismo cívico» diciendo que es una corriente política renacentista, que
recupera los ideales de patriotismo, gobierno popular y servicio público (bien
común), que eran inherentes a la antigua concepción griega y romana de la
república (tradición política del republicanismo). Los recuperadores de estas
ideas son un grupo de humanistas y educadores a los que, como acabamos de
decir, Baron calificó en el año 1955 como «humanistas cívicos», término que
después de muchas críticas se ha ido imponiendo; y que J.G.A. Pocock en su
estudio El momento maquiavélico5 ha interpretado (en cuanto humanismo cívico o
republicanismo clásico) como una de las tradiciones del pensamiento político
moderno.
Nosotros no entramos en la polémica que hoy
ocupa a los intérpretes del pensamiento político, sino que vamos a atenernos al
estudio de esta tradición tal como se hace presente en el siglo XV en una serie
de humanistas y educadores que van a reinterpretar la Política de Aristóteles.
Entre estos intelectuales tenemos en primer lugar a Leonardo Bruni, que va a
hacer una nueva traducción de la Política de Aristóteles6; y a un conjunto de
pensadores españoles que van a tomar la Política de Aristóteles como texto al
que van a comentar por un lado, o a tomar como referencia fundamental para su
interpretación de la política, en clara ruptura con las interpretaciones
medievales de este texto. Una de las controversias con las que nos encontramos
en la discusión del «humanismo cívico» es si dicho paradigma viene definido en
términos jurídicos (concepción de la ciudad como una jurisdicción), o en
términos humanista-republicanos: participación del ciudadano (hombre libre) en
la vida de la ciudad (vita activa y vivere civile).
Es importante, pues, distinguir los dos tipos de vocabulario político: aquel que se apoya sobre el imperium, el dominio y el derecho, que puede ser aplicado tanto al príncipe como al pueblo; y aquel otro que se apoya en la virtud y que lo que busca es el vivere civile, la participación del ciudadano en las tareas de gobierno. Estos dos vocabularios se han mantenido independientes y son los que nos permiten hablar de dos paradigmas políticos alternativos, que hay que distinguir cuidadosamente y que están confundidos en el concepto alemán de burgués que utiliza la misma palabra para significar tanto burgués como ciudadano. A la vista de estos dos paradigmas alternativos es importante también distinguir entre el humanismo cívico renacentista propiamente dicho y la jurisprudencia humanista del Renacimiento, cuyos orígenes se encuentran en la que Kelley llama «ciencia civil del Renacimiento»7.
Hans Baron |
En la revalorización de la vida activa va a
jugar un papel fundamental Cicerón, que en su vida supo conjugar la
participación en los asuntos públicos de la república, por un lado, con la
escritura y la reflexión filosófica, por otro. Es más, uno de los objetivos
fundamentales del trabajo de Cicerón como escritor es precisamente el de
convencer al ciudadano para que participe en la vida activa política, en los
asuntos públicos de la comunidad de ciudadanos; y de acuerdo con esto practique
las que podemos calificar como virtudes civiles, que son las que se han
denominado virtudes cardinales; y en especial tres de estas virtudes: la
justicia, la fortaleza y la templanza, que son precisamente las que tienen que
ver con las relaciones con los otros en el ámbito de la comunidad. Cicerón,
pues, defiende la superioridad del hombre comunitario sobre el hombre
solitario; y en consonancia con ello la importancia de las virtudes cívicas en
las relaciones de los hombres entre sí dentro de las actividades
cívico-políticas de la comunidad. Dentro del «humanismo cívico» presente en
Cicerón la vida en comunidad es superior a la vida en soledad; y dentro de la
vida en comunidad, la vida dentro de la república y la participación en los
asuntos que tienen que ver con esa vida. De manera que Cicerón llega a escribir
en su famoso Sueño de Scipión, que nada hay más agradable al dios que rige el
universo, que la participación de los hombres en las asambleas y sociedades
regidas por la ley y que llevan el nombre de ciudades.
Diez años después de haber escrito el De
republica, que contiene el frag-mento del Sueño de Scipión, escribió Cicerón su
texto Sobre los deberes en el que deja clara su posición acerca del concepto
romano de ocio activo, que él ejemplificó en la figura de Scipión el Africano,
que dedicó sus momentos de ocio a preparar las acciones que debían ser tomadas
a la hora de participar en los asuntos de la vida comunitaria. Estas ideas de
Cicerón fueron discutidas en la edad media; y son las que pasaron a primer
plano en la ciudad de Florencia en el siglo XV en la figura de Leonardo Bruni,
que escribió un famoso texto titulado Cicero novus, en el que reivindicada como
una faceta positiva de Cicerón su participación en los asuntos públicos de la
ciudad. El modelo de Cicerón le sirvió a Bruni para destacar que una de las
principales obligaciones del ciudadano era la de servir a la comunidad y
participar en los asuntos del Estado, cosa que no disminuía sus capacidades
intelectuales, sino que ponía a éstas al servicio de sus conciudadanos.
2.
Humanismo cívico y modernidad
En la interpretación de
Garín, el iniciador de esta tradición del «humanismo cívico» es Salutati, que
es el sucesor de Petrarca en la secretaría de la Cancillería de Florencia. En
1389 este autor define su ideal político con estas palabras: «Nosotros, una
ciudad de gente de pueblo, dedicada sólo al comercio, pero libre y por eso
blanco de tantos odios; nosotros, no sólo fieles a la libertad en nuestra
patria, sino también defensores de la libertad más allá
de nuestras fronteras;
nosotros somos los que deseamos la paz necesaria para que perdure esa dulce
libertad»8.
El ideal político del «humanismo cívico» inaugurado por Salutati está caracterizado por la idea de la libertad en un ám-bito de paz, que sigue la senda del Defensor pacis de Marsilio de Padua, que había sido traducido en Florencia en 1363. Detrás de esas ideas de libertad y de paz está presente una evocación de la historia romana como una experiencia ejemplar, que estaría caracterizada por la virtud y el amor a la libertad. La diferencia entre Petrarca y Salutati la expresa muy bien Garín cuando escribe: «Si en Petrarca la vuelta a las humanae litterae se expresa de manera singular, y conduce al descubrimiento de regiones del alma inexploradas, en Salutati esa expresión se universaliza, y se va estructurando hasta componer una imagen de la vida, dotada de un formidable poder de expansión»9. Siguiendo a Garín podemos decir que con la muerte de Salutati concluye la época heroica del humanismo florentino en la que se habían conjuntado perfectamente la política y la cultura.
Leonardo Bruni |
A Salutati le sigue Leonardo
Bruni de Arezzo, quien había sido educado por el anterior en los ideales de
libertad y gobierno popular. En su Laudatio florentinae urbis, escrita en 1413,
alaba a la ciudad de Florencia por estar regida por la taxis y el cosmos. El
texto está inspirado en el modelo «pa-natenaico» de Elio Arístides, pero lo
importante es que Bruni defiende que la libertad sólo es posible si se
mantienen las autonomías ciudadanas. Para Bruni existe una correspondencia
entre la estructura política de la ciudad y su estructura arquitectónica. Para
él la ciudad es el ideal de la existencia hu-mana en convivencia y en paz. La
ciudad ideal de Bruni es «la ciudad-estado burguesa, que vive en la pluralidad
y a través de la pluralidad, para la cual la razón reside en la coordinación de
las diferentes razones, que en el equilibrio de las autonomías descubre el
secreto de la libertad y la paz, sitúa dentro del recinto ciudadano la Catedral
junto al Palacio de la Señoría, junto al Studio y los bancos, tratando de
definir unas relaciones de convivencia en el plano mundano, el único que le interesa»10.
Para estos pensadores del
siglo XV la ciudad no es una utopía, sino un proyecto racional, que tiene como
uno de sus componentes la virtud de los hombres. Por eso su ideal es la
construcción de ciudades reales gobernadas por la justicia. «Cuando en los
albores del siglo XV Emanuele Crisolora traduce al latín La República
platónica, es la civilis justitia, la que muestra la posibilidad de extender el
orden geométrico a las comunidades humanas. En momentos en que está a punto de
afirmarse la nueva ciencia de la natura-leza, —piénsese en Leonardo— también se
especula con la posibilidad de una construcción científica de la ciudad, una
construcción matemática, o sea, racional»11. Dentro de este proyecto de humanismo
cívico asistimos a la conjunción de la ciudad física con la ciudad moral y
civil, de las leyes naturales con las leyes civiles.
En el contexto de este
proyecto político del humanismo cívico es en el que tenemos que situar la
traducción por Bruni de la Ética, la Política y la Económica de Aristóteles,
textos en los que aparece un modelo de ciudad como «república equilibrada» la
famosa «polity aristotélica». La república equilibrada de Aristóteles requiere
que el poder sea ejercido por tantos hombres como sea posible, para lo cual es
importante que los hombres sean virtuosos. Las virtudes de las que nos habla el
humanismo cívico son las virtudes cívicas, que llevan consigo la participación
del ciudadano en la vida de la ciudad y su compromiso con el bien común de la
misma. La vida activa que defiende el humanismo cívico acabará especificándose
como un vivere civile, «un tipo o modo de vida consagrado a las preocupaciones
cívicas y a la actividad (fundamentalmente política) de la ciudadanía, es
decir, de la participación política»12. Dentro de este ideal del vivere civile
no puede confundirse la política con la retórica; y mucho menos reducir todo
humanismo a retórica. La base filosófica del vivere civile resalta la acción
del hombre en la vida de la ciudad; y es ejerciendo esa acción como el hombre
alcanza los valores universales, que están inmanentes en su vida histórica.
Esto se ve muy bien en la Política de Aristóteles, que es un cuerpo de
pensamiento sobre el ciudadano y su relación con la república, así como sobre
la república como una comunidad de valores. Podemos afirmar que la teoría
aristotélica de la polis resultó crucial para las tesis del humanismo cívico al
proporcionarles un material decisivo para la legitimación de sus compromisos.
La política es la asociación perfecta de los ciudadanos y de todos los valores,
de manera que la virtud pasa a ser un hecho político fundamental. «De este
modo, al abrazar el ideal cívico el humanista cifraba su futuro como persona
moral en la salud política de la ciudad, encontrándose obligado a aceptar sin
el menor atisbo de cinismo aquel adagio que decía que el ciudadano debería amar
su país más que a su propia alma»13
1 Sirviéndonos de la distinción de Zucker
entre dos formas de republicanismo: una más ligada al concepto de libertad y
otra como la expresión de la naturaleza del hombre como animal político: M.
Zucker, «Natural Right and de New Republicanism», en J. Hankins (Ed.),
Renais-sance Civic Humanism, Princeton University Press, Princeton, 1994, p.
151. Nosotros vamos a usar aquí la idea de republicanismo en el segundo
sentido, que es el que tiene que ver con el aristotelismo político del
Renacimiento, y con el llamado «humanismo cívico» tal como ha sido
caracterizado por H. Baron.Burckhardt y Baron consideran que la realidad social
y sus cambios es el elemento fun-damental para hablar de Renacimiento.
Kristeller, en cambio, considera que el elemento fun-damental son los métodos
de enseñanza y de lectura. Así pues, hay que distinguir las diversas
interpretaciones de lo que denominamos Renacimiento.
2H. Baron, La crisi del
primo rinascimiento italiano, trad. R. Pachioli, Sansón Editore, Firenze, 1970;
En busca del humanismo cívico florentino, trad. M.A. Camacho, FCE, México,
1993.
3A. Madrigal, «Las catorce
cuestiones», en Obras escogidas de filósofos, BAE, Madrid, 1953, p. 149.
4H. Arendt, Vida activa,
Paidós, Barcelona, 1993.Un tema relevante para la cuestión que aquí estamos
tratando es la interpretación de la mo-dernidad; interpretación que no es
uniforme. Arendt, en el capítulo VI de la obra citada, interpreta la modernidad
a partir de tres acontecimientos: el descubrimiento de América, con la primera
globalización como consecuencia; la expropiación de los bienes eclesiásticos
por la reforma con su consiguiente acumulación de capital y el telescopio de
Galileo como el primer signo claro de la nueva ciencia. Las interpretaciones de
Hegel y Weber varían con respecto a esta interpretación de Arendt.
5J. G. A. Pocock, El momento
maquiavélico, trad. M. Vázquez-Pimentel y E. García, Tecnos, Madrid, 2002.
6 Puede verse el documentado artículo de F.
Rico, «Humanismo y Ética», en V. Camps, Historia de la Ética, I, Crítica,
Barcelona.
7D. R. Kelley, The writing
of history and the study of law, Aldershot, Variorum, 1997.
8 Tomado de E. Garín, Ciencia y vida civil en
el Renacimiento italiano, trad. R. Pochtar, Taurus, Madrid, 1982, p. 33.
9 Ibidem, p. 36.
10 Ibidem, p. 60.
11 Ibidem, p. 63.
12Pocock, o. c., pp.
140-141.
13 Ibidem, pp. 159-160.
(*) Fuente : Res Pública., 18, 2007 https://revistas.um.es/respublica/article/view/61171
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